— ¿Y por qué a ellos?
Wissler volvió a encender la pipa, poniendo gran cuidado en mantener la cerilla lejos de las plumas de águila.
— Los Sioux poseen un complejo grupo de mitos concernientes al mundo de la muerte y del espíritu. Nosotros todavía estamos recogiendo datos y ejemplos, tratando de comprender el total entramado de sus creencias. Pero básicamente cada nagi, o espíritu de hombre, se halla gravemente afectado no sólo por la forma en que este hombre muere sino también por lo que le pasa a su cuerpo inmediatamente después de morir. Deben saber que antes de embarcarse para el largo viaje a la tierra de los espíritus, el nagi permanece cerca del cuerpo durante algún tiempo, preparándose para el viaje, como si dijéramos. Al nagi se le permite coger cualquier objeto útil que el hombre poseyera en vida, a fin de ayudarlo en el viaje y enriquecer su vida en el más allá. Pero el nagi también adopta cualquier forma que tuviera el cuerpo en el momento de morir. Ahora bien, si un guerrero mata a un enemigo al que admira, no debe mutilarle el cuerpo, pues el enemigo muerto, según la otra parte del mito, debe servir al guerrero en la tierra de los espíritus… ¿y a quién le apetece tener a un criado mutilado? Pero si un guerrero odia verdaderamente a su enemigo y no desea que disfrute de todos los placeres en la tierra de los espíritus, entonces puede infligirle algunas de las cosas que usted me ha contado. La castración, por ejemplo, ya que en la visión que los Sioux tienen de la otra vida, los espíritus machos pueden copular con los espíritus hembras sin que éstas queden embarazadas. Como es obvio, cortar los genitales a un hombre muerto significa que éste no podrá disfrutar de este aspecto tan atrayente en la tierra de los espíritus. También allí se celebran juegos y competiciones de fuerza; un nagi al que le falte una mano, o algún órgano vital, no podrá desempeñar un buen papel en ellos. Por eso en los campos de batalla hemos presenciado muchos ejemplos de mutilaciones como éstas.
— ¿Y también piensan lo mismo respecto a los ojos?— pregunté.
— Los ojos son algo distinto. Mire usted, el viaje del nagi al mundo de los espíritus implica una prueba muy peligrosa: tener que cruzar un gran río mítico sobre un tronco muy delgado. Si el nagi teme esta prueba, o fracasa en ella, debe regresar a nuestro mundo y deambular por él eternamente, como un fantasma sin rumbo y solitario. Como es lógico, un espíritu que no puede ver no tiene ninguna posibilidad de emprender el gran viaje, y quedará predestinado. Los Sioux no se toman esto a la ligera. Hay pocas cosas a las que teman tanto como a deambular perdidos por este mundo después de la muerte.
Kreizler estaba anotándolo todo en su pequeño bloc y empezó a asentir en cuanto hubo registrado este último dato.
— ¿Y las diferencias entre las mutilaciones de los Sioux y las que le hemos contado?
— Bueno…— Wissler dio una chupada a la pipa y reflexionó—. Hay algunas cuestiones importantes y algunos detalles que hacen que los ejemplos que me han expuesto se aparten de las costumbres de los Sioux. Lo más destacado son la extirpación del trasero y la afirmación de canibalismo. Los Sioux, al igual que la mayoría de tribus indias, sienten horror al canibalismo. Es una de las cosas que más desprecian entre los blancos.
— ¿Los blancos?— pregunté—. Pero nosotros… En fin, seamos justos, nosotros no somos caníbales.
— Generalmente, no— contestó Wissler—. Pero se han dado notables excepciones, de las que los indios están enterados. ¿Se acuerdan del grupo de colonos de Donner, en 1847? Se vieron atrapados y sin comida durante meses en un paso de las montañas cerrado por la nieve. Algunos se devoraron entre sí, dando origen a un montón de historias entre las tribus del Oeste.
— Pero…— sentí la necesidad de seguir protestando—, bueno uno no puede enjuiciar a toda una cultura por lo que hayan hecho unos pocos…
— Por supuesto que no, Moore— intervino Kreizler—. Recuerda el principio que establecimos respecto a nuestro asesino: debido a sus experiencias pasadas, a sus primeros encuentros con un número relativamente pequeño de gente, ha llegado a ver al mundo en su totalidad de una forma muy distinta. Podríamos calificarlo de actitud errónea, pero teniendo en cuenta su pasado no puede hacer otra cosa. Pues bien, aquí reina el mismo principio.
— Las tribus del Oeste se hallan en contacto con una muestra muy reducida de la sociedad blanca, señor Moore— convino Wissler—. Y además está la falta de comunicación, que agrava estas impresiones originales. Por ejemplo, años atrás, en una ocasión en que el jefe Sioux Toro Sentado estaba cenando con unos hombres blancos, se sirvió cerdo. Como él nunca había probado esta carne pero había oído la historia del grupo de Donner, inmediatamente supuso que se trataba de carne de hombre blanco. Ésta es la forma en que a veces las culturas llegan a conocerse mutuamente.
— ¿Y qué me dice de las otras diferencias?— preguntó Kreizler.
— Bueno, está el asunto de meterles los genitales en la boca. Esto es algo gratuito, que en cierto modo carecería de sentido para los Sioux. Ya se ha emasculado al espíritu del hombre. Meterle los genitales en la boca no serviría a ningún propósito práctico. Pero por encima de todo está el hecho de que esas víctimas sean unos niños, unos chiquillos.
— Oiga, aguarde un momento— repliqué—. Las tribus indias han masacrado criaturas. Eso lo sabemos todos.
— Cierto— admitió Wissler—. Pero no cometerían este tipo de mutilación ritual contra ellos. Al menos no los Sioux que se preciaran de serlo. Estas mutilaciones se llevan a cabo contra los enemigos cuando se desea la seguridad de que nunca encuentren la tierra de los espíritus o de que no puedan disfrutar de ella cuando lleguen allí. Hacer esto a un chiquillo… En fin, sería lo mismo que admitir que consideran al chiquillo como una amenaza, como un igual. Sería una cobardía, y los Sioux son muy susceptibles por lo que respecta a la cobardía.
— Permita que le formule esta pregunta, doctor Wissler— dijo Kreizler, dando un vistazo a sus notas—. ¿Sería la conducta que le hemos descrito consecuente con alguien que hubiese presenciado mutilaciones indias pero que ignorara en gran medida su significado cultural para interpretarlas como algo más que un acto salvaje? Tal vez pensara al imitarlas que la brutalidad de las acciones haría que parecieran obra de indios.
Wissler sopesó la idea y asintió, al tiempo que sacudía el tabaco quemado de la pipa.
— Sí. Más o menos, así es como lo veo, doctor Kreizler.
Y luego los ojos de Laszlo adquirieron aquella expresión de tenemos que irnos, conseguir un coche y regresar al cuartel general. Alegó asuntos urgentes a Wissler, quien deseaba seguir charlando, y le prometió que pronto volvería a hacerle una visita. Luego se precipitó a la puerta, dejándome que pidiera disculpas más extensamente por la repentina marcha, la cual, no sin sorpresa por mi parte, a Wissler pareció tenerle sin cuidado. Las mentes científicas saltan de un sitio a otro como un sapo enamorado, pero parecen aceptar esa misma conducta en los demás.
Cuando alcancé a Kreizler en la calle, ya había parado un cabriolé y se disponía a subir a él. Convencido de que había muchas posibilidades de que me dejara allí si no me daba prisa, bajé la acera corriendo y salté al interior del carruaje, cerrando la portezuela incluso antes de sentarme.
— ¡Cochero! ¡Al ochocientos ocho de Broadway!— le ordenó mi amigo, y luego empezó a sacudir el puño en el aire—. ¿Te das cuenta, Moore? ¿Te das cuenta? ¡Nuestro hombre ha estado allí! ¡Lo presenció! Además define este comportamiento como horrible y asqueroso, más asqueroso que un piel roja, y aun así se considera a sí mismo sucio. Combate estos sentimientos con rabia y violencia, pero cuando mata sólo consigue hundirse todavía más, a un nivel que él desprecia más aún, hasta lo más hondo, hasta alcanzar el comportamiento más animal que él es capaz de imaginar… Imitando el comportamiento de los indios, pero convirtiéndolo mentalmente en más indio incluso que el de los mismos indios.
— ¿Entonces ha estado en la frontera?— Fue todo lo que aquello significaba para mí.
— Ha tenido que estar en la frontera— dijo Laszlo—. O de pequeño o como soldado… Con un poco de suerte, podremos aclarar esto a través de las pesquisas en Washington. Y te aseguro una cosa, John: pudimos equivocarnos anoche, pero hoy estamos más cerca.
Podíamos estar más cerca, pero por desgracia no tanto como creía Laszlo. Al llegar a nuestro cuartel general supimos que a pesar de los contactos de Theodore, Sara y Lucius no habían conseguido nada en el Ministerio de la Guerra. Toda la información relacionada con soldados hospitalizados o declarados inútiles para el servicio por problemas de salud mental era secreta y no podía difundirse por teléfono. Todo parecía indicar que un viaje a Washington era doblemente importante; de momento todas las pistas parecían conducirnos lejos de Nueva York, pues tanto si nuestro asesino se había criado de hecho en la frontera con el Oeste como si había servido en las unidades militares que patrullaban aquellas regiones, alguien tendría que ir allí para ver si existía algún rastro que nos proporcionara pruebas.
Pasamos el resto de la mañana estudiando algunos puntos, tanto en el tiempo como en el mapa, donde pudiésemos buscar ese rastro. Al final dimos con dos áreas que lo incluían todo: o nuestro asesino había presenciado en su infancia las brutales campañas contra los Sioux que habían conducido y luego seguido a la muerte del general Custer en Little Big Horn en 1876, o había participado como soldado en la brutal represión de los miembros insatisfechos de las tribus Sioux que había culminado en la batalla de Wounded Knee Creek en 1890. En cualquier caso, Kreizler estaba ansioso porque alguien efectuara de inmediato el viaje al Oeste, ya que sospechaba— según nos dijo— que la primera vez que el asesino había probado el sabor de la sangre no había sido durante el crimen de los hermanos Zweig. Y si el hombre había cometido efectivamente algún asesinato en el Oeste, ya fuera antes o durante su servicio militar, en algún sitio tendría que haber constancia del caso. Es cierto que un asesinato de este tipo debería haber quedado sin solución, casi con toda seguridad, en la época en que se cometió, y que con toda probabilidad se habría atribuido al saqueo de los indios; pero aun así tendría que haber documentos sobre el caso, ya fuera en Washington o en algún despacho de la Administración, en el Oeste. Y aun en el caso de que semejante asesinato no se hubiera producido, de todos modos necesitábamos enviar agentes allí para seguir cualquier rastro que pudiera descubrirse en la capital. Tan sólo visitando las auténticas localidades involucradas en el caso podríamos descubrir exactamente qué era lo que le había ocurrido a nuestro hombre, y de este modo predecir con toda exactitud sus movimientos en el futuro.
Kreizler planeaba hacer él mismo el viaje a Washington, pero cuando le dije que yo conocía a un buen número de periodistas y empleados del Gobierno en la ciudad— incluido un contacto especialmente bueno en la Oficina de Asuntos Indios del Ministerio del Interior— juzgó conveniente que le acompañara. Esto dejaba al margen a Sara y a los Isaacson, que estaban ansiosos por realizar el viaje al Oeste. Pero alguien tenía que quedarse en Nueva York para coordinar los distintos empeños. Después de mucho discutir, decidimos que Sara era la persona más adecuada para esa labor dado que aún hacía— y se esperaba que siguiera haciendo— ocasionales apariciones por la Jefatura de Policía en Mulberry Street. Aunque amargamente decepcionada por perderse el viaje al Oeste, Sara captó perfectamente cuál era la situación y aceptó su cometido con el mayor ánimo posible.
Por otra parte, Roosevelt era la persona idónea para poner en contacto a los Isaacson con los exploradores de los estados occidentales, y cuando le telefoneamos explicándole el proyecto se mostró fogosamente entusiasmado, amenazando con acompañar él mismo a los dos detectives. Sin embargo le hicimos ver que la prensa le seguía donde fuera, especialmente cuando viajaba al Oeste. Los reportajes sobre sus partidas de caza y las fotos luciendo su traje de ante con flecos garantizaban la venta de los periódicos y revistas en donde se publicaran, de manera que era natural que se formularan preguntas sobre con quién viajaba y por qué motivos. Pero nosotros no podíamos permitirnos este tipo de publicidad. Además, con la batalla de poderes en Mulberrv Street sobre la introducción de una nueva y tal vez definitiva fase de la reforma, el principal exponente de ésta en la Jefatura de Policía no podía largarse sin más y desaparecer en las tierras salvajes.
Así que los Isaacson tendrían que marcharse solos. Y llegamos a la conclusión de que si partían inmediatamente, ya estarían en su destino cuando Laszlo y yo dispusiéramos de alguna información útil que telegrafiarles desde Washington. Por tanto, cuando Marcus se presentó en el 808 de Broadway después de revelar las fotografías de su ojo (las cuales resultaron un rotundo fracaso, a pesar de lo que hubiera escrito el señor Julio Verne), se quedó sorprendido al enterarse de que a la mañana siguiente saldría para Deadwood, en Dakota del Sur. Desde allí, él y su hermano seguirían hacia el sur, hasta la reserva y agencia Sioux de Pine Ridge, donde empezarían a investigar todos los casos de asesinato con mutilaciones llevados a cabo entre los últimos diez y quince años, y que no se hubiesen solucionado. Mientras tanto, yo utilizaría mis contactos en la Oficina de Asuntos Indios para seguir la misma línea de investigación en Washington. Kreizler, por su lado, presionaría al Ministerio de la Guerra y al hospital St. Elizabeth para conseguir información sobre los soldados del Oeste declarados inútiles por motivos de inestabilidad mental, al tiempo que investigaría más cosas sobre el individuo que se mencionaba en la carta que nos habían escrito desde el St. Elizabeth.
Cuando finalizamos de poner a punto todo esto ya era la última hora de la tarde, y el peso de una noche sin dormir empezaba a dejarse sentir con toda su fuerza sobre nosotros. Por otra parte había que hacer algunos preparativos de orden doméstico, además del equipaje, como es lógico. Dedicimos acortar la jornada y nos despedimos, aunque el agotamiento oscureció la solemnidad del momento. La verdad es que no creo que los Isaacson se dieran realmente cuenta de que al levantarse por la mañana iban a coger un tren para cruzar medio continente. Tampoco Kreizler ni yo estábamos en mejor forma. Cuando sólo quedaba Sara, ésta anunció que tenía intención de pasar a recogernos con un coche al día siguiente para acompañarnos a la estación: sin duda la mirada casi de muerto que debió ver en el rostro de cada uno de nosotros debió hacerle dudar de que fuéramos capaces de levantarnos de la cama, y mucho menos de coger un tren.