Nos levantamos temprano e intentamos infructuosamente sortear la oferta de desayuno que nos hizo el posadero, consistente en café y tortas de masa harinosa y dura. El cielo se había despejado, evidentemente sin derramar ni una gota de lluvia, y delante de la posada nos esperaba el birlocho, con nuestro cochero a bordo y preparado para partir. Durante la casi media hora de viaje hacia el norte apenas vimos indicios de actividad humana; luego apareció ante nosotros un rebaño de vacas lecheras que pastaban en un prado salpicado de hoyos y de rocas, tras el que se elevaba un pequeño grupo de construcciones, en medio de un robledal. Al aproximarnos a los edificios— una casa y dos graneros— descubrí la silueta de un hombre metido hasta las rodillas en el estiércol del corral, intentando herrar un caballo viejo y cansado.
El hombre, advertí enseguida, tenía poco cabello, y la calva le brillaba bajo el sol de la mañana.
A juzgar por el estado ruinoso de los graneros, cercas y carretas, y por la ausencia de cualquier ayudante o de animales de apariencia particularmente sana, Adam Dury no obtenía grandes beneficios de su pequeño negocio de vacas lecheras. Pocas personas vivían tan cerca de las tristes realidades de la vida como los granjeros pobres, y el ambiente en tales sitios era inevitablemente sobrio. La excitación que experimentamos Kreizler y yo al posar nuestros ojos en aquel hombre al que habíamos encontrado por fin tras tantos kilómetros de viaje, se vio aplacada al instante al advertir cuáles eran sus circunstancias. Y después de bajar del birlocho y ordenarle al cochero que aguardara, nos acercamos a él con cautela.
— Usted perdone… ¿Señor Dury?— pregunté, mientras el individuo seguía luchando con la pata izquierda del viejo caballo.
El animal, de color castaño y cubierto de moscas, con el pellejo descarnado en algunos puntos donde cabría un dedo, no parecía interesado en facilitar la tarea a su amo.
— Sí— contestó el hombre secamente, sin mostrarnos otra cosa que la parte posterior de su cabeza calva.
— ¿El señor Adam Dury?— volví a preguntar, tratando de inducirle a que se diera la vuelta.
— Ustedes deben saberlo, si han venido a verme— contestó Dury, dejando caer por fin, con un gruñido, la pata del animal. Seguidamente se irguió, alcanzando una estatura superior al metro ochenta, y entre irritado y afectuoso dio una palmada al cuello del caballo—. Éste piensa que a fin de cuentas se morirá antes que yo— murmuró, todavía de cara al caballo—, así que para qué mostrarse colaborador. Pero los dos tenemos todavía muchos años de esto por delante, viejo…— Finalmente se volvió, revelando una cabeza con la piel tan tensa que parecía un cráneo color carne. Unos dientes grandes y amarillentos le llenaban la boca, y los ojos en forma de almendra eran de un azul sin vida. Tenía los brazos poderosamente desarrollados y los dedos de las manos parecieron notablemente gruesos y alargados al limpiárselos sobre los gastados pantalones de faenar. Nos estudió detenidamente, con una mueca que no era amistosa pero tampoco hostil—. ¿Y bien? ¿En qué puedo servirles, caballeros?
Puse en marcha directamente— y con bastante desenvoltura, si se me permite decirlo— el pequeño subterfugio que Laszlo y yo habíamos planeado en el tren hacia Boston.
— Él es el doctor Laszlo Kreizler— dije—, y yo me llamo John Schuyler Moore. Soy periodista del New York Times.— Busqué mi billetero y le mostré una identificación profesional—. Reportero de asuntos policiales en realidad. Mis editores me han encargado que investigue algunos de los casos más… Bueno, para ir al grano, algunos de los casos más asombrosos de las últimas décadas que hayan quedado sin solucionar.
Dury asintió, aunque con cierta desconfianza.
— ¿Han venido a preguntarme por mis padres?
— Así es— contesté—. Sin duda habrá usted oído hablar de las recientes investigaciones que se llevan a cabo en el Departamento de Policía de Nueva York.
La estrecha rendija de los ojos de Dury se volvió todavía más estrecha.
— El caso no fue competencia de ellos.
— Es cierto. Pero mis editores están preocupados por el hecho de que tantos casos famosos en el estado de Nueva York no se hayan solucionado ni se hayan seguido investigando. Hemos decidido revisar algunos y averiguar qué ha sucedido en los años transcurridos desde que tuvieron lugar. ¿Le importaría repasar con nosotros los hechos básicos de la muerte de sus padres?
Todos los rasgos de la cara de Dury parecieron cambiar y volver a asentarse en una especie de oleada, como si un estremecimiento de dolor le hubiese recorrido velozmente. Cuando volvió a hablar, el tono de desconfianza había desaparecido de su voz para dar paso al de pena y resignación.
— ¿Quién puede estar ahora interesado en esto? Han pasado más de quince años…
Intenté un gesto de simpatía, al tiempo que de indignación moral.
— ¿Acaso el tiempo justifica no haber hallado la solución, señor Dury? Y usted no está solo, recuérdelo… Hay otra gente que ha visto asesinatos que se quedaban sin resolver y sin vengar, y a la que le gustaría saber por qué.
Dury sopesó la cuestión, y luego negó con la cabeza.
— Esto es asunto suyo. Yo no deseo hablar de ello.
Empezó a alejarse. Pero conociendo como conocía a la gente de Nueva Inglaterra, había intuido esta reacción.
— Claro que habría una gratificación…— anuncié con calma.
Esto le atrapó: se detuvo y se volvió para mirarme.
— ¿Una gratificación?
Le ofrecí un sonrisa amistosa.
— Una gratificación por la consulta— dije—. Nada del otro mundo, comprenda. Digamos… ¿cien dólares?
Consciente de que semejante cantidad significaría de hecho muchísimo para un hombre en apuros, no me sorprendió que los ojos de almendra de Dury dieran un salto.
— ¿Cien dólares?— repitió con abierta incredulidad—. ¿Por hablar?
— En efecto, señor— respondí, sacando el dinero de mi cartera.
Tras pensarlo un segundo, Dury aceptó el dinero. Luego volvió junto a su caballo, le golpeó en la grupa y lo envió a pacer a unas manchas de hierba que crecían cerca del borde del patio.
— Hablaremos en el granero— dijo—. Tengo un trabajo que hacer, y no puedo descuidarlo por…— se alejó varios pasos de nosotros a través del océano de estiércol— historias de fantasmas.
Kreizler y yo le seguimos, mucho más aliviados ante el aparente éxito del soborno. Pero nos volvimos a sentir preocupados cuando Dury se volvió al llegar a la puerta del granero y dijo:
— Un momento. ¿Ha dicho que este hombre es doctor? ¿Qué interés tiene en esto?
— Yo hago un estudio del comportamiento criminal, señor Dury— contestó Laszlo, tranquilizador—, así como de los métodos de la policía. El señor Moore me ha pedido que le proporcione asesoramiento de experto en su artículo.
Dury aceptó la explicación, pero no pareció que le hiciera mucha gracia el acento de Kreizler.
— ¿Es usted alemán o suizo?
— Mi padre era alemán, pero yo me he criado en este país.
Dury no pareció muy satisfecho con la explicación de Kreizler, y entró en el granero sin hacer ningún comentario.
En el interior de aquella destartalada construcción, el hedor del estiércol era mucho más intenso, suavizado tan sólo por el aroma dulzón del heno, visible en el altillo encima de nosotros. En el pasado, las desnudas paredes de madera habían estado blanqueadas, pero la mayor parte de la pintura había saltado hasta descubrir toscamente la veteada madera. A través del metro y medio del boquete de la puerta se veía un ruidoso gallinero. Por todos lados había arreos, guadañas, palas, picos, almádenas y cubos, colgando de las paredes y del bajo techo, o tirados por el suelo de tierra. Dury se acercó directamente a un viejo esparcidor de abono, cuyo eje aparecía apoyado sobre una pila de piedras. Nuestro anfitrión cogió un mazo y, golpeando contra la rueda que estaba de cara a nosotros, al final la sacó de su encaje. Luego Dury resopló con cierta contrariedad y empezó a manipular el extremo del eje.
— De acuerdo— dijo, cogiendo un cubo de espesa grasa, sin mirarnos en ningún momento—. Hagan sus preguntas.
Kreizler me indicó con un gesto que tal vez fuera mejor que me hiciese cargo de la entrevista.
— Hemos leído las historias que los periódicos publicaron en aquel entonces— empecé—. ¿Podría usted decirnos…?
— ¡Historias de los periódicos!— gruñó Dury—. Entonces supongo que habrán leído que los muy estúpidos sospecharon de mí durante un tiempo.
— Hemos leído que fueron rumores— repliqué—. Pero la policía dijo que nunca…
— ¿Que nunca lo creyó? ¡No poco! Enviaron a sus hombres hasta aquí y nos fastidiaron a mi mujer y a mí durante tres días.
— ¿Está usted casado, señor Dury?— preguntó Kreizler, sin levantar la voz.
Dury miró un segundo a Laszlo, de nuevo con expresión de resentimiento.
— Lo estoy. Hace diecinueve años, aunque no creo sea asunto suyo.
— ¿Hijos?— inquirió Kreizler, con el mismo tono de cautela.
— No— contestó secamente—. Nosotros… Es decir, mi esposa… Yo… No, no tenemos hijos.
— Sin embargo— intervine—, tengo entendido que su esposa testificó que estaba usted aquí cuando tuvo lugar el terrible suceso.
— Esto no significó gran cosa para aquellos idiotas— contestó Dury—. El testimonio de una esposa sirve de muy poco en los tribunales. Tuve que pedirle a un vecino, un hombre que vive a más de quince kilómetros de aquí, que viniera para corroborar que estábamos juntos arrancando un tocón de árbol el mismo día que mis padres fueron asesinados.
— ¿Sabe usted por qué fue tan difícil convencer a la policía?— preguntó Kreizler.
Dury dio un golpe en el suelo con el mazo.
— Estoy seguro de que también habrá leído esto, doctor… No es un secreto. Durante muchos años hubo mala sangre entre mis padres y yo.
Con una mano hice señas a Kreizler.
— Sí, hemos leído algo sobre esto— dije, tratando de sonsacarle más detalles—. Pero las declaraciones de la policía son muy vagas y confusas, y es difícil sacar alguna conclusión, lo cual me parece curioso, teniendo en cuenta que esto era vital para la investigación. ¿Podría aclarárnoslo un poco?
Después de izar la rueda del esparcidor de estiércol sobre un banco, Dury empezó a aporrearla de nuevo.
— Mis padres eran gente dura, señor Moore. Tenían que serlo para hacer el viaje a este país y sobrevivir a la vida que escogieron. Pero aunque ahora puedo decirlo, tales explicaciones escapan a un muchachito que sólo…— Pareció como si una ráfaga de apasionado lenguaje fuera a escapar de la boca de aquel hombre, pero la reprimió con evidente esfuerzo—. Que sólo oye una fría voz, y que sólo siente una dura correa.
— ¿Entonces le pegaban?— inquirí, pensando en las primeras especulaciones que Kreizler y yo habíamos formulado al leer en Washington la historia del asesinato de los Dury.
— No me estaba refiriendo a mí, señor Moore— contestó Dury—. Aunque Dios sabe que ni mi padre ni mi madre rehuían castigarme cuando me portaba mal. Pero no fue eso lo que provocó nuestro… distanciamiento.— Por un momento se quedó mirando una ventana pequeña y sucia, y luego volvió a martillear sobre la rueda—. Yo tenía un hermano… Japheth.
Kreizler asintió cuando yo dije:
— Sí, hemos leído algo sobre él. Una tragedia. Lo lamentamos.
— ¿Lo lamentan? Sí, supongo que sí. Pero le diré una cosa, señor Moore… Hicieran lo que hiciesen aquellos salvajes con mi hermano, no fue más trágico que lo que habría tenido que soportar en manos de sus propios padres.
— ¿Tan crueles fueron?
Dury se encogió de hombros.
— Tal vez algunos no los considerarían así. Pero yo así los veía, y aún los veo… Bueno, él era un chico extraño en algunos aspectos, y la forma en que mis padres reaccionaron ante su conducta tal vez parezca… natural a alguien de fuera. Pero no lo era. No, señor. Había maldad en todo, en algo…— La atención de Dury se distrajo un momento, y luego sacudió la cabeza—. Lo siento. Ustedes querían saber sobre el caso.
Pasé la siguiente media hora formulándole a Dury algunas preguntas obvias sobre lo que había ocurrido aquel día de 1880, pidiéndole que aclarara algunos detalles sobre los que en realidad no teníamos dudas, como treta para disimular lo que verdaderamente nos interesaba. Luego, preguntándole por qué unos indios iban a querer asesinar a sus padres, logré conducirle a una explicación más detallada de cómo era la vida en su hogar durante los años en que residieron en Minnesota. A partir de ahí no fue muy difícil extender la conversación a una historia más general sobre el comportamiento de la familia. Mientras Dury lo relataba, Laszlo sacó disimuladamente su pequeño bloc y, en silencio, empezó a anotar un resumen de lo acontecido.
Aunque había nacido en New Paltz en 1856, los primeros recuerdos de Adam Dury empezaban a los cuatro años, cuando la familia se había vuelto a establecer en Fort Ridgey, Minnesota, un puesto militar dentro de la agencia Sioux más al sur. Los Dury vivían en una cabaña de troncos de una sola habitación, a poco más de un kilómetro y medio del fuerte. La residencia ofrecía al joven Adam una excelente atalaya para observar la relación que mantenían sus padres. Como ya sabíamos, su padre era un hombre estrictamente religioso, y no hacía ningún esfuerzo por edulcorar los sermones que daba a los Sioux curiosos que acudían a escucharle. Sin embargo, Kreizler y yo nos sorprendimos al enterarnos de que, a pesar de su rigidez vocacional, el reverendo Dury no había sido especialmente cruel ni violento con su hijo mayor; todo lo contrario, Adam dijo que sus primeros recuerdos con su padre eran felices. Es cierto que el reverendo podía impartir dolorosos castigos cuando hacía falta, pero por lo general era la señora Dury la que se encargaba de tal cometido.
Al hablar de su madre, la expresión de Adam Dury se hizo más sombría y su voz más insegura, como si hasta su recuerdo albergara una tremenda fuerza amenazante. La señora Dury, fría y estricta, al parecer no había ofrecido gran cosa a su hijo en afecto ni cuidados; de hecho, al escuchar la descripción que él hacía de su madre, no pude evitar pensar en Jesse Pomeroy.
— Por mucho que me doliera verme rechazado por ella— dijo Dury, mientras intentaba encajar nuevamente la rueda reparada en el esparcidor de estiércol—, pienso que su actitud distante hería todavía más a mi padre pues no era una auténtica esposa para él. Ella realizaba todas las tareas domésticas y mantenía la casa muy limpia, a pesar de lo precario de nuestra situación. Pero cuando se vive en el reducido espacio de una habitación, caballeros, no se puede evitar ser consciente de los aspectos más… íntimos del matrimonio de los padres. O de la ausencia de éstos.