Aparte de que Ellie Leshka fuera una muchacha de buena reputación, Sara destacó otro aspecto inusual en el caso: que hubiera logrado sobrevivir a su relación con Beecham. Teniendo en cuenta tales circunstancias, Sara creía posible que Beecham nunca hubiera pretendido matarla. Tal vez esto fuera un ejemplo de que por su parte había un intento real de crear un vínculo con otro ser humano; de ser así, era el primero en su vida de adulto del que nosotros tuviéramos noticia, salvo por lo que se refería a su oscuro comportamiento en los orfanatos de Chicago. Quizá también la insistencia de los Leshka para que no se acercara a su hija, unido a la marcha de la familia de la ciudad, habían contribuido a la ira de Beecham; nuevamente, teníamos que recordar que los recientes asesinatos de los muchachos que se prostituían habían empezado poco después de los acontecimientos de diciembre.
De todos modos, ésta era toda la información que habíamos podido obtener de la Oficina del Censo. Completamos este proceso a eso de las cinco y media del martes, y luego Sara y yo ofrecimos a los Isaacson los resultados de nuestra jornada de trabajo: una breve lista de trabajos que Beecham podía haber desempeñado después de que le despidieran. Teniendo en cuenta todos los factores que considerábamos fiables— el resentimiento de Beecham hacia los inmigrantes, su aparente incapacidad para relacionarse con la gente (o al menos con los adultos) su necesidad de permanecer en las azoteas y su hostilidad hacia los organismos religiosos de cualquier tipo—, Sara y yo habíamos reducido nuestro conjunto inicial de posibilidades a dos áreas básicas de trabajo: cobrador de recibos y portador de citaciones. Ambas ocupaciones seculares no sólo mantendrían a Beecham en las azoteas (las puertas de entrada estaban cerradas para esos individuos no deseados), sino que también le proporcionarían una cierta sensación de poder, y de control. Tales trabajos le facilitarían al mismo tiempo un acceso continuo a información privada sobre gran cantidad de gente extranjera, así como una razón de peso para acercarse a ellos en sus propios domicilios. Finalmente, a última hora de la tarde, Sara había recordado algo que todos coincidimos en que confirmaba nuestra especulación: cuando habían admitido a Beecham en el hospital St. Elizabeth, éste había declarado que la sociedad necesitaba leyes y hombres que las hicieran cumplir. Los acreedores y aquellos que estaban implicados en actividades ilegales (aunque sólo fuera de manera esporádica) sin duda provocarían su desdén, y la perspectiva de acosarlos probablemente le resultara atractiva.
Marcus y Lucius estuvieron de acuerdo con este razonamiento aunque sabían, al igual que Sara y yo, que esto significaría una nueva serie de investigaciones puerta por puerta. Aun así, teníamos motivos para estar esperanzados: la lista de oficinas gubernamentales y agencias de cobro que empleaban agentes del tipo que habíamos descrito sería mucho más manejable que la extensa lista de sociedades benéficas que ya habíamos abordado. Conscientes de que una secretaria de la policía como Sara, o un periodista como yo, nunca conseguiríamos información de los alguaciles de la ciudad o de cualquier otra entidad gubernamental, los Isaacson se encargaron de la tarea de visitar tales centros de la burocracia. Entretanto, Sara y yo nos dividimos una lista de agencias de cobro independientes y nos centramos de nuevo en aquellas que por lo general operaban en el Lower East Side y en Greenwich Village, y en particular en el Distrito Trece. A primera hora de la mañana del miércoles, todos estábamos de nuevo en la calle.
Escudriñar las sociedades benéficas de la ciudad había sido una labor que nos enfurecía moralmente; enfrentarnos con los jefes de las agencias de cobro resultó una labor físicamente intimidatoria… Tales agencias, situadas por lo general en unos despachos pequeños, sucios y en los últimos pisos, estaban dirigidas generalmente por hombres que habían tenido experiencias desagradables en algún campo vagamente afín: trabajos con la policía o de tipo legal, extorsiones, o incluso– en un caso— cazadores de recompensas. No eran una casta que proporcionara información fácilmente, y sólo la promesa de una recompensa hacía que se les aflojaran las mandíbulas. Sin embargo, a menudo exigían por adelantado tal recompensa, a cambio de la cual se obtenía información flagrantemente falsa, o tan inútil para nuestro trabajo que sólo el propio autor habría sido capaz de interpretarla.
Una labor tediosa nos volvió a consumir horas enteras (y el jueves por la mañana parecía como si nos hubiera llevado días enteros) sin dar ningún resultado. Los Isaacson averiguaron que el ayuntamiento conservaba cuidadosos archivos de aquellos hombres a los que empleaba como portadores de citaciones, pero ningún John Beecham aparecía en los que habían revisado durante aquellas primeras veinticuatro horas. El primer día y medio de trabajo de Sara con las agencias de recaudación no le había aportado otra cosa que proposiciones vulgares; en cuanto a mí, la tarde del jueves regresé a nuestro centro de operaciones habiendo finalizado la lista de agencias que tenía asignada y sin saber qué hacer a continuación. A solas, y mientras miraba hacia el río Hudson desde las ventanas del número 808 de Broadway, de nuevo me consumía la ya familiar sensación de miedo, que me decía que no íbamos a llegar a tiempo. Se acercaba la noche del domingo y Beecham, consciente ahora de que probablemente vigilábamos aquellos burdeles que trataban con muchachos, elegiría su víctima en un nuevo local, se la llevaría a algún lugar desconocido y de nuevo pondría en práctica aquel ritual repugnante. Todo cuanto necesitábamos— no paraba de pensar— era una dirección, un trabajo, algo que nos permitiera tomarle la delantera, para que en el instante crucial pudiéramos intervenir y acabar con su barbarie y su miseria, con el incesante tormento que le impulsaba a actuar. Después de todo lo que yo había visto y por lo que había pasado, resultaba extraño que pensara en su tormento; pero más extraño era aún advertir que sentía una vaga compasión por aquel hombre. Sin embargo el sentimiento estaba en mí, y era el hecho de comprender el contexto de su vida lo que lo había puesto allí: de los múltiples objetivos que Kreizler había trazado al comienzo de la investigación, al menos éste lo habíamos conseguido.
El repiqueteo del teléfono me devolvió al asunto que teníamos entre manos. Descolgué y oí la voz de Sara:
— ¿John? ¿Qué estás haciendo?
— Nada. He terminado con la lista y no tenía ningún sitio a donde ir.
— Entonces vente al nueve seis siete de Broadway. El segundo piso. Rápido.
— ¿Nueve seis siete? Eso es por la calle Veinte.
— En efecto. Entre la Veintidós y la Veintitrés, para ser exactos.
— ¡Pero eso está fuera de la zona que tenías asignada!
— Sí. Y por si te interesa saberlo, a veces tampoco rezo mis oraciones al acostarme.— Suspiró con fuerza—. Hemos sido unos estúpidos con esto. Tendría que haber sido obvio. ¡Y ahora ponte en marcha!
Colgó sin darme tiempo a replicar. Me puse la chaqueta y escribí una nota para los Isaacson, por si regresaban antes que nosotros. Al disponerme a abrir la puerta, el teléfono volvió a sonar. Descolgué y me contestó la voz de Joseph.
— ¿Señor Moore? ¿Es usted?
— ¿Joseph?— inquirí—. ¿Qué ocurre?
— Oh, nada; sólo que…— Parecía confuso—. ¿Está usted seguro de las cosas que me contó? Sobre ese hombre al que anda buscando, me refiero.
— Tan seguro como de cualquier otra cosa relacionada con este asunto. ¿Por qué?
— Bueno, es que anoche vi a un amigo mío… Él hace la calle, no trabaja en ninguna casa… Me contó algo que me hizo pensar en lo que usted me había dicho.
A pesar de mis prisas, me senté y cogí un lápiz y un papel.
— Adelante, Joseph.
— Me contó que un hombre le había prometido… En fin, lo que usted dijo, retirarlo y todo eso… Que iba a vivir en un gran…, no sé, en un castillo o algo así, desde donde podría ver toda la ciudad, y reírse de todos aquellos que alguna vez le hubieran hecho una mala pasada. Así que me acordé de lo que usted me había dicho y le pregunté si el hombre tenía algo raro en la cara. Pero me dijo que no. ¿Está usted seguro de lo de su cara?
— Sí. En este momento…
— Oh— me interrumpió Joseph—. Scotch Ann me está llamando; parece que me espera un cliente. Tengo que irme.
— Aguarda, Joseph. Dime sólo…
— Lo siento, no puedo hablar. ¿Cuándo nos vemos? ¿Qué le parece esta noche a última hora?
Hubiera querido presionarle para que me facilitara más detalles, pero conociendo como conocía su situación preferí no insistir.
— Está bien. En el sitio de siempre. ¿A las diez?
— De acuerdo.— Parecía feliz—. Entonces hasta luego.
Volví a dejar el auricular en su sitio y abandoné presuroso nuestro centro de operaciones.
En cuanto salí del número 808 me agarré a la plataforma trasera de un tranvía que circulaba por Broadway, y en pocos minutos hice el trayecto hasta la calle Veintidós. Después de saltar sobre el empedrado que bordeaba las vías a lo largo de aquel tramo de la avenida, miré hacia la otra acera, al grupo triangular de edificios que aparecía cubierto con enormes letreros que anunciaban de todo, desde gafas a cirugía dental sin dolor, pasando por pasajes a ultramar. Embutido entre aquellos letreros, y pintado en una de las ventanas del número 967, había un elegante (y por tanto distinto) grupo de letras doradas: MITCHELL HARPER, COBRADOR DE MOROSOS. Después de esperar a que se abriera un claro en la circulación, crucé la avenida y me dirigí al edificio.
Encontré a Sara enzarzada en una conversación con el señor Harper, en el despacho de éste. Ni el hombre ni la habitación armonizaban con las letras doradas de las ventanas. Si el señor Harper tenía contratado algún tipo de servicio de limpieza era algo que podía deducirse fácilmente por la capa de hollín que cubría los escasos muebles de su despacho, en tanto que la zafiedad de sus ropas sólo la superaba la cara sin afeitar y el mellado corte de pelo. Sara hizo las presentaciones, pero Harper no me tendió la mano.
— He leído mucho sobre medicina, señor Moore— explicó con voz estridente, metiendo los dedos dentro del manchado chaleco—. ¡Microbios, señor! ¡Los microbios son responsables de las enfermedades y se transmiten por el tacto!
Por un momento pensé en decirle a aquel hombre que bañarse podía dar algo de preocupación a los microbios, pero me limité a asentir y me volví hacia Sara, preguntándole con la mirada para qué diablos me había hecho ir hasta allí.
— Desde un primer momento tendríamos que haber pensado en ello…— me susurró, antes de continuar en voz alta—: En febrero, el señor Harper fue contratado por el señor Lanford Stern, de Washington Street, para que se encargara de cobrar unos atrasos.— Sara comprendió que esto no me aclararía nada, y añadió confidencialmente—: El señor Stern es propietario de algunos edificios en la zona de Washington Market. Uno de sus inquilinos es un tal señor Ghazi.
Gazhi— me dije—, podía ser el padre de Alí ibn-Ghazi.
— Ah— me limité a exclamar—. ¿Por qué no me dijiste simplemente que…
Sara me interrumpió con un leve toque, decidida sin duda a que el señor Harper no se enterara de la auténtica naturaleza de nuestra visita.
— He visto al señor Stern esta mañana— dijo con intención, y por fin comprendí por qué hubiéramos debido ver al señor Stern desde un principio: el señor Ghazi debía ya varios meses de alquiler en el momento del asesinato de su hijo—. Le he hablado del hombre que deseábamos encontrar, el que creíamos que trabajaba como cobrador y cuya madre ha muerto, dejándole una gran fortuna…
Sonreí, reconociendo que Sara tenía talento para improvisar mentiras.
— ¡Oh, sí!— me apresuré a contestar.
— El señor Stern me ha informado que remitía todas sus deudas impagadas al señor Harper— añadió Sara—. Y el…
— Y yo le digo aquí, al señor Moore— la interrumpió Harper—, que si hay algún dinero a cobrar en esta herencia, me gustaría saber cuál será mi parte, antes de revelar nada.
Asentí y me encaré directamente con el hombre: aquello iba a ser un juego de niños.
— Señor Harper— dije, con un amplio ademán—. Si usted nos informa del paradero del señor Beecham, puede confiar en un generoso tanto por ciento. Una comisión, como si dijéramos… ¿Le parece bien un cinco por ciento?
A Harper estuvo a punto de caérsele de la boca el puro mojado de saliva.
— ¿Un cinco por…? Bueno, esto es ser generoso, señor. Sí, esto es ser generoso ¡El cinco por ciento!
— El cinco por ciento de todo lo que hay— repetí—. Le doy mi palabra. Pero, dígame, ¿conoce el paradero del señor Beecham?
El hombre pareció momentáneamente inseguro.
— Bueno… Es decir, lo conozco más o menos, señor Moore. En todo caso, sé dónde es probable que lo encuentre. Al menos cuando está sediento.— Le dirigí al hombre una dura mirada—. Yo mismo puedo conducirle allí… ¡Se lo juro por Dios! Se trata de una tabernucha del Mulberry Bend… Es donde lo conocí. Les diría que le esperaran aquí, pero lo cierto es que hará unas dos semanas tuve que despedirlo.
— ¿Despedirlo?— exclamé—. ¿Por qué?
— Yo soy un hombre respetable— contestó Harper—. Y éste es un negocio respetable. Pero… En fin, señor, el hecho es que de vez en cuando hay que utilizar un poco los músculos. Hacer algo convincente. ¿Quién pagaría sus facturas sin ayuda de algo convincente? Contraté a Beecham porque es un tipo corpulento y fuerte. Dijo que se las sabría arreglar en una pelea. ¿Pero qué es lo que hacía? Les hablaba. Charlaba, eso es lo que hacía. ¡Mierda! Oh, disculpe señorita. Pero es que charlando con esa gente, sobre todo con los inmigrantes, no se consigue absolutamente nada. Como les des ocasión, te arrastran a la tumba. Ese tipo, Ghazi, era un buen ejemplo… Envié tres veces a Beecham a su casa, y nunca consiguió arrancarle un centavo al tipo.
Harper tenía más cosas que quería explicarnos, pero a nosotros no nos interesaba. Después de pedirle que nos anotara la dirección de la tabernucha que había mencionado, le dijimos que íbamos a comprobar su pista aquella misma noche, y que si ésta nos conducía hasta Beecham, podía estar seguro de que muy pronto recibiría su dinero. Irónicamente, aquel hombrecillo codicioso nos había proporcionado el primer fragmento de información gratis en dos días, el único además que estaba destinado a no costarnos nada.
Al salir del edificio de Harper nos encontramos con los Isaacson, que habían encontrado mi nota. En cuanto llegamos a Brubacher’s Wine Garden, los cuatro nos pusimos a repasar lo que nos había dicho el cobrador de morosos. A continuación ideamos un plan para la noche. Nuestras opciones eran bastante limitadas: si localizábamos a Beecham no nos enfrentaríamos a él sino que telefonearíamos a Theodore para que enviara a unos cuantos detectives— hombres cuya cara fuera desconocida para Beecham—, los cuales seguirían los pasos a aquel hombre. Al mismo tiempo, si conseguíamos averiguar dónde vivía Beecham, pero por algún motivo no estuviese allí, procederíamos a registrar apresuradamente el lugar en busca de pruebas que nos permitieran un arresto inmediato. Después de tomar estos acuerdos, vaciamos nuestros vasos, y a eso de las ocho y media subimos a un tranvía para iniciar nuestra expedición al distrito de Five Points.