El alienista (55 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
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Reflexioné un momento.

— No podemos saberlo— concluí finalmente—. No tenemos experiencia. Sin embargo…— Me levanté y me dirigí hacia la oficina de telégrafos.

— ¡Moore!— me llamó Kreizler, siguiéndome—. ¿Adónde diablos vas?

Necesité sólo cinco minutos para condensar los aspectos clave de la investigación de Sara en un telegrama, que mandé a la oficina de telégrafos de Fort Yates, en Dakota del Norte. El mensaje concluía con una única petición: ACONSEJAD RUMBO A SEGUIR.

Pasamos el resto de la velada en el comedor del Willard, hasta que el personal nos informó que tenían que irse a casa. Dado que acostarnos estaba totalmente fuera de lugar, decidimos dar un paseo por los alrededores de la Casa Blanca, fumando e imaginando cualquier posible cambio en la historia que habíamos oído aquella noche, a la vez que buscábamos una forma de relacionarla con el cabo John Beecham. Seguir la pista de Dury llevaría tiempo, esto era cada vez más obvio, y aunque ninguno de los dos se atrevía a reconocerlo, sabíamos que si perdíamos ese tiempo lo más probable sería que cuando el asesino efectuara el siguiente intento no estuviéramos mejor preparados para impedírselo de lo que lo estábamos en Pentecostés. Teníamos que decidir entre dos posibilidades de acción, las dos llenas de riesgos. Mientras deambulábamos sin rumbo por la noche de Washington, Kreizler y yo nos sentíamos realmente paralizados.

Fue una suerte que a nuestro regreso al Willard el recepcionista tuviera un telegrama para nosotros. Procedía de Fort Yates, y debían de haberlo enviado segundos después de que los Isaacson llegaran a ese destino. Aunque breve, no había dudas en el tono: LA PISTA ES SOLIDA.

SÍGANLA.

33

El anuncio del amanecer nos pilló en un tren que nos llevaba a Nueva York, donde pasaríamos por el número 808 de Broadway antes de seguir hasta Newton, en Massachusetts. Habría sido imposible hacer algo constructivo en Washington— ni siquiera dormir— una vez que vimos confirmada nuestra decisión de seguir la pista a Dury; por otro lado, el viaje en tren al norte satisfaría al menos las ansias de acción y nos permitiría descansar tranquilamente durante unas horas. Al menos éstas eran mis esperanzas cuando subí a bordo; pero no llevaba mucho rato dormitando en el oscuro compartimiento cuando una profunda sensación de inquietud me trastornó. Encendí una cerilla para intentar determinar si había alguna base racional para mi miedo y vi a Kreizler, sentado frente a mí, mirando por la ventanilla del compartimiento hacia el oscuro paisaje que pasaba veloz.

— Laszlo— le llamé inquieto, estudiando sus ojos bajo la luz anaranjada de la cerilla—. ¿Qué sucede? ¿Ocurre algo?

Kreizler se frotaba los labios con el nudillo del índice de la mano izquierda.

— La morbosa imaginación— murmuró.

De pronto solté un bufido cuando el fósforo me quemó los dedos. Dejé que la llama cayera al suelo y se extinguiera, y murmuré hacia la renacida oscuridad.

— ¿Qué imaginación? ¿De qué estás hablando?

— Yo personalmente lo he leído y sé que es cierto— murmuró, citando la carta de nuestro asesino—. El tema del canibalismo… Habíamos dado la explicación de que se trataba de una imaginación morbosa, impresionable.

— ¿Y?

— Las fotos, John…— contestó Laszlo, y aunque no podía ver su rostro en el compartimiento, su voz seguía siendo tensa—. Las fotografías de los colonos masacrados. Hemos dado por sentado que nuestro hombre había estado en la frontera en algún momento de su vida, que sólo la experiencia personal podía proporcionarle un modelo para sus actuales asesinatos abominables.

— ¿Quieres decir que las fotos de Victor Dury podían servir a tales propósitos?

— No para todo el mundo. Pero sí para este hombre, dada la impresionabilidad creada por una infancia de violencia y temores. Acuérdate de la explicación que dimos respecto al canibalismo… Que era algo que había leído, o tal vez oído, probablemente de pequeño. Una horripilante historia que dejó una impresión perdurable. ¿No producirían unas fotos un efecto mucho más intenso en una persona que se caracteriza por una imaginación obsesiva y morbosa?

— Es posible, desde luego. ¿Estás pensando en el hermano desaparecido?

— Sí. En Japheth Dury.

— ¿Pero por qué iba alguien a enseñar estas cosas a un niño?

— Más asqueroso que un piel roja…— contestó Kreizler, distraído.

— ¿Cómo dices?

— No estoy seguro, John. Puede que diera casualmente con ellas. O tal vez se utilizaran como instrumento disciplinario. Más respuestas que hallaremos en Newton, espero.

Pensé un momento en el asunto, luego percibí que mi cabeza oscilaba hacia atrás, hacia el asiento donde me hallaba tendido.

— Bueno— dije finalmente, cediendo al peso de la cabeza—, si no descansas un poco, no estars en condiciones de hablar con nadie. Ni en Newton ni en ninguna otra parte.

— Lo sé— dijo Kreizler; luego sentí que se removía en el asiento—. Pero el pensamiento no me deja…

La siguiente cosa que recuerdo fue que estábamos en la estación Grand Central. Los portazos y los golpes de los bultos contra las paredes de nuestro compartimiento me habían despertado bruscamente. Sin un aspecto mejor después de la agitada noche, Kreizler y yo bajamos del tren y salimos de la estación a una mañana encapotada y triste. Puesto que Sara no estaría aún en el cuartel general, decidimos detenernos en nuestras respectivas casas y reunirnos en el 808 cuando pareciéramos algo más humanos. Yo me concedí otras dos horas de sueño y un espléndido baño en Washington Square, y después desayuné con mi abuela. La tranquilidad mental que afortunadamente se había instalado en ella después de la ejecución del doctor H H Holmes, empezaba a desaparecer: durante el desayuno advertí que repasaba nerviosamente las últimas páginas del Times en busca de la siguiente amenaza mortal con la que preocuparse durante las horas nocturnas. Me tomé la libertad de señalarle lo inútil de tal empeño, a lo cual me replicó con bastante sequedad que no era su intención aceptar consejos de alguien que consideraba apropiado suicidarse públicamente, no en una ciudad sino en dos, dejándose ver con ese doctor Kreizler.

Harriet me preparó una bolsa con ropa limpia para el viaje a Newton, y a las nueve en punto me encontraba en el ascensor del 808 de Broadway, atiborrado de café y francamente animoso. Ahora que había vuelto, parecía como si hubiese estado lejos del cuartel general más de cuatro días, y ansiaba ver de nuevo a Sara con desinhibido entusiasmo. Al llegar al sexto piso me la encontré en íntima conversación con Kreizler. Sin embargo, decidido a ignorar por completo lo que pudiera haber entre ellos, me abalancé sobre Sara y la abracé con fuerza, haciéndole dar vueltas.

— ¡Eh, John!— protestó Sara, sonriendo—. Me tiene sin cuidado que estemos en primavera… ¡Ya sabes lo que ocurrió la última vez que te propasaste!

— ¡Oh, no!— exclamé, soltándola en el acto—. Con un baño en el río ya es suficiente. Bueno, ¿te ha puesto Laszlo al corriente?

— Sí— contestó Sara, arreglándose el moño que llevaba en la nuca, y con los ojos verdes centelleantes—. Los dos os lleváis la parte más divertida, pero acabo de decirle al doctor Kreizler que si pensáis que voy a quedarme aquí sentada un minuto más, mientras vosotros salís de estampida hacia otra aventura, estáis muy equivocados.

Me sentí más animado.

— ¿Vas a venir a Newton?

— He dicho que quería aventura— replicó, abanicándome la nariz con una hoja de papel—, y verme encerrada en un tren en vuestra compañía me temo que no colmaría mis deseos. No, el doctor Kreizler dice que alguien tiene que ir a New Paltz.

— Hace unos minutos ha telefoneado Roosevelt— me informó Laszlo—. Al parecer el apellido Beecham está inscrito en varios registros de la ciudad.

— Vaya— dije yo—. Entonces esto quiere decir que Japheth Dury no se transformó en John Beecham…

Kreizler se encogió de hombros.

— De lo único que podemos estar seguros es de que se trata de una complicación más. Y que hay que investigarlo. Sin embargo, tú y yo tenemos que ir a Newton lo antes posible, y con los detectives fuera, la única que queda es Sara. Al fin y al cabo se trata de su tierra… Ella creció en la región y seguro que sabrá cómo congraciarse con las autoridades locales.

— ¡Oh, sin duda!— exclamé—. ¿Y qué me dices de coordinar aquí las cosas?

— Es una labor que hemos sobreestimado— replicó Sara—. Dejemos que se encargue Stevie, al menos hasta que Cyrus pueda abandonar la cama. Además, yo no estaré fuera más de un día.

Le lancé una mirada lujuriosa.

— ¿Y cuál es mi contribución en este plan?

Sara giró bruscamente, apartándose.

— Eres un cerdo, John. Además, el doctor Kreizler ya ha dado su aprobación.

— Entiendo— dije—. Bueno, pues… Eso es todo, supongo. Mi opinión importa un comino.

Y así fue cómo Stevie Taggert quedó con las manos libres para saquear los cigarrillos de nuestro cuartel general. Cuando al mediodía lo dejamos encargado del lugar, me dio la impresión de que sería capaz de fumarse la tapicería de las sillas de la marquesa Carcano si no encontraba nada mejor… Stevie prestó cuidadosa atención a las instrucciones de Laszlo sobre cómo contactar con nosotros mientras estuviésemos fuera pero cuando estas instrucciones se convirtieron en un discurso de advertencia sobre los males de la adicción a la nicotina, pareció como si el muchacho ensordeciera de pronto. Apenas habíamos entrado en el ascensor cuando Laszlo, Sara y yo oímos ruidos de cajones y armarios que se abrían y cerraban. Kreizler se limitó a suspirar, consciente de que por el momento tenía cosas más importantes a las que atender. Pero yo sabía que en cuanto nuestro caso quedara resuelto, en la casa de la calle Diecisiete se oirían muchos sermones sobre la vida sana.

Los tres nos detuvimos brevemente en Gramercy Park para que Sara pudiera recoger algunas cosas (en caso de que su visita a New Paltz se prolongara más de lo que imaginábamos), y después ideamos otro pequeño subterfugio con las mismas trampas que habíamos utilizado antes de nuestro viaje a Washington. Luego regresamos a la estación Grand Central. Sara salió presurosa a comprar un billete para la línea del Hudson, mientras Kreizler y yo comprábamos los nuestros en la ventanilla para la línea de New Haven. Al igual que el lunes, las despedidas fueron breves y poco efusivas entre Kreizler y Sara: empezaba a creer que me había equivocado con ellos, lo mismo que con el cura renegado responsable de los asesinatos. Nuestro tren para Boston salió a la hora, y antes de que pasara mucho rato cruzamos por la parte oriental del condado de Westchester y entramos en Connecticut.

En líneas generales, la diferencia entre nuestro viaje a Washington a principios de semana y aquel a Boston el sábado por la tarde era la misma que había entre los dos paisajes que habíamos cruzado y los tipos de gentes que habitaban aquellas regiones. El sábado habían desaparecido el verdor y los ondulantes campos de Nueva Jersey y de Maryland: a nuestro alrededor sólo había la tortuosa campiña de Connecticut y de Massachusetts, arrastrándose hacia el estrecho de Long Island y más allá hacia el mar, trayéndome a la memoria la dura existencia que había hecho de los granjeros y mercaderes de Nueva Inglaterra una gente tan ruin y pendenciera. Pero no hacía falta una indicación tan indirecta para saber cómo era la vida en aquella región del país: sentados a nuestro alrededor teníamos a los ejemplares humanos. Kreizler no había comprado billetes de primera, un error cuya gravedad se hizo del todo patente cuando el tren alcanzó la máxima velocidad y nuestros compañeros de viaje elevaron sus rudas y quejumbrosas letanías para superar el traqueteo de los vagones. Durante horas, Kreizler y yo soportamos conversaciones a grito pelado sobre pesca, política local y la vergonzosa situación económica de Estados Unidos. No obstante, a pesar del alboroto logramos idear un plan estratégico para abordar a Adam Dury cuando lo encontráramos, si es que lo encontrábamos.

Bajamos en la estación Back Bay de Boston, en cuya salida había un grupo de cocheros con carruajes para alquilar. Un hombre del grupo, un tipo alto y flaco, de ojillos maliciosos, avanzó un paso al ver que nos acercábamos con las bolsas.

— ¿A Newton?— le preguntó Laszlo.

El hombre irguió la cabeza y sacó el labio inferior.

— Unos buenos quince kilómetros— decidió—. No podré regresar antes de la medianoche.

— Entonces doble usted el precio— contestó Laszlo, autoritario, depositando su bolsa en el asiento delantero del birlocho bastante desvencijado de aquel hombre.

Aunque el cochero pareció algo decepcionado al perder la posibilidad de regatear el precio del viaje, respondió a la oferta de Laszlo con rapidez, saltando al pescante y agarrando el látigo. Me apresuré a montar y partimos inmediatamente, acompañados por las quejas de los demás cocheros que no entendían cómo aquel estúpido viajero era capaz de ofrecer el doble de la tarifa de ida por un viaje a Newton. Después, durante un rato, todo fue silencio.

Una complicada puesta de sol que prometía lluvia se extendió hacia la región oriental de Massachusetts, mientras las afueras de Boston daban paso, kilómetro tras kilómetro, a una rocosa tierra de granjas. No llegamos a Newton hasta bastante después de anochecer, momento en que el cochero se ofreció a llevarnos a una posada que según dijo era la mejor de la ciudad. Tanto Kreizler como yo sabíamos que esto significaba que lo más probable era que el negocio fuera regentado por algún miembro de la familia de aquel hombre, pero estábamos cansados, hambrientos y en tierra desconocida, así que poco podíamos hacer, como no fuera aceptar. Mientras avanzábamos por las impracticables y curiosas calles de Newton, una comunidad tan pintoresca y monótona como cabía esperar en Nueva Inglaterra, empecé a notar la turbadora y familiar sensación de estar atrapado por estrechos callejones y estrechas mentalidades, una especie de ansiedad que a menudo me había consumido durante mi estancia en Harvard. La mejor posada de Newton no contribuyó a aliviar en nada mi inquietud. Se trataba de un edificio de tablas de madera medio sueltas, con un mobiliario hecho de restos y un menú a base de cosas hervidas. El único momento de alegría tuvo lugar cuando el posadero (un primo segundo del cochero) dijo que podía darnos las señas de la granja de Adam Dury. Al oír que necesitábamos un vehículo para el viaje por la mañana, el cochero que nos había traído se ofreció a pasar allí la noche y prestarnos el servicio. Después de ultimar los detalles nos retiramos a nuestras oscuras habitaciones de techo bajo, con camas pequeñas y estrechas, para que el estómago hiciera lo que pudiera para digerir el cordero hervido con patatas de la cena.

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