Por muy despreciable que pueda parecer, estaba a punto de retorcerle el pescuezo a la señora Piedmont y a todos sus asquerosos gatos. Pero Sara persistió, preguntando con amabilidad:
— ¿Le pidió entonces al señor Beecham que se fuera?
— Puedo asegurarle que no— replicó la señora Piedmont—. Se marcho por propia voluntad. Me dijo que no tenía dinero para pagar el alquiler y que no le interesaba quedarse donde no podía pagar sus gastos. Le ofrecí concederle varias semanas a crédito, pero él no aceptó. Recuerdo muy bien ese día; fue una semana antes de Navidad. Más o menos cuando desapareció Jib.
Solté un gruñido casi inaudible, mientras Sara formulaba la pregunta:
— ¿Jib? ¿Un gato?
— Así es— contestó la señora Piedmont con tono ausente—. Desapareció. Nunca volví a saber de él. Los gatos tiene sus propios asuntos que atender…
A medida que mi vista recorría el suelo, advertí que varios pupilos más de la señora Piedmont habían entrado silenciosamente en la estancia, y que uno de ellos estaba atendiendo a sus propios asuntos en un oscuro rincón. Con el codo empujé a Sara, indicándole hacia arriba con gesto de impaciencia.
— ¿Le importaría que echáramos un vistazo a la habitación?— preguntó.
La señora Piedmont regresó de su ensoñación con una sonrisa y nos miró como si acabásemos de entrar.
— ¿Entonces es la habitación lo que les interesa?
— Es posible.
Esto provocó otra andanada de cháchara mientras salíamos de la sala y subíamos la escalera, cuyo empapelado verde de la pared aparecía despegado y roto. La habitación que Beecham había alquilado se encontraba en el segundo piso, y llegar allí, subiendo al paso de la señora Piedmont, nos costó una eternidad. Cuando por fin lo conseguimos, los ocho gatos ya se habían reunido en torno a la puerta y no paraban de maullar. La anciana abrió la puerta y entramos.
Lo primero que me sorprendió fue que los gatos no nos siguieran allí dentro. Tan pronto como se abrió la puerta cesaron los maullidos, y todos los gatos se detuvieron en el umbral, momentáneamente, desconcertados antes de salir corriendo escaleras abajo. Me volví para inspeccionar la estancia e inmediatamente capté el rastro de algo en el aire: olor a descomposición. No se parecía en nada al hedor a heces de gato ni a los familiares olores a vejez y a antigüedades que se percibían en la sala de estar. Aquél era más penetrante… Un ratón muerto o algo por el estilo, decidí finalmente, y cuando Sara arrugó con una mueca la nariz supe que ella también lo había notado. Procuré no pensar en aquello y finalmente centré todo mi atención en la estancia.
No necesitaba haberme molestado. Era una habitación austera, vacía, con una ventana que daba a Bank Street. No había más muebles que una antigua cama de cuatro pilares, un armario igualmente antiguo y una cómoda. Encima de ésta, sobre un gran tapete, había una jofaina con un jarrón a juego. Aparte de esto, la habitación estaba completamente vacía.
— La dejó tal como la encontró— dijo la señora Piedmont—. Así era el señor Beecham.
Con la excusa de si queríamos o no alquilar la habitación, Sara y yo abrimos el armario y los cajones de la cómoda, sin hallar ningún rastro de actividad humana. Sencillamente, en el espacio de tres metros por seis de aquella habitación no había nada que hiciera creer que alguna vez la hubiera habitado alguien, y mucho menos un espíritu torturado, del que sospechábamos que había liquidado como mínimo a una docena de criaturas de un modo extraño y brutal. El tufo a descomposición que flotaba en el ambiente sólo contribuía a reforzar esta idea. Al final le dijimos a la señora Piedmont que la habitación era encantadora, pero que resultaba demasiado pequeña para nuestros propósitos. Seguidamente nos volvimos para regresar abajo.
Sara y nuestra anfitriona, que nuevamente había empezado a explicar cosas sobre sus gatos, habían alcanzado ya la escalera cuando distinguí algo junto a la puerta de la habitación de Beecham: unas pequeñas manchas sobre el insulso papel a rayas de la pared. Eran de un color amarronado, y la distribución de aquella sustancia— que muy bien podría ser sangre— indicaba que había chocado contra la pared mediante una fuerte salpicadura. Siguiendo el rastro de las manchas llegué hasta la cama y, tras comprobar que la señora Piedmont no podía verme en aquellos instantes, me dispuse a levantar el colchón para echar un vistazo.
El hedor me asaltó repentinamente y con dureza. Era idéntico al que había notado al entrar en la habitación, sólo que con una intensidad que de inmediato me obligó a cerrar los ojos y a cubrirme la boca para controlar los deseos de vomitar. Estaba a punto de soltar el colchón cuando mis ojos se abrieron lo bastante para captar la imagen de un pequeño esqueleto. Un peludo pellejo estaba tensado sobre los huesos, aunque en algunas partes se había corrompido, dejando al descubierto los restos resecos de los órganos internos. Un viejo y podrido cordel aparecía atado a las cuatro patas y los pies del esqueleto, y al lado de las patas traseras había varios fragmentos de hueso a los que habían juntado, como diminutas vértebras… Una cola a la que habían cortado a trozos, llegué a la conclusión. El cráneo de aquella criatura, cubierto apenas por unos pocos restos de piel y de pelos, yacía a unos veinte centímetros del resto del esqueleto. Tanto en el colchón como en el somier que había debajo se veían grandes manchas del mismo color que las salpicaduras de la pared. Al final solté el colchón, salí precipitadamente al pasillo y saqué un pañuelo para darme unos leves toques en la cara. Aguanté otro ataque de náuseas, respiré hondo varias veces y me detuve en lo alto de la escalera, considerando si me sentía lo bastante recuperado para decidirme a bajarla.
— ¿John?— me llamó Sara desde abajo—. ¿Vienes?
El primer tramo de la escalera me resultó un poco inestable, pero al segundo ya me sentía mucho mejor, y cuando llegué a la puerta principal, donde la señora Piedmont aguardaba de pie entre sus maullantes gatos a la vez que estrechaba la mano de Sara, incluso conseguí simular una sonrisa. Me apresuré a dar las gracias a la señora Piedmont y salí a la noche sin nubes, cuya atmósfera me pareció especialmente pura teniendo en cuenta el aire que había estado respirando allí dentro.
Sara me siguió al tiempo que se despedía de la anciana, pero entonces salió al descansillo el mismo gato gris listado de antes.
— ¡Peter!— lo llamó la señora Piedmont—. ¿Señorita Howard, podría…?— Sara ya había cogido al animal entre sus brazos y se lo tendió a la anciana con una sonrisa—. ¡Gatos!— exclamó una vez más la señora Piedmont, que volvió a despedirse antes de cerrar la puerta.
Sara bajó los peldaños de la entrada y se reunió conmigo. La sonrisa se le encogió al verme la cara.
— ¡John!— exclamó—. Estás pálido, ¿qué te pasa?— Se detuvo a mi lado y me cogió del brazo—. Has encontrado algo ahí arriba… ¿Qué es lo que has visto?
— A Jib— contesté, secándome de nuevo la cara con el pañuelo.
El rostro de Sara se tensó.
— ¿A Jib? ¿El gato? ¿Y eso qué diablos significa?
— Deja que te lo exponga de otro modo— dije, cogiéndola del brazo e iniciando el camino de regreso hacia Broadway—. Independientemente de lo que pueda afirmar la señora Piedmont, los gatos no sólo desaparecen.
Regresamos al 808 de Broadway sólo con unos minutos de adelanto sobre los Isaacson, cuyo estado de ánimo era algo mejor de lo que había sido el nuestro varias horas antes. Apresuradamente explicamos a los detectives nuestras aventuras de aquella tarde, mientras Sara anotaba en la pizarra los detalles de los encuentros. A Lucius y a Marcus les animó grandemente que al menos hubiéramos conseguido seguir los movimientos de John Beecham, a pesar de que las visitas tanto a la Oficina del Censo como a la casa de la señora Piedmont nos habían dejado sin duda— al menos bajo mi punto de vista— en el mismo sitio donde nos encontrábamos aquella mañana: sin la más mínima idea de dónde vivía Beecham en aquellos momentos, ni de lo que estaba haciendo.
— Es cierto, John— dijo Lucius—, pero ahora sabemos mucho más sobre lo que no está haciendo. Nuestra idea de que tal vez se sintiera inclinado a hacer uso de los conocimientos que adquirió gracias a que su padre fue un pastor protestante parece errónea, y es posible que exista una razón para ello.
— Tal vez el rencor sea demasiado intenso— comentó Marcus, considerando la cuestión—. Quizá no pueda simular que está de acuerdo con lo que su padre defendía, ni tan siquiera para conseguir un trabajo.
— ¿Debido a la hipocresía que había en el seno de su familia?— inquirió Sara, que aún seguía anotando en la pizarra.
— Exacto— contestó Marcus—. Puede que el solo hecho de pensar en la Iglesia o en trabajar para una misión le haga instintivamente violento, que no pueda dedicarse a ello porque no podría confiar en sí mismo para mantener las apariencias.
— Excelente— dijo Lucius, asintiendo con la cabeza—. De modo que solicita trabajo en la Oficina del Censo porque no parece que le ponga en peligro de delatarse, ya sea accidentalmente o por cualquier otro motivo. A fin de cuentas, muchos de los hombres que consiguieron trabajo como empadronadores mentían al rellenar su solicitud, sin que nadie lo descubriera.
— Este trabajo le satisface además un gran anhelo— añadí—. Le permite entrar en las casas de la gente, estar cerca de sus chiquillos, de quienes puede averiguar cosas sin que parezca interesado, a pesar de que al final siempre le cause problemas.
— Porque al cabo de un tiempo empieza a experimentar impulsos que no puede controlar— intervino Marcus—. Pero ¿qué ocurre con los muchachos? Beecham no los encuentra en esos hogares, dado que ellos ya no viven con sus familias. Y en todo caso eso ya no importa puesto que le han despedido.
— Es cierto— dije—. Éste es un interrogante que queda abierto. Pero después de la etapa en la Oficina del Censo habrá querido seguir teniendo acceso a los asuntos privados de la gente, y seguramente habrá seguido visitando a las familias en sus casas para investigar sobre sus víctimas. De este modo, aunque los muchachos vivan en lo burdeles, puede comprender y compadecerse de sus situaciones específicas, lo cual no deja de ser una forma muy efectiva de lograr que confíen en él.
— Aparte de ser el elemento ausente en los trabajadores de las sociedades benéficas a los que hemos entrevistado— terció Sara, apartándose de la pizarra.
— Exacto— dije, abriendo las ventanas para permitir que el aire de la noche penetrara en nuestro centro de operaciones y despejara el ambiente cargado.
— De todos modos— intervino Marcus—, todavía no estoy muy seguro de si esto nos ayudará a descubrir dónde se encuentra ahora. No quisiera parecer ansioso, amigos, pero sólo estamos a seis días de su próxima intervención.
Esto provocó unos momentos de silencio durante los cuales los ojos de todos nosotros se volvieron hacia el montón de fotografías que había sobre el escritorio de Marcus. Éramos conscientes de que si fracasábamos ahora, aquella pila se iba a incrementar. Al final fue Lucius quien habló, y lo hizo con voz seria y decidida.
— Tenemos que limitarnos a lo que tenemos aquí; seguir su vertiente segura, agresiva. Beecham no ha dado pruebas de que se deje dominar por el pánico, ni en la Oficina del Censo ni con la señora Piedmont. Ha ideado complicadas mentiras y ha vivido según ellas durante largos periodos sin perder el control. Si estuvo matando continuamente durante este tiempo, o si el despido del trabajo provocó en él una nueva oleada de violencia, es algo que ignoramos. Pero apostaría a que aún no ha perdido la confianza en sí mismo, a pesar de que una parte de él quiera que lo detengan. Al menos demos esto por sentado… Supongamos que ha sido capaz de encontrar otro tipo de trabajo que le proporciona lo que él desea: utilizar las azoteas y un medio para moverse entre la población de esos bloques de apartamentos sin tener que ayudar o recurrir a esta gente. ¿Se os ocurre alguna idea?
Era duro ver cómo se extinguía una racha de ideas creativas y de buena suerte, pero la nuestra estaba muerta en aquel preciso momento… Tal vez todos necesitábamos distanciarnos del problema durante unas horas, o quizá nos intimidara extraordinariamente el recuerdo de que estábamos a menos de una semana del plazo final, con todo lo que esto suponía. En cualquier caso, nuestras mentes y nuestras bocas se quedaron paralizadas. Cierto que aún nos quedaba una carta por jugar en la Oficina del Censo: Marcus y Lucius visitarían a Charles Murray a la mañana siguiente y tratarían de obtener una idea más exacta de lo que había provocado el despido de Beecham en diciembre. Pero aparte de esto, sin embargo, resultaba difícil discernir cuáles iban a ser los próximos pasos a dar. Así que cuando concluimos aquella larga jornada, a eso de las diez de la noche, nuestro ánimo estaba dominado por una enorme indecisión.
El martes, durante su entrevista con Murray, los Isaacson averiguaron (según nos informaron a Sara y a mí cuando aquella tarde volvieron al número 808) que a Beecham lo habían despedido por prestar excesivas y turbadoras atenciones a una niña llamada Ellie Leshka, que vivía en una casa vecinal de Orchard Street, justo encima de Canal. La dirección estaba dentro del Distrito Trece, no lejos de donde habían vivido los Zweig. Sin embargo, nada de aquello cambiaba el hecho de que perseguir a una niña que no se dedicaba a la prostitución (si efectivamente era esto lo que había estado haciendo con Ellie Leshka) fuera una actividad a la que Beecham no se había dedicado desde el asesinato de Sofia Zweig, que nosotros supiéramos. Marcus y Lucius habían confiado en obtener mayor información sobre el tema visitando a Ellie y a sus padres, pero dio la casualidad de que la familia se había marchado de Nueva York, precisamente para irse a vivir a Chicago.
Según Murray, los Leshka nunca se habían referido a ningún acto violento al formular sus quejas contra Beecham. Aparentemente, nunca había amenazado a Ellie; en realidad se mostraba amable con ella. Pero la niña acababa de cumplir los doce años, y en sus padres se había despertado una preocupación perfectamente comprensible respecto al hecho de que su hija pasara tanto tiempo con un hombre desconocido y solitario a esta edad. Charles Murray informó a los Isaacson que no habría considerado necesario despedir a Beecham de no ser porque éste había conseguido acceder a la casa de los Leshka con la excusa de que se trataba de un asunto oficial de la Oficina del Censo, cuando lo cierto era que la familia no había sido elegida para una entrevista. Eran tantas las experiencias por las que Murray había pasado que estaba decidido a evitar cualquier asunto que pudiera oler a escándalo.