— Ha sido una casualidad realmente afortunada— comentó Marcus—. Aunque se trata de una huella parcial, es suficiente para su identificación. Por alguna extraña razón, ha logrado sobrevivir tanto a las manipulaciones del forense como a las del empleado de la funeraria. Por cierto, la sustancia es sangre. Probablemente de la chiquilla, o de su hermano. La huella, sin embargo, es demasiado grande para ser de ellos. El ataúd ha conservado la mancha extremadamente bien, y ahora poseemos un registro permanente de la huella.
Kreizler alzó una mirada que hubiera podido calificarse de radiante.
— ¡Mi querido sargento detective, esto es casi tan impresionante como inesperado!
Marcus desvió la mirada, sonriendo tímidamente, mientras Lucius intervenía en un tono casi de preocupación:
— Por favor, doctor, recuerde que esto no sirve de nada legalmente, ni tiene valor forense. Es una pista y puede utilizarse con fines de investigación, nada más.
— Y nada más necesito, sargento detective. Excepto tal vez…— Laszlo dio dos palmadas, y los camareros volvieron a aparecer— los postres que se merecen con creces, caballeros.
Los camareros se llevaron los últimos platos de la cena y regresaron con unas peras Alliance maceradas en vino, rebozadas, espolvoreadas de azúcar y servidas sobre un fondo de mermelada de albaricoque. Pensé que Lucius sufriría un ataque al verlas. Kreizler no apartaba los ojos de los dos hermanos.
— Ha sido un trabajo realmente loable. Pero me temo, caballeros que lo han realizado bajo unas premisas ligeramente… falsas. Por todo lo cual, les pido disculpas.
Entonces, mientras consumíamos las peras y unas deliciosas lionesas que siguieron, les explicamos a los hermanos Isaacson cuáles eran nuestras actividades. Nada quedó sin contar: el estado del cadáver de Georgio Santorelli, los problemas con Flynn y Connor, nuestra reunión con Roosevelt, y la charla de Sara con la señora Santorelli, todo lo cual se explicó con detalle. Nadie trató de edulcorar la situación. La persona que estábamos persiguiendo, dijo Kreizler, nos apremiaba, quizás inconscientemente, para que la encontráramos. Pero sus pensamientos conscientes estaban obsesionados por la violencia, y si nos acercábamos demasiado esa violencia podría salpicarnos. Este aviso provocó una pequeño silencio en Marcus y Lucius, lo mismo que la idea de que nuestra tarea iba a llevarse en secreto y que todos los agentes de la ciudad la desaprobarían si llegaban a enterarse. Pero la reacción más destacada de los dos hombres ante la perspectiva fue de entusiasmo. Cualquier buen detective habría experimentado lo mismo pues era una ocasión única en la vida: probar nuevas técnicas, actuar fuera de las asfixiantes presiones de la burocracia del departamento, y hacerse un nombre si la misión concluía con éxito.
Y debo admitir que, después de la comida que acabábamos de consumir y del vino que la había acompañado, semejante conclusión parecía en cierto modo inevitable. Fueran cuales fuesen las reservas que Kreizler, Sara y yo hubiésemos tenido respecto al peculiar estilo personal de los Isaacson, su trabajo excedía con creces nuestras previsiones: en el espacio de un día habíamos conseguido hacernos una idea general de la estatura física de nuestro asesino y del arma elegida por él, así como una imagen permanente de uno de sus atributos físicos que al final podría resultar su perdición. Si a todo esto añadíamos los frutos de la iniciativa de Sara— una impresión inicial de lo que las víctimas del asesino tenían en común—, el éxito, para un hombre en mi estado de embriaguez, estaba al alcance de la mano.
No obstante tenía la impresión de que mi parte en aquella etapa del trabajo había sido demasiado irrelevante. No había aportado ninguna contribución inaugural, excepto escoltar a Sara a primera hora de aquella tarde. Y mientras casi acarreábamos a Lucius Isaacson hasta un coche, mucho después de que el reloj de Delmonico’s hubiese dado las dos, repasé mi mente bastante confusa en busca de una forma de equilibrar aquella situación. La solución que encontré era igualmente confusa: después de conseguirles un cabriolé a Sara y a Kreizler y desearles buenas noches (él iba a dejarla en Gramercy Park), me encaminé hacia el sur, rumbo al Salón Paresis.
Consciente de que debería estar alerta cuando llegara al Salón, decidí caminar el kilómetro y medio que aproximadamente me separaba de Cooper Square, y dejé que el aire frío me despejara un poco. Broadway estaba casi desierto, a excepción de los ocasionales grupos de jóvenes de uniforme blanco que cargaban la nieve a paladas en grandes carretones. Aquél era el ejército privado del coronel Waring, el genio de la limpieza callejera que había limpiado Providence, la capital de Rhode Island, y al que luego se había traído a Nueva York para que realizara el mismo milagro. No cabía duda de que los chicos de Waring eran eficientes— la cantidad de nieve, excrementos de caballo y basura en general que cubría las calles había menguado considerablemente desde su llegada—, pero al parecer sus uniformes les habían llevado al convencimiento de que eran algo así como guardianes del orden. De vez en cuando algún chico de apenas catorce años, ataviado con el uniforme y el casco blancos, descubría a un modesto ciudadano en el momento de arrojar basura descuidadamente en plena calle y trataba de arrestarlo. Era inútil intentar convencer a aquellos fanáticos de que carecían de semejante autoridad, así que los incidentes eran continuos. A veces terminaban violentamente, algo de lo que aquellos muchachos se sentían orgullosos, y que me hizo pasar con cautela por su lado. Pero mi forma de andar debió de traicionar mi estado, ya que al pasar ante un grupo de vigilantes que enarbolaban palas y escobas, me miraron con recelo, dejando claro que si mi intención era ensuciar la calle, sería mejor que me largara a otra ciudad.
Cuando llegué a Cooper Square, me sentía bastante despejado y ligeramente helado. Al pasar frente a la enorme mole marrón del Cooper Union empecé a pensar en la generosa copa de coñac que pensaba tomarme en el Salón Paresis. De pronto apareció un carretón con el letrero de GENOVESE E HIJOS— CARPINTERIA METALICA— BROOKLYN. N. Y., doblando por el extremo norte de la plaza tras un caballo gris cuya expresión parecía indicar que, en una noche como aquélla, prefería estar en cualquier sitio antes que en la calle. El carretón se detuvo bruscamente y cuatro energúmenos, con gorros de minero, saltaron de la parte trasera y entraron apresuradamente en el parque de Cooper Square. No tardaron en reaparecer arrastrando consigo a dos individuos vestidos elegantemente.
— ¡Maricones de mierda!— gritó uno de los energúmenos, pegando al primero de los hombres en plena cara con algo que parecía un trozo de cañería. La sangre brotó instantáneamente de la nariz y la boca del hombre, salpicando sus ropas y la nieve—. ¡Largaros de las calles, si queréis daros por el culo!
Dos de los embajadores de Brooklyn sujetaban al segundo hombre que parecía mayor que el primero, mientras un tercero le acercaba la cara hasta casi rozarle.
— Te gusta joder con muchachitos, ¿eh?
— Lo siento, pero no eres mi tipo— replicó el hombre, con una altanería que me hizo pensar que aquello ya le había sucedido otras veces—. A mí me gustan los jovencitos que se bañan.— Esto le costó tres fuertes puñetazos en el estómago, que le hicieron doblarse sobre sí mismo y vomitar en el suelo helado.
Fue uno de esos momentos en que hay que pensar con rapidez: podía saltar sobre ellos y conseguir que me rompieran la cabeza, o podía…
— ¡Eh!— llamé a los matones, que volvieron hacia mí sus miradas encendidas—. Tened cuidado, muchachos… Se acercan media docena de polis, jurando que será mejor que ningún macarroni de Brooklyn se atreva a armar camorra en el Distrito Quince.
— Con que sí, ¿eh?— exclamó el matón que parecía el jefe, retrocediendo hacia el carretón—. ¿Y por dónde vienen?
— ¡Recto por Broadway!— grité, señalando con el pulgar a mis espaldas.
— ¡Vamos, muchachos!— gritó el matón—. ¡Haremos un poco de papilla irlandesa!
Esto provocó chillidos y hurras en los otros tres, mientras se apiñaban en el carretón. Me preguntaron si quería acompañarles, pero partieron hacia Broadway sin esperar respuesta.
Me acerqué a los dos heridos, aunque sólo pude preguntarles ¿Necesitan…? pues echaron a correr a toda prisa, el mayor apretándose las costillas y moviéndose con dificultad. Me di cuenta de que cuando los matones vieran que no había ningún policía, probablemente regresarían en mi busca, así que aceleré el paso y crucé el Bowery bajo las vías del tren elevado de la Tercera Avenida y me dirigí al local de Biff Ellison.
El letrero luminoso del Salón Paresis aún permanecía brillantemente encendido a eso de las tres de la madrugada. El local había tomado su nombre de un medicamento que se anunciaba en los retretes de los lupanares, prometiendo protección y alivio para las enfermedades sociales más graves. Los escaparates del Salón se hallaban protegidos por cortinas, y los honestos ciudadanos del vecindario estaban agradecidos por ello. Tras la concurrida entrada— alrededor de la que había un amplio surtido de hombres y muchachitos afeminados, todos ellos ofreciéndose a los clientes que entraban y salían— había una larga barra de bronce y una considerable cantidad de mesitas de madera redondas y sillas endebles, de las que se rompían con facilidad en las peleas, y que se reponían luego con la misma facilidad. Al fondo del profundo local de techo elevado se había construido un tosco escenario donde más muchachos y hombres ataviados con atuendos femeninos se movían al son de una música animada, aunque discordante, que interpretaban un piano, un clarinete y un violín.
El objetivo primordial del Salón Paresis era facilitar la cosas entre los clientes y los distintos tipos de prostitutas que trabajan allí. En este segundo grupo cabía de todo, desde jovencitos como Georgio Santorelli a homosexuales que no querían vestirse con ropas femeninas y competir con las mujeres de verdad, que deambulaban por allí con la esperanza de que alguna de aquellas almas redescubriera su heterosexualidad para su propio beneficio. La mayoría de los arreglos que se concertaban en el Salón se llevaban a cabo en las pensiones baratas de los alrededores, aunque en el primer piso había aproximadamente una docena de habitaciones en donde los chicos que complacían particularmente a Ellison podían recibir a sus clientes.
Pero lo que más distinguía al Salón, y a otros pocos locales más de la ciudad, era la absoluta falta de discreción con que habitualmente se llevaban a cabo los tratos homosexuales. Liberados de la necesidad de mostrarse cautelosos, los clientes de Ellison deambulaban ruidosamente por allí y gastaban a manos llenas, con lo que el local obtenía grandes beneficios. No obstante, ni la cantidad ni el carácter inusual de sus operaciones evitaba que en el fondo fuera como cualquier otro lupanar: sórdido, lleno de humo y completamente desalentador.
No llevaba allí ni medio minuto cuando sentí un brazo pequeño pero fuerte alrededor del pecho, y una fría hoja de metal en la garganta. Un repentino olor a lilas me advirtió de la presencia de Ellison cerca de mí, a mis espaldas; así que supuse que la hoja de metal era el arma que daba nombre a uno de los compinches de Biff: Navaja Riley… Era un pequeño matón, enjuto y peligroso, salido del barrio Hell’s Kitchen, la Cocina del Infierno, que habitualmente se dedicaba a robar cajas de caudales, pero que de vez en cuando trabajaba para Ellison, con quien compartía los mismos gustos sexuales.
— Creía que Kelly y yo habíamos sido bastante claros el otro día Moore— tronó Ellison, a quien aún no podía ver—. Te advertí que no intentaras relacionarme con el caso Santorelli. ¿Qué haces por aquí? ¿Eres valiente o estás loco?
— Ni una cosa ni otra, Biff— contesté tan claramente como me permitía el miedo enorme, pues Riley era famoso por su afición a pinchar a la gente—. Sólo quería que supieras que te hice un buen servicio.
Ellison se echó a reír.
— ¿Tú, chupatintas? ¿Qué has hecho tú por mí?— preguntó, pasando por mi lado para situarse delante, con su ridículo traje a cuadros y su bombín apestando a colonia. Entre los rollizos dedos sostenía un largo y delgado cigarro.
— Le dije al comisario que no tenías nada que ver con el asunto— Jadee.
Se acercó a mí y, al abrir los gruesos labios, dejó escapar una vaharada de whisky barato.
— ¿De veras?— inquirió, y sus ojillos centellearon—. ¿Y le convenciste?
— Claro.
— ¡Oh! ¿Y cómo?
— Muy sencillo. Le dije que ése no era tu estilo.
Ellison tuvo que hacer una pausa mientras el amasijo de células que en su caso, le hacían las veces de cerebro meditaban sobre lo que acaba de decirle. Luego sonrió.
— Oye, tienes razón, Moore… ¡No es mi estilo! En fin, ya sabes. Déjalo estar, Navaja.
Al oír esto, los empleados y clientes que se habían reunido a nuestro alrededor para ver si había derramamiento de sangre, se dispersaron decepcionados. Me volví hacia la enjuta figura de Navaja Riley y vi que plegaba su arma favorita, se la metía en el bolsillo y luego se alisaba el abrillantado bigote. A continuación apoyó las manos en las caderas, dispuesto para la pelea, pero yo me limité a enderezar mi corbatín blanco y me sacudí los puños de la camisa.
— Prueba la leche, Riley— le dije—. He oído decir que es buena para crecer…
Riley volvió a meter la mano en el bolsillo, pero Ellison se echó a reír y le detuvo con un efusivo abrazo.
— Vamos, ya está bien, Navaja. Deja que se haga el gracioso; no hace ningún daño.— Luego se volvió a mí y me pasó un brazo por el cuello— Vamos, Moore, te invito a una copa. Y de paso me cuentas por qué de repente te has convertido en mi amiguete.
Nos dirigimos a la barra y, a través del enorme espejo que cubría la pared, entre las interminables botellas de licor barato, pude observar el triste comercio que se ejercía en el Salón. Consciente de a quién y a qué me enfrentaba, abandoné la idea tan anhelada de tomar un coñac (pues probablemente fuese cualquier combinación de alcanfor, bencina, polvos de cocaína e hidrato de cloral) y pedí una cerveza. Es posible que la bazofia que me sirvieron hubiera sido cerveza en algún momento de su existencia. Mientras tomaba un trago, uno de los cantantes que actuaba en el escenario del fondo del local empezó a gimotear:
Hay un nombre que nunca se pronuncia,
y un corazón de madre medio destrozado,