— Pobre John— exclamó, dándome un fuerte abrazo— Todavía intentas descifrar las cosas. No te preocupes… Algún día lo verás todo claro. Y no debes preocuparte demasiado de que tu teoría del sacerdote fuera errónea. Pronto se te ocurrirá otra cosa.
Dicho esto me empujó al interior del tren, justo cuando éste empezaba a gruñir y a resollar para salir de la estación.
Kreizler había reservado un compartimiento de primera clase, y luego de instalarnos en él me estiré inmediatamente en el asiento, con la cara hacia la ventanilla, decidido a reprimir con el sueño cualquier curiosidad que pudiera tener sobre el comportamiento de mis amigos. Laszlo sacó La piedra lunar, un libro de Wilkie Collins, que Lucius Isaacson le había prestado, y empezó a leer tranquilamente. Más irritado aún, me di la vuelta, me bajé el sombrero sobre la cara, y deliberadamente empecé a roncar incluso antes de que me hubiese dormido.
Estuve inconsciente durante un par de horas y me desperté para ver los abundantes y verdes pastos de Nueva Jersey que pasaban veloces ante la ventanilla. Me estiré del todo y advertí que el malhumor de la mañana había desaparecido finalmente. Estaba hambriento, pero por lo demás me sentía complacido con la vida. Una notita de Kreizler en el asiento de delante me informó que había ido al vagón restaurante a reservar una mesa para el almuerzo, de modo que rápidamente adecenté mi aspecto y me dirigí allí, dispuesto a comerme todo cuanto me pusieran delante.
El resto del viaje fue de maravilla. Las granjas del noreste nunca son tan pintorescas como a finales de mayo y constituyeron un espléndido telón de fondo para una de las mejores comidas que he tomado en un tren. Kreizler seguía de buen humor, y por una vez se mostró dispuesto a hablar de otros temas aparte del caso. Hablamos de las convenciones políticas nacionales que estaban a punto de celebrarse (los republicanos iban a reunirse en St. Louis en junio, mientras que los demócratas lo harían más tarde en Chicago, a finales de verano), y luego sobre un artículo del Times que aseguraba que se habían producido disturbios en Harvard Square después de la victoria del equipo de béisbol de nuestra universidad, que lo situaba por encima de Princeton. Durante los postres Kreizler estuvo a punto de ahogarse al descubrir un artículo donde se informaba que Henry Abbey y Maurice Grau, gerentes del Metropolitan Opera House, habían anunciado el fracaso de su compañía y unas deudas que alcanzaban los 400.000 dólares. La compostura de Laszlo se recompuso parcialmente al leer el anexo de que un grupo de patrocinadores privados (indudablemente encabezados por nuestro anfitrión de la noche anterior) estaban intentando consolidar la compañía. El primer paso consistiría en una gran gala benéfica con la representación de Don Giovanni, el 24 de junio. Kreizler y yo decidimos que aquél era un acontecimiento al que debíamos asistir, independientemente del estado en que se encontrara nuestra investigación en ese momento.
Llegamos a la hermosa Union Station de Washington a última hora de la tarde, y poco después estábamos instalados en un par de cómodas habitaciones en el hotel Willard, un impresionante edificio victoriano de la avenida Pennsylvania con la calle Catorce. A nuestro alrededor, y perfectamente visibles desde las ventanas del tercer piso, estaban los edificios del gobierno de la nación. En pocos minutos habría podido llegar dando un paseo a la Casa Blanca y preguntarle a Grover Cleveland qué se sentía después de tener que renunciar a aquella residencia por segunda vez en la vida. No había vuelto a la capital desde el final simultáneo de mi carrera como cronista político y mi compromiso con Julia Pratt, y sólo cuando permanecía en mi habitación del Willard, contemplando el hermoso panorama de Washington en una noche primaveral, me di perfecta cuenta de cuán lejos me encontraba de aquella antigua existencia. Fue una especie de melancólico descubrimiento, y no me gustó. Para contraatacarlo, busqué rápidamente un teléfono y me puse en contacto con Hobart Weaver, mi antiguo compañero de juergas, que en aquellos momentos era un funcionario bastante importante en la Oficina de Asuntos Indios. Lo encontré todavía en su despacho, e hicimos planes para vernos aquella misma noche en el comedor del hotel.
Kreizler se unió a nosotros. Hobart era un tipo voluminoso, tontorrón, con gafitas, al que no le interesaba otra cosa que comer y beber sin freno Si le proporcionaba ambas cosas en abundancia, podría tener la seguridad de que no sólo se mostraría discreto sino totalmente falto de curiosidad por lo que Laszlo y yo andábamos buscando. Nos informó de que, en efecto, la Oficina guardaba registro de los asesinatos que se sabía o se suponía que habían cometido los indios. Le dijimos que estábamos interesados únicamente en los casos sin resolver, aunque al preguntarnos por qué partes del país estábamos interesados, Kreizler sólo pudo contestar que por las regiones fronterizas durante los últimos quince años. Cubrir un espectro tan amplio, nos aseguró Hobart, implicaría tener que hojear un montón de expedientes, una labor que tanto él como yo tendríamos que llevar a cabo subrepticiamente. El jefe de Hobart, el secretario de Interior Michael Hoke Smith, compartía con el presidente Cleveland la antipatía por los periodistas, sobre todo por los fisgones. Pero mientras Hobart embutía decididamente más capón y vino dentro de su rechoncho cuerpo, estaba cada vez más convencido de que podríamos conseguir nuestro objetivo (aunque seguía ignorando por completo cuál era el propósito). Y después de la cena, tan sólo para terminar de cimentar su resolución, me lo llevé a un salón que yo conocía en la zona sureste de la ciudad, donde el espectáculo era de los que podrían calificarse de variedades poco recatadas.
Kreizler y yo desayunamos temprano por la mañana. Confiábamos en que, haciendo duras etapas, los Isaacson llegarían a Deadwood, en Dakota del Sur, la tarde del jueves. Se les había ordenado que pasaran por la oficina de telégrafos de la Western Union en aquella ciudad tan pronto llegaran, para ver si había noticias nuestras. Y la mañana del miércoles, justo después de desayunar, Kreizler les envió el primer telegrama. En él comunicaba a los hermanos que, por razones que más tarde les explicaría, el sacerdocio había sido eliminado como probable profesión de nuestro objetivo. Se les informaría de otras posibilidades tan pronto como las hubiésemos dilucidado. Luego Laszlo se marchó al St. Elizabeth, mientras yo me dirigía paseando de buen humor por F Street hasta el edificio de la Oficina de Patentes, en el cual estaba la mayoría del personal y los archivos del Ministerio del Interior.
La construcción del enorme edificio neoclásico de la Oficina de Patentes se había acabado en 1867, y su disposición general iba a convertirse en la regla para todos los edificios oficiales de la capital: rectangular, hueca, tan monótona por dentro como por fuera. Las dos manzanas entre las calles Siete y Nueve estaban ocupadas por el mismo tipo de edificios, y una vez allí dentro no fue tarea fácil encontrar el despacho de Hobart. Sin embargo, aquella vastedad al final resultó una bendición pues mi presencia no despertó ningún comentario: había centenares de empleados federales deambulando por los pasillos de las cuatro alas del edificio, la mayoría de ellos desconocedores de la identidad y función de cada uno de los otros. Hobart, en absoluto perjudicado por las actividades de la noche anterior, había encontrado un pequeño escritorio para mí en un rincón de una de las salas de archivos, y había metido mano en el primer grupo de carpetas que tendría que investigar: informes de varios puestos fronterizos y de centros administrativos que se remontaban a 1881, relacionados con incidentes violentos entre los colonos y distintas tribus de los Sioux.
Durante los dos días siguientes vi muy poco de Washington, aparte de mi pequeño rincón en aquella polvorienta sala de archivos. Como suele ocurrir durante los largos períodos de investigación en un lugar sin ventanas, la realidad pronto empezó a perder su influencia sobre mi mente, y las horripilantes descripciones de masacres, asesinatos y represalias que yo leía con atención adquirieron una intensidad que no habrían tenido si las hubiera leído, pongamos por caso, en uno de los parques de la ciudad. Inevitablemente me distraje con historias que yo sabía no guardaban nada prometedor para nosotros— descripciones de asesinatos que se habían solucionado hacía mucho tiempo, cuyas características más notables no tenían nada que ver con nuestro caso—, pero que resultaban tan morbosamente fascinantes por méritos propios que necesitaba saber cómo habían concluido. Hay que reconocer que había algunas historias que no por predecibles eran menos horrorosas, sobre hombres, mujeres y niños que habían soportado una vida dura y solitaria en tierras indómitas, sólo para morir a sangre fría a manos de los nativos. Estos asesinatos eran generalmente una represalia por tratados que se habían roto, o por otros acuerdos legales cuya negociación y violación no había sido obra de los colonos. Pero afortunadamente tales historias eran pocas. La mayoría de los informes eran actos de venganza por parte de los Sioux, graves pero comprensibles si se comparaban con las abominables traiciones de los soldados blancos, de los agentes indios (la Oficina de Asuntos Indios era la agencia más corrupta de un ministerio conocido por su corrupción) y de los traficantes de armas y de whisky, contra los que habían cometido tales actos. Leer aquellas historias me recordó vivamente la preocupación con que Franz Boas y Clark Wissler habían enfocado nuestra investigación: el ciudadano medio de Estados Unidos, profundamente receloso de las tribus indias, desconocía por completo la existencia de archivos como los que yo estaba explorando, y por tanto de la auténtica situación de los asuntos blancos-indios. La mayoría habrían necesitado tan sólo la sugerencia de que había un vínculo entre cualquier grupo de indios y el tipo de comportamiento que nuestro asesino había exhibido para ver confirmadas sus desinformadas opiniones.
A última hora del miércoles, después de terminar mi primera y larga jornada en los sótanos del Ministerio del Interior, Kreizler y yo nos reunimos en su habitación del Willard para comparar notas. El director del St. Elizabeth había resultado ser una persona tan problemática como había parecido por teléfono, y Kreizler se había visto obligado a recurrir a Roosevelt— quien a su vez había pedido a un amigo suyo de la oficina del procurador general que llamara al director— para tener acceso a los archivos del hospital. La gestión le había llevado a Kreizler la mayor parte del día, y aunque había tenido tiempo de conseguir una lista de soldados que habían servido en el ejército del Oeste y posteriormente habían sido enviados al St. Elizabeth debido a una discutible inestabilidad mental, su estado de ánimo cuando nos encontramos era de gran decepción: a pesar de que el hombre que había motivado la carta original del St. Elizabeth había sido efectivamente un soldado, al parecer también había nacido y se había criado en el Este, y nunca había servido más al oeste de Chicago.
— Supongo que por Chicago ya no debe de haber bandas de indios merodeadores, ¿verdad?— pregunté mientras Laszlo estudiaba una hoja en la que se detallaban circunstancias relacionadas con los antecedentes y servicios de aquel hombre.
— No— me contestó Kreizler en voz baja—. Y es una verdadera lástima porque hay otros muchos detalles que recomendarían a este individuo.
— Entonces será mejor que no nos entretengamos con él porque tenemos a varios candidatos. Hasta el momento Hobart y yo hemos encontrado cuatro casos de asesinatos con mutilación en Dakota y en Wyoming. Todos cometidos cuando los Sioux y las unidades del ejército estaban en estrecho contacto.
Kreizler dejó con gran esfuerzo la hoja de papel a un lado y alzó la vista.
— ¿Había implicado algún chiquillo?
— En dos de los cuatro— contesté—. En el primer caso, dos chiquillas murieron junto con sus padres, y en el segundo una niña y un niño de un orfanato murieron con su abuelo, que era quien cuidaba de ellos. El problema está en que en ambos casos sólo fueron mutilados los adultos.
— ¿Se formuló alguna teoría al respecto?
— En los dos casos se dio por sentado que eran incursiones de represalia por parte de grupos de guerreros. Pero hay un detalle interesante en el caso relacionado con el abuelo. Ocurrió a finales de otoño del ochenta y nueve, cerca de Fort Keough, durante el período en que se desmanteló la última gran reserva. Había muchos Sioux descontentos por allí, la mayoría seguidores de Toro Sentado y de otro jefe llamado…— repasé rápidamente las notas con un dedo— Nube Roja. Lo cierto es que un pequeño destacamento de caballería dio con la familia asesinada, y el teniente que iba al mando atribuyó en un principio el crimen a algunos de los seguidores más belicosos de Nube Roja. Pero uno de los soldados más veteranos de la compañía dijo que la banda de Nube Roja no había hecho incursiones asesinas en los últimos tiempos, y que el abuelo muerto tenía un historial de continuas rencillas con los agentes de la Oficina y militares de otro fuerte. El Robinson, creo que era. Según parece, el anciano había denunciado a un sargento de caballería del Robinson por tratar de abusar sexualmente de su nieto. Da la coincidencia de que el sargento de la unidad se encontraba en la zona de Fort Keough cuando la familia fue asesinada.
Kreizler no había mostrado mucho interés hasta ese momento, pero estos últimos hechos parecieron intrigarle.
— ¿Conocemos el nombre del militar?
— No se incluía en el informe. Hobart piensa investigar un poco mañana en el Ministerio de la Guerra.
— Bien. Pero asegúrate de telegrafiar por la mañana a los sargentos detectives la información que ahora disponemos. Puede que sigan los detalles.
A continuación repasamos los demás casos que yo había seleccionado, pero por varios motivos al final los descartamos todos. Seguidamente nos sumergimos en la pila de nombres que Kreizler había conseguido en el St. Elizabeth, y durante las horas que siguieron logramos descartarlos a todos excepto unos pocos. Finalmente, pasada ya la una de la madrugada, me retiré a mi habitación y me serví un buen vaso de whisky con soda, pero me quedé dormido con la ropa puesta cuando apenas había bebido la mitad.
El jueves por la mañana volvía a estar en mi escritorio del Ministerio del Interior, perdido en más historias de muertes sin resolver en la zona fronteriza. A eso del mediodía, Hobart regresó de su breve viaje al Ministerio de la Guerra, donde había averiguado un hecho decepcionante: el sargento de caballería que figuraba en el caso del asesinato del abuelo tenía cuarenta y cinco años en la época del suceso. Esto hacía que tuviera cincuenta y dos en 1896: demasiado viejo para encajar en el retrato que habíamos bosquejado de nuestro asesino. No obstante, pensé que valía la pena tomar nota de su nombre y de su último paradero conocido (había abierto una tienda de telas en Cincinnati después de retirarse del ejército), por si nuestra hipótesis referente a la edad resultaba equivocada.