Y ocurrió cuando marzo daba paso a abril. A las dos menos cuarto de la madrugada de un sábado, yo estaba dormitando en mi habitación, en casa de mi abuela, con un ejemplar del segundo volumen de los Principios del profesor James apoyado incómodamente sobre mi cara. Aquella tarde había empezado el noble empeño de abordar los pensamientos de James sobre Las verdades necesarias y los efectos de la experiencia en el 808 de Broadway, pero me había distraído la llegada de Stevie Taggert, que había arrancado de la última edición del Herald una lista de los participantes en las carreras del día siguiente en el nuevo hipódromo Aqueduct, de Long Island, y quería mi consejo sobre las ventajas y desventajas. Últimamente había utilizado a Stevie como recadero con mi corredor de apuestas (sin que Kreizler lo supiera, claro está), y el muchacho se había aficionado al deporte de los reyes. Yo le había aconsejado que no invirtiera su dinero a menos que supiera realmente lo que estaba haciendo, pero con su pasado no había tardado mucho en aprender, y las cosas habían progresado de tal modo que de vez en cuando tenía que alejarme de los análisis de las carreras del día para mantener la mente centrada en el trabajo. En cualquier caso, cuando el teléfono sonó aquella noche yo estaba en medio de un profundo sueño causado por horas de espesa lectura. Di literalmente un salto al oír el primer timbrazo, y el libro de James salió despedido contra la pared de enfrente. El teléfono volvió a sonar cuando me ponía la bata, y lo hizo una vez mas antes de que saliera tambaleándome al pasillo para descolgar.
— Pizarra en blanco— murmuré soñoliento, imaginando que quien llamaba era Sara.
Lo era.
— ¿Cómo dices?— preguntó.
— Lo que hablábamos esta tarde— contesté, frotándome los ojos—. ¿Es la mente una pizarra en blanco cuando nacemos, o poseemos un conocimiento innato de ciertas cosas? Yo apuesto por la pizarra en blanco.
— John, ¿quieres callar un segundo?— Su voz estaba impregnada de ansiedad—. Ha ocurrido.
Esto me despertó.
— ¿Dónde?
— En Castle Garden; en Battery Park. Los Isaacson ya tienen a punto la cámara y el resto del equipo. Tienen que estar allí antes que el resto de nosotros para despedir a los primeros agentes que han llegado al lugar. Theodore ya se encuentra allí, cerciorándose de que todo marcha como es debido. Ya he avisado al doctor Kreizler.
— Perfecto.
— John…
— ¿Sí?
— Yo nunca… Soy la única que… ¿Es muy fuerte la impresión? ¿Qué podía decirle? Sólo había aspectos prácticos a considerar.
— Necesitarás sales de amoníaco. Pero procura que no te afecte demasiado. Todos estaremos allí. Pasa a recogerme con un coche; iremos juntos.
Oí que respiraba profundamente.
— De acuerdo, John.
ASOCIACIÓN
El mismo objeto externo puede sugerir cualquiera de las muchas realidades que antiguamente se asociaban con él, pues en las vicisitudes de nuestras experiencias externas estamos constantemente expuestos a encontrar la misma cosa entre distintos compañeros.
Willliam James
Principios de psicología
Aquello que yo creía bueno parecía malo a los demás; aquello que me parecía malo, los demás lo aprobaban. Hacia feudos corrí en los que encontrarme, y hallé desaprobación a donde fui.
Si felicidad anhelaba, sólo miseria provoqué; así que pronto me llamaron Miserable, ya que miseria es todo cuanto poseo.
R. Wagner
Las Valquirias
Cuando Sara llegó con un cabriolé a Washington Square, muchos de sus temores habían dado paso a una férrea determinación. Indiferente a las diversas preguntas que le formulé mientras nos alejábamos sobre el pavimento de granito de Broadway, permanecía erguida en su asiento, con la cabeza tiesa, imperturbablemente concentrada en… ¿qué? Ella no lo diría, y era imposible intuirlo con cierta seguridad. No obstante yo sospechaba que estaba preocupada por el gran objetivo de su vida: probar que una mujer podía ser una agente de la policía competente y eficaz. Visiones como aquella a la que nos dirigíamos esa noche constituirían una parte habitual de los deberes profesionales de Sara si algún día se hacían realidad las esperanzas que tenía en su carrera, y ella era plenamente consciente de eso. La sumisión al tipo de debilidad que se esperaba de su sexo sería por tanto doblemente insoportable e inexcusable, pues conllevaría implicaciones mucho más allá de su habilidad personal para soportar la visión de un salvaje derramamiento de sangre. De modo que mantuvo la mirada fija en el trasero de nuestro esforzado caballo y apenas soltó palabra, utilizando toda la fuerza mental que poseía para asegurarse de que cuando llegara el momento se comportaría tan bien como cualquier detective acostumbrado a ello.
Todo esto contrastaba con mis intentos por mitigar la aprensión mediante una cháchara inútil. Cuando llegamos a Prince Street ya me había cansado de oír mi nerviosa voz, así que en Broome estaba a punto de renunciar a todos mis intentos de comunicación y dedicarme a contemplar las prostitutas que salían con sus clientes de los salones de baile. En una esquina, un marino noruego, tan borracho que la baba le resbalaba por la pechera del uniforme, se hallaba retenido entre dos bailarinas mientras una tercera le registraba lenta y descaradamente los bolsillos. Aquélla era una imagen bastante habitual, pero esa noche despertó una idea en mi mente.
— Sara— dije cuando cruzábamos Canal Street y traqueteábamos hacia el Ayuntamiento—, ¿has estado alguna vez en el local de Shang Draper?
— No— se apresuró a contestar, y el aliento se le condensó en el aire glacial. Como siempre ocurría en Nueva York, abril había traído un precioso respiro contra el frío riguroso de marzo.
No era un buen comienzo para una conversación, pero aun así continué:
— Bueno, la prostituta corriente que trabaja en un burdel conoce más formas de desplumar a un cliente de las que yo podría enumerar… Y los muchachos que trabajan en sitios como Draper’s, o en el Salón Paresis, por lo que viene al caso, son tan astutos como cualquier adulto. ¿Y si nuestro hombre fuera uno de estos clientes? Supongamos que le hayan desplumado demasiadas veces, y que ahora ha salido para saldar cuentas… Siempre fue una teoría en los asesinatos de Jack el Destripador.
Sara arregló la pesada manta que cubría nuestro regazo, aunque aún no se mostró lo que yo llamaría exactamente interesada.
— Podría ser, John. Pero ¿qué te ha hecho pensar en ello ahora?
Me volví hacia ella.
— Esos tres años, entre los Zweig y nuestro primer asesinato el pasado enero… ¿Y si nuestra teoría, la de que hay otros cadáveres que están perfectamente escondidos, fuera equivocada? ¿Y si él no hubiese cometido ningún otro asesinato en Nueva York… simplemente porque no se encontraba aquí?
— ¿Que no se encontraba aquí?– El tono de Sara resultó algo más animado—. ¿Quieres decir que se fuera de viaje, que abandonara la ciudad?
— ¿Y si se viese obligado a ello? Que sea un marino, por ejemplo. La mitad de los clientes de establecimientos como el de Draper o el de Ellison son marinos. Tendría cierto sentido. Si se tratara de un cliente habitual no levantaría sospecha alguna… Tal vez incluso conociera a los muchachos.
Sara reflexionó sobre mis palabras y asintió.
— No está mal, John. Sin duda esto le permitiría ir y venir sin llamar la atención. Veamos qué piensan los demás cuando…— Su voz se hizo algo más ronca, luego se volvió de nuevo a la calle, inquieta otra vez— cuando lleguemos allí…
Nuevamente se hizo el silencio dentro del cabriolé.
Castle Garden se encuentra en el centro de Battery Park, y para llegar allí tuvimos que viajar hasta el inicio de Broadway y luego más allá. Eso implicaba un rápido viaje a través del pastiche de estilos arquitectónicos que formaban los distritos financiero y editorial de Manhattan en aquel entonces. En un primer vistazo, siempre resultaba un poco extraño ver construcciones como el World Building y las doce plantas del National Shoe and Leather Bank elevándose (o al menos así parecía en aquellos tiempos en que aún no se habían construido los rascacielos Woolworth y Singer) por encima de aquellos monumentos victorianos, achaparrados y llenos de adornos, de la vieja Central de Correos y la sede de la Equitable Life Assurance Society. Pero cuanto más se internaba uno en el barrio, más detectaba en todos aquellos edificios una característica común que superaba cualquier variante estilística: la riqueza. Yo había pasado gran parte de mi infancia en aquella zona de Maniatan (mi padre dirigía una empresa de inversiones de cierta importancia), y desde una edad muy temprana me había sorprendido la fantástica actividad que rodeaba la adquisición y conservación del dinero. Esta actividad podía ser alternativamente seductora o repelente, pero en 1896 era indiscutiblemente la principal razón de ser de Nueva York.
Aquella noche volví a experimentar esa enorme fuerza subterránea, incluso a pesar de que el barrio estaba a oscuras, aletargado a la dos y media de la madrugada. Y cuando pasábamos ante el cementerio de Trinity Church— donde estaba enterrado Alexander Hamilton, padre del sistema económico americano—, sonreí pensativo mientras pensaba: No hay duda de que es audaz. Fuera quien fuese nuestra presa, y fuera cual fuese la vorágine personal que le impulsaba, ya no limitaba sus actividades a las zonas menos respetables de la ciudad. Se había aventurado hasta aquella reserva de la gente más rica y selecta, y se atrevía a depositar un cadáver en Battery Park, fácilmente visible desde los despachos de la mayoría de los padres financieros más influyentes de Nueva York. Si nuestro hombre estaba sin duda cuerdo, tal como Kreizler creía apasionadamente, ese último acto expresaba no sólo barbarie sino también audacia, esa audacia tan especial que siempre había provocado una mezcla de horror y de animosa consideración en los nativos de la ciudad.
Nuestro cabriolé nos dejó en Bowling Green, que cruzamos para entrar en Battery Park. La calesa de Kreizler estaba junto a la acera de Battery Place, con Stevie Taggert a bordo, arropado con una enorme manta.
— ¡Stevie!— le saludé—. ¿Vigilando por si vienen los chicos de la comisaría?
— Y manteniéndome lejos de aquello— dijo, asintiendo hacia el interior del parque—. Es un espectáculo horrible, señor Moore.
Dentro del parque, unas cuantas farolas nos guiaron a lo largo de un paseo recto hacia los prodigiosos muros de piedra de Castle Garden. Aquella fortaleza— en el pasado un fuerte poderosamente armado cuyo nombre era Castle Clinton— se había construido para proteger a Nueva York durante la guerra de 1812. Después de la contienda había sido transferida a la ciudad y se había transformado en un pabellón cubierto que durante años se utilizó como teatro de la ópera. En 1855 había vuelto a transformarse y se había convertido en la Central de Inmigración. Y antes de que en 1892 Ellis Island le usurpara este papel, más de siete millones de emigrantes habían pasado por aquel viejo fuerte de piedra de Battery Park. Recientemente se había nombrado a algunos funcionarios del Ayuntamiento para que buscaran un nuevo aprovechamiento del lugar, los cuales habían decidido que sus muros albergaran el Acuario de Nueva York. En aquellos momentos se estaba llevando a cabo la remodelación, y antes de que pudiéramos divisar claramente los muros del fuerte contra el cielo nocturno, nos recibieron las señales de obras.
Al pie de aquellos muros encontramos a Marcus Isaacson y Cyrus Montrose, junto a un hombre que llevaba un largo gabán y un sombrero de ala ancha que sujetaba con fuerza entre las manos. El hombre lucía una insignia en el gabán, pero de momento no parecía ejercer ninguna autoridad: estaba sentado sobre una pila de tablas recortadas, manteniendo el pálido rostro sobre un cubo y respirando con dificultad. Marcus intentaba hacerle algunas preguntas, pero aquel tipo estaba sin duda conmocionado. Al acercarnos, tanto Cyrus como Marcus nos saludaron con una inclinación de cabeza.
— ¿El vigilante?— pregunté.
— Sí— dijo Marcus con voz enérgica aunque totalmente controlada—. Ha encontrado el cadáver a eso de la una, en la azotea… Al parecer hace su ronda cada hora.— Marcus se inclinó hacia el hombre—. ¿Señor Miller? Voy a subir a la azotea. Tómese su tiempo y vuelva a subir cuando se haya recuperado. Pero no se marche bajo ningún concepto ¿me ha entendido?— El hombre alzó la vista, sus rasgos oscuros dominados por el horror, y asintió inexpresivamente. Luego volvió a inclinarse presuroso sobre el cubo, pero no vomitó. Marcus se volvió hacia Cyrus—. Asegúrate de que no se escapa, ¿quieres, Cyrus? Necesitamos muchas más respuestas que las que hemos conseguido.
— Descuide, sargento detective— contestó Cyrus, y seguidamente Marcus, Sara y yo cruzamos las mastodónticas puertas negras de Castle Garden.
— Este hombre está destrozado— comentó Marcus, volviendo la cabeza hacia el vigilante—. Todo cuanto hemos conseguido de él es un apasionado juramento de que a las once y cuarto el cadáver no estaba donde se encuentra ahora, y que esas puertas de enfrente tenían el cerrojo puesto. Las puertas de atrás están atadas con cadenas, lo he comprobado. Y no hay señales de manipulación en los candados. Todo esto me recuerda la misma situación que en el Salón Paresis, John. No hay forma de entrar ni de salir, pero aun así alguien lo consigue.
En el interior de los muros de Castle Garden, la remodelación estaba sólo a medio concluir. En el suelo, entre el andamiaje, el yeso y la pintura, había una serie de enormes peceras de cristal, algunas todavía en construcción, otras terminadas pero sin llenar, y otras albergando ya a los ocupantes que les correspondía: distintas especies de peces exóticos, cuyos ojos abiertos y movimientos recatados parecían muy apropiados dado lo que había sucedido esa noche en su nuevo hogar… Destellos plateados y escamas de brillantes colores captaban la luz de unas pocas lámparas de obra que estaban encendidas, acentuando la fantasmagórica impresión de que los peces eran un público aterrorizado que buscaba una forma de salir de aquel lugar de muerte y regresar a las regiones profundas y oscuras donde no se conocían los hombres ni sus métodos brutales.
Subimos por una vieja escalera pegada a uno de los muros del fuerte, y al final salimos sobre la cubierta que se había construido encima de las antiguas murallas para cubrir el anterior patio central. En el centro de la azotea se levantaba una torreta decagonal con dos ventanas en cada cara, las cuales ofrecían una impresionante vista del puerto de Nueva York y de la aún reciente estatua de Bartholdi representando a la Libertad, que se elevaba sobre Bedloe’s Island.