Read El alienista Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (77 page)

BOOK: El alienista
13.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

McManus volvió a tocarse la gorra, sacó varios trozos de cuerda y dos pañuelos, y cumplió a cabo las instrucciones de Laszlo como si se tratara de un paciente y laborioso toro. Mientras tanto, Kreizler acudió rápidamente junto al muchacho y empezó a quitarle la mordaza de la boca y a desatarle pies y manos.

— Todo va bien— le tranquilizó, aunque el chiquillo siguió sollozando y gimoteando incontroladamente—. Todo va bien, ahora ya estás a salvo.

El muchacho miró a Laszlo, los ojos dominados por el terror.

— El iba a…

— Lo que iba a hacer ya no importa— le contestó mi amigo, sonriéndole, y con un pañuelo empezó a limpiar la cara del muchacho—. Lo que importa ahora es que estás a salvo. Toma…— Laszlo recogió del suelo su arrugado gabán de gala y lo colocó sobre los hombros del tembloroso muchacho.

Ya con todo bajo control, al menos de momento, satisfice mi curiosidad acercándome a la reja del paseo que daba a la calle y eché un vistazo hacia abajo: allí, a tan sólo medio metro del paseo, atada a unas clavijas, había un largo trozo de resistente cuerda. Tal como Kreizler había sospechado, no había sido una tarea difícil para un escalador experimentado como Beecham dar la vuelta y pasar a nuestras espaldas. Me volví para contemplar a nuestro enemigo ahora derrotado, y sacudí la cabeza ante la forma repentina y desconcertante con que había cambiado el curso de los acontecimientos.

Jack McManus había acabado de atar y amordazar a los hombres de Connor, y se quedó mirando expectante a Kreizler.

— Bien, Jack— dijo Laszlo—. ¿Todo controlado? Excelente. Ya no te vamos a necesitar. Pero una vez más te doy las gracias.

McManus volvió a tocarse la gorra, dio media vuelta y se alejó por el paseo sin pronunciar palabra.

Kreizler se volvió al muchacho.

— Vayamos adentro, ¿quieres? Moore, voy a dejar a nuestro joven amigo en la caseta de controles.

Asentí, apuntando con el Colt a la cabeza de Beecham mientras mi amigo y el muchacho desaparecían allí dentro. Beecham, todavía acurrucado y dominado por los espasmos, había empezado a emitir un leve gimoteo acelerado y gutural. No parecía que fuera a plantearme muchos problemas, pero no quería correr ningún riesgo. Examiné rápidamente la zona y descubrí su cuchillo tirado en el suelo. Me acerqué para recogerlo y me lo embutí en la cintura de la parte trasera de los pantalones. Al echar un vistazo al inconsciente Connor, advertí que tenía unas esposas colgando del cinturón. Las cogí y se las lancé a Beecham.

— Ten— le dije—. Póntelas.

Poco a poco, como ausente, Beecham se puso las esposas en torno a las muñecas, cerrando primero una y luego la otra con cierta dificultad. Seguidamente registré los bolsillos de Connor en busca de la llave de las esposas y descubrí una pequeña mancha de sangre en su camisa. Procedí a desabrocharle la sucia prenda y luego, al separársela— sin dejar de apuntar con el arma a Beecham—, observé que en el costado tenía una herida alargada, a medio curar, que al parecer Jack McManus había vuelto a abrir. Entonces comprendí que se trataba de la herida que Mary Palmer le había hecho antes de que él la tirara escaleras abajo en casa de Kreizler.

— Buen trabajo, Mary— dije con voz queda, apartándome de Connor.

En aquel momento Kreizler salía de la caseta de control. Mientras se pasaba una mano por el cabello contempló con evidente satisfacción, aunque con cierto asombro, el panorama que tenía ante sí. A continuación miró tímidamente hacia mí, como si supiera lo que se le avecinaba.

— Oye— le dije con voz tranquila, pero firme—, ahora mismo me vas a explicar qué diablos significa lo que ha ocurrido aquí.

45

Cuando Laszlo se disponía a abrir la boca para replicar, llegó hasta nosotros el agudo sonido de un silbido desde la calle Cuarenta. Kreizler corrió a asomarse por encima de la reja que daba a la calle, y rápidamente acudí a su lado. Cyrus y Stevie estaban abajo, con la calesa.

— Me temo que las explicaciones van a tener que esperar, Moore…— dijo Kreizler, volviéndose de nuevo hacia Beecham—. La llegada de Cyrus y Stevie significa que como mínimo hace tres cuartos de hora que ha finalizado la ópera. En estos momentos las sospechas de Roosevelt se habrán visto confirmadas. Se habrá reunido con los otros en la torre del High Bridge y habrá descubierto nuestra desaparición…

— Pero ¿qué piensas hacer?— pregunté.

Kreizler se rascó la cabeza y sonrió ligeramente.

— No estoy muy seguro. Mis planes no habían tenido en cuenta esta situación. Lo cierto es que no estaba muy seguro de que a estas alturas yo aún siguiera con vida. Ni siquiera con la intervención de nuestro amigo McManus.

No me contuve lo más mínimo en mostrarle mi irritación.

— ¡Ya! E imagino que yo también debería estar muerto, ¿no?— exclamé enojado.

— Por favor, Moore— protestó Kreizler, haciendo un gesto de impaciencia con la mano—. Éste no es precisamente el momento…

— ¿Y qué me dices de Connor?— exigí, señalando la figura del ex detective en el suelo.

— Dejaremos a Connor para Roosevelt— replicó Laszlo con aspereza, acercándose adonde Beecham se hallaba acurrucado—. Aunque se merecería algo peor…— Se agachó para mirar a Beecham a la cara, respiró hondo para tranquilizarse y luego colocó una mano ante los ojos de nuestro prisionero y la deslizó de derecha a izquierda.

Beecham parecía completamente abstraído.

— El muchacho ha bajado de las montañas— musitó Kreizler al fin—. O al menos eso parece…

Entendí lo que Laszlo quería decir: si el hombre que habíamos encontrado sobre aquellos muros esa noche era la versión evolucionada del frío y sádico trampero que en el pasado había correteado por los montes Shawangunks, entonces la criatura aterrorizada que ahora teníamos ante nosotros era el heredero de todo el terror y el autodesprecio que Japheth Dury había experimentado en cada instante de su vida. Totalmente consciente de que había muy poco que temer de aquel hombre mientras estuviera en ese estado mental, Laszlo le cogió la chaqueta que estrujaba entre sus manos y se la colocó sobre los fuertes y desnudos hombros.

— Escúchame, Japheth Dury— dijo Kreizler, en un tono amenazador; Beecham dejó por fin de mecerse y de gimotear—. Tus manos están manchadas con la sangre de mucha gente. Y la de tus padres no es en absoluto la más insignificante. De llegar a conocerse tus crímenes, tu hermano Adam, que todavía vive y lleva una vida honesta y decente, sin duda vería arruinada su vida privada y sería objeto del acoso público… Aunque sólo fuera por eso, la parte de ti que sigue siendo humana debe prestarme mucha atención.

Los ojos de Beecham seguían siendo inexpresivos, pero asintió lentamente.

— Bien— dijo Laszlo—. La policía no tardará en venir, y es posible que te encuentren al llegar, o que no te encuentren; todo depende de lo honesto que seas conmigo. Ahora sólo te voy a hacer unas cuantas preguntas para determinar tu disposición e interés en cooperar. Responde sinceramente a estas preguntas y tal vez podamos arreglar un destino menos severo que el que la gente de esta ciudad exige para ti. ¿Entiendes lo que te quiero decir?— Beecham volvió a asentir, y Kreizler sacó su omnipresente bloc de notas y una pluma—. Pues muy bien. Los hechos básicos por lo que…

Entonces Laszlo inició una rápida, condensada y sin embargo tranquila revisión de la vida de Beecham, empezando por su infancia como Japheth Dury y repasando con cierto detalle el asesinato de sus padres Mientras Beecham respondía a todas las preguntas, confirmando más o menos las hipótesis que habíamos formulado durante nuestra investigación, su tono fue haciéndose cada vez más débil e impotente, como si la presencia de aquel hombre que en cierto modo le conocía tan bien como él mismo no le permitiera otra salida que la total sumisión. Por su parte, Kreizler parecía cada vez más satisfecho ante los serios intentos de Beecham por cooperar con su investigación, descubriendo en ellos la prueba decisiva de que una parte oculta— aunque muy vigorosa— de la mente del asesino había anhelado efectivamente ese momento.

Imagino que yo también hubiera debido sentirme profundamente satisfecho ante los resultados de esta primera entrevista; sin embargo, mientras observaba a Beecham contestando a las preguntas de Laszlo— su voz cada vez más sumisa e incluso infantil, sin el tono arrogante ni amenazador que había utilizado mientras éramos sus prisioneros—, me sentía irritado hasta lo más profundo de mi ser. Y esta irritación no tardó en convertirse en furia, como si aquel hombre, después de todo lo que había hecho, no tuviera derecho a exteriorizar ninguna de las cualidades humanas dignas de compasión… ¿Quién era aquel grotesco hombretón, pensé, para estar allí sentado, confesando y gimoteando como uno de los chiquillos a los que había matado? ¿Dónde estaba toda la crueldad, la arrogancia y el talante arrollador que había demostrado las otras noches? Mientras éstas y otras preguntas parecidas martilleaban en mi cabeza, mi rabia fue creciendo rápidamente hasta que de pronto, incapaz de contenerme por más tiempo, me levanté gritando:

— ¡Cállate! ¡Cierra esa miserable boca, maldito cobarde!

Tanto Beecham como Laszlo guardaron silencio y me miraron con asombro. Los espasmos faciales de Beecham se intensificaron espectacularmente, al tiempo que no apartaba la vista del Colt que yo sostenía en la mano. En cambio Kreizler pronto cambió su actitud de pasmosa sorpresa por la de represiva comprensión.

— Está bien, Moore— dijo, sin pedir ningún tipo de explicación—. Vete allí dentro con el muchacho.

— ¿Y te dejo a ti con él?— inquirí, la voz todavía temblándome de rabia incontenible—. ¿Estás loco? Míralo, Kreizler. Es él, es este hombre el responsable de toda la sangre que hemos visto. Y tú te quedas aquí, tan tranquilo, dejando que te convenza de que es una especie de…

— ¡John!— gritó Kreizler, interrumpiéndome—. Ya está bien. Vete allí dentro y espera.

Miré a Kreizler y luego a Beecham.

— ¿Y tú? ¿De qué intentas convencerle?— Me incliné hacia él, apuntándole con el Colt a la cabeza—. Piensas que aún podrás escaparte de esto, ¿verdad?

— ¡Maldita sea, Moore!— exclamó Kreizler, agarrándome la muñeca, aunque sin conseguir que desviara el arma—. ¡Deténte!

Me acerqué todavía más a la espasmódica cara de Beecham.

— Mi amigo cree que si uno no tiene miedo a morir es una prueba de que está loco.— Conseguí apretar la boca del cañón de mi revólver contra el cuello de Beecham, pese a que Laszlo aún intentaba desarmarme—. Tú tienes miedo a morir, ¿verdad? A morir como los chiquillos a los que has…

— ¡Moore!— volvió a gritar Kreizler.

Pero yo era incapaz de oír nada. Luchando por mantener el pulgar sobre el martillo del Colt, me aparté de un tirón, permitiendo que Beecham soltara un gritito de desesperación y se alejara de mí como un animal atrapado.

— No— musité—. No, tú no estás loco… ¡Tú tienes miedo a morir!

Con aturdidora brusquedad, el aire a nuestro alrededor se consumió con el eco de un disparo. Fue una especie de impacto procedente de algún lugar por debajo de mi mano. Y entonces, de repente, Beecham osciló con un estremecimiento hacia atrás, revelando un agujero negro carmesí en el lado izquierdo del pecho, que siseaba al tiempo que dejaba escapar el aire. Beecham fijó en mí sus pequeños ojos y dejó caer sus manos esposadas; la chaqueta le resbaló de los hombros.

Lo he matado, pensé con claridad. No hubo ni alegría ni culpabilidad en ese descubrimiento, tan sólo el simple reconocimiento del hecho. Pero entonces, cuando Beecham se quedó encogido sobre el suelo de piedra del paseo, mi mirada se posó sobre el martillo del revólver aún lo tenía sujeto con el pulgar. Antes incluso de que mi confusa mente pudiera entender nada de lo que estaba sucediendo, Laszlo se precipitó sobre el cuerpo de Beecham y efectuó un precipitado examen de la herida. Sacudió la cabeza ante el desagradable sonido del aire y de la sangre que seguían brotando del pecho herido, apretó el puño y levantó enfurecido los ojos. Pero aquella mirada iba dirigida más allá de donde yo estaba y, siguiendo su dirección, me volví lentamente.

Connor había conseguido librarse de sus ataduras y estaba de pie, en el centro del paseo. Mantenía la espalda encorvada debido al aturdimiento y al dolor, y mientras con la mano izquierda se apretaba el sangrante costado, con la derecha empuñaba una pequeña pistola de dos cañones. Una torva sonrisa apareció en su sangrante boca, y luego dio un par de pasos tambaleantes.

— Esta noche se acabará todo— dijo, manteniendo el arma en alto y apuntándonos—. ¡Suéltela, Moore!

Obedecí, lenta y cautelosamente, pero justo cuando el Colt tocaba el suelo del pasillo, otro disparo cortó el aire— éste desde más lejos—, y entonces Connor cayó hacia delante, como si le hubieran golpeado fuertemente por la espalda. Cayó boca abajo con un débil gruñido, y en su chaqueta apareció un agujero por el que enseguida empezó a brotar la sangre. Aún no se había desvanecido el humo de la pólvora del disparo de Connor contra Beecham, cuando una nueva silueta se acercó por el oscuro paseo del embalse haciéndose visible bajo la luz de la luna.

Era Sara, con su revólver de cachas de nácar en la mano. Bajó la mirada unos instantes hacia Connor, sin demostrar emoción alguna, y luego se volvió hacia Kreizler y hacia mí.

— Pensé en este sitio tan pronto como ocupamos posiciones en la torre del High Bridge— dijo con voz tensa, al tiempo que los Isaacson aparecían tras ella en la oscuridad—. En cuando Theodore dijo que habíais abandonado la Opera, supe…

Dejé escapar un enorme suspiro.

— ¡Pues gracias a Dios que se te ocurrió!— exclamé, secándome la frente con la mano, antes de recoger el Colt.

Laszlo permaneció agachado junto a Beecham, pero alzó la vista hacia Sara.

— ¿Y dónde está el comisario?

— Por ahí, buscando… No le hemos dicho nada.

Laszlo asintió.

— Gracias, Sara. En realidad tienes pocos motivos para mostrar tanta consideración.

Sara siguió impasible.

— Tiene usted razón.

De pronto Beecham dejó escapar una ensangrentada y asfixiante tos, y Kreizler le pasó un brazo por debajo del cuello, alzando la enorme cabeza.

— Sargento detective— llamó Laszlo, ante lo cual Lucius corrió a ayudarle.

Después de echar un rápido vistazo a la herida del pecho de Beecham, Lucius sacudió la cabeza de modo concluyente.

BOOK: El alienista
13.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dead and Gone by Bill Kitson
Wildflower by Imari Jade
A Bride for Lord Esher by P J Perryman
A Stormy Greek Marriage by Lynne Graham
The Farmer Next Door by Patricia Davids
The Halloween Hoax by Carolyn Keene
Assholes Finish First by Tucker Max, Maddox