Le dirigí una mirada cargada de segundas intenciones.
— ¿Todavía no has buscado casa en Washington?
Como siempre, Theodore se encolerizó ante la más mínima sugerencia de que actuaba por ambición. Pero entonces, acordándose de que yo era un viejo amigo que nunca cuestionaba sus verdaderos motivos, dejó pasar la tormenta.
— Todavía no. Pero, por todos los diablos, menuda oportunidad. Tal vez el Ministerio de Marina…
Sara dejó escapar una risa brusca, incontrolada, e inmediatamente se llevo la mano a la boca.
— Oh— exclamó—, lo siento, comisario. Ocurre que… En fin, nunca me lo he imaginado como un hombre de mar.
— Es cierto, Roosevelt— añadí—. Ahora que lo pienso, ¿qué diablos sabes tú de cuestiones navales?
— ¿Que qué sé?— replicó indignado—. He escrito un libro sobre la guerra naval de mil ochocientos doce… ¡Y fue muy bien recibido!
— Ah, bueno— contesté, asintiendo—, así es distinto.
Theodore recuperó su sonrisa.
— Sí, la Marina es el sitio ideal. A partir de ahora podremos empezar a planear un arreglo de cuentas con esos malditos españoles, porque…
— Por favor— le interrumpí, levantando una mano—. No quiero saberlo.
Sara y yo nos dirigimos a la escalera mientras Theodore se quedaba en el umbral de su despacho, con las manos en las caderas. Como de costumbre, su energía parecía intacta después de una larga noche de actividad, y el brillo de su sonrisa todavía era visible cuando llegamos al final del oscuro pasillo.
— ¿No os interesa?— preguntó Theodore alegremente a nuestras espaldas cuando ya empezábamos a bajar las escaleras—. ¡Pues podríais progresar! ¡Con el trabajo que habéis llevado a cabo, el imperio español no representaría ningún obstáculo! Ahora que lo pienso, se me ocurre una idea… ¡La psicología del rey de España! ¡Sí, traed vuestra pizarra a Washington y decidiremos el mejor medio para vencerle!
Al final su voz se hizo inaudible mientras abandonábamos el edificio.
Sara y yo recorrimos el breve trecho hasta Lafayette Place todavía en una especie de conmoción que nos impedía volver a cualquier detalle de la conclusión del caso. No es que no deseáramos aclarar muchas de las cosas que habían ocurrido en el embalse, pero ambos sabíamos que no poseíamos suficiente información para hacerlo por nuestra cuenta y que haría falta tiempo y sabiduría para abordar las terribles certezas que poseíamos. Y de éstas, ninguna tan cierta como que esa noche Sara había puesto fin a la vida de un hombre.
— Supongo que uno de nosotros estaba destinado a hacerlo— dijo con expresión de cansancio al doblar por Lafayette Place y empezar a caminar hacia el norte, la mirada fija en la acera—. Aunque nunca hubiese imaginado que iba a ser yo.
— Si había alguien que se lo merecía, éste era Connor— afirmé, tratando de tranquilizarla sin cometer el terrible error (según la forma de pensar de Sara) de protegerla.
— Oh, eso ya lo sé, John. De veras. Sin embargo…— Su voz se fue apagando. Luego se detuvo y respiró hondo, mirando la silenciosa calle a su alrededor. Sus ojos siguieron deambulando de un oscuro edificio a otro. Después, con un movimiento repentino que me sorprendió, me rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza en mi pecho—. Realmente se ha terminado, ¿verdad, John?
— Parece como si lo lamentaras— dije, acariciándole el pelo.
— Un poco. No por nada de lo ocurrido… Pero nunca había tenido una experiencia como ésta, y me pregunto cuántas más se me permitirán.
Le levanté la cabeza, cogiéndola por la barbilla, y miré profundamente sus verdes ojos.
— Tengo la impresión de que tratas con personas que te permiten hacer cosas… Y no es que tú seas muy buena en este aspecto, si me permites que te lo diga.
Sonrió ante el comentario y se acercó al bordillo de la acera.
— Es posible que tengas razón.— Se volvió al oír los cascos de un caballo—. ¡Oh, qué suerte! ¡Por allí viene un cabriolé!
Sara unió el índice y el pulgar y se los metió en la boca. Luego inspiró hondo y sopló con fuerza, soltando un silbido que casi me dejó sordo. Me tapé las orejas con las manos y la miré asombrado.
— He estado practicando— me dijo con una sonrisa, mientras el carruaje se aproximaba traqueteante y se detenía a su lado—. Stevie me ha enseñado. Lo hago bastante bien, ¿no crees?— Todavía sonriente, subió al cabriolé—. Buenas noches, John. Y gracias.— Luego dio unos golpes al techo del carruaje y ordenó—: ¡Cochero, a Gramercy Park!
Y desapareció.
A solas por vez primera esa noche, necesité unos instantes para decidir adónde dirigirme. Estaba terriblemente cansado, de eso no había la menor duda, pero dormir era algo impensable. Necesitaba pasear por las calles desiertas, no para intentar comprender todo lo ocurrido sino tan sólo para entender el hecho de que había sucedido. John Beecham estaba muerto. Por muy horroroso que fuera, había desaparecido el centro de mi existencia, y con el repentino dolor del miedo fui consciente de que el lunes por la mañana debería decidir si me reincorporaba o no a mi trabajo en el Times. La idea, por breve y pasajera que fuese, me pareció como mínimo espantosa: tener que pasar más días y más noches deambulando frente a la Jefatura de Policía, a la espera de que se materializara una pista o una noticia, y luego salir disparado para indagar los hechos de alguna disputa doméstica o de algún robo en la Quinta Avenida.
Sin darme cuenta me había detenido en la esquina con Great Jones Street, y al mirar a lo largo del trecho de manzana vi que las luces del Salón de Baile New Brighton aún estaban encendidas. A fin de cuentas, tal vez las explicaciones no se encontraran muy lejos, pensé. Y luego, antes de que de forma consciente decidiera ir allí, mis pies ya me llevaban hacia el local.
Todavía me encontraba a unos portales de la entrada cuando empecé a oír una música muy fuerte que salía del New Brighton (Paul Kelly tenía una orquesta mucho más numerosa y profesional que los habituales tres músicos que se veían en los cafés concierto). Pronto siguieron unas risotadas, unos cuantos gritos de borrachos, y finalmente al alboroto se unió el tintineo de vasos y botellas. No me gustó la perspectiva de entrar allí, de modo que experimenté un gran alivio al ver salir a Kelly por la puerta de cristales empañados cuando yo estaba a punto de llegar. Con él iba un sargento de la policía— vestido de uniforme—, que iba riendo y contando un fajo de billetes. Kelly se volvió, y al verme dio un leve codazo al sargento, indicándole que se largara. El sargento se alejó sin protestar en dirección a Mulberry Street.
— Vaya, Moore— exclamó Kelly, sacando una pequeña cajita de rapé del chaleco de seda y sonriéndome con su estilo encantador—. ¿Podrá olvidarse de eso que acaba de ver?— preguntó, inclinado la cabeza hacia el agente que se alejaba.
— No se preocupe, Kelly— dije, acercándome—. Creo que estoy en deuda con usted.
— ¿Conmigo?— rió Kelly—. No sé por qué, gacetillero. De todos modos, veo que todavía está entero. Por los rumores que circulan por la ciudad, yo diría que ha sido usted muy afortunado.
— Vamos, Kelly, he visto su carruaje esta noche… Y su hombre, McManus, nos ha salvado el pellejo.
— ¿Jack?— Kelly abrió la cajita de rapé, exhibiendo un montoncito de cocaína finamente pulverizada—. Vaya, no me ha dicho nada… De todos modos no parece típico de Jack ir por ahí haciendo buenas obras.— Kelly depositó un poco de cocaína sobre un nudillo de la mano, aspiró con fuerza y me tendió la cajita—. ¿Quiere un poco? Yo no acostumbro, pero estas últimas noches…
— No, gracias— rehusé—. Oiga, lo mejor que se me ocurre pensar es que ha hecho algún trato con Kreizler.
— ¿Un trato?— repitió Kelly, cuya afectada ignorancia empezaba a irritarme.
Kelly aspiró un poco más de cocaína, apartándose a un lado cuando un tipo corpulento y bien vestido salió tambaleándose del New Brighton en compañía de dos mujeres ordinarias y vestidas ostentosamente con trajes de noche. Kelly dio amigablemente las buenas noches al individuo, y luego se volvió otra vez hacia mí.
— A santo de qué iba a hacer tratos con el bueno del doctor.
— ¡Eso es lo que yo me pregunto!— repliqué exasperado—. La única explicación que se me ocurre es que en una ocasión dijo usted que sentía un gran respeto por él. Aquel día, en su carruaje, incluso dijo que había leído una monografía que él había escrito.
Kelly volvió a reír burlonamente.
— No creo que esto vaya en contra de mis propios intereses, Moore. Al fin y al cabo soy un hombre práctico. Lo mismo que su amigo, el señor Morgan…— Le miré sin entender, y su sonrisa se hizo más abierta—. Oh, vamos. Lo sé todo sobre su encuentro con el Narizotas.
Pensé en preguntarle cómo diablos estaba enterado, pero lo cierto es que me pareció inútil. No le veía dispuesto a cooperar, y yo sólo le servía de diversión.
— Bueno— anuncié, apartándome unos cuantos pasos—. He pasado por demasiadas cosas esta noche para quedarme ahora aquí jugando al quién sabe qué con usted, Kelly. Dígale a Jack que le debo un favor.
Dicho esto, me alejé rápidamente pero no había llegado a la mitad de la distancia que me separaba de la esquina cuando escuché la voz de Kelly:
— Oiga, Moore.— Me di la vuelta y le vi aún sonriente—. Ya que al parecer dispone usted de mucho tiempo…— Se metió de nuevo la cajita de rapé en el chaleco e inclinó divertido la cabeza—. No voy a admitir que sepa nada sobre esto, desde luego… Pero en cuanto disponga de unos minutos, hágase esta pregunta: de toda la gente que había allí esta noche, ¿quién era en realidad el más peligroso para los chicos de la parte alta de la ciudad?
Me quedé allí de pie, mirando estúpidamente a Kelly, y luego al suelo, tratando de entender el sentido de su pregunta. Al cabo de medio minuto, una respuesta empezó a formarse en mi agotado cerebro y la mandíbula se me aflojó ligeramente. Volví a levantar la vista con una especie de sonrisa, a punto de dar la respuesta…, pero Kelly ya no estaba allí. Se me ocurrió la idea de entrar en su busca, pero no tenía sentido y la abandoné al instante. Sabía lo que él había querido decir, y comprendía lo que había hecho. Paul Kelly, jefe hampón, jugador incorregible, filósofo aficionado y crítico social, había seguido una corazonada y, aunque probablemente ninguno de nosotros viviera lo suficiente para ver el resultado definitivo del juego, sospeché que su apuesta era la correcta.
Extrañamente reanimado, di media vuelta, subí a un coche que había aparcado frente al local de Kelly y casi le grité al cochero que me llevara a toda prisa por East Broadway. Mientras mi cochero fustigaba a su caballo por Lafayette Place y luego a la derecha por Worth Street, empecé a reír ahogadamente, e incluso a canturrear un poco
— El enigma final— entoné, repitiendo las palabras que Marcus había pronunciado antes aquella noche. Y yo quería estar allí cuando lo solucionaran.
Mi carruaje llegó al Instituto Kreizler poco después de las cuatro y media y se detuvo detrás de la calesa de Laszlo. En la calle sólo se oía el llanto de un bebé, que salía de una ventana abierta en uno de los edificios de apartamentos que había delante de los dos edificios de Kreizler. Después de pagar al cochero y descender del vehículo divisé a Marcus, que estaba sentado en los escalones metálicos que conducían a la entrada del Instituto, fumando un cigarrillo y mesándose el cabello. Me saludó con un movimiento nervioso de la mano, y luego me aproximé a la calesa para atisbar en su interior. Stevie estaba tendido sobre el asiento, fumando, y al verme me saludó con su cigarrillo.
— Hola, señor Moore— dijo amigablemente—. No están nada mal esos que fuma el sargento detective. Debería probar uno.
— Gracias— dije, volviéndome hacia el edificio—. Creo que lo haré. ¿Dónde está Cyrus?
— Ahí dentro— contestó el muchacho, volviendo a tumbarse—. Haciéndoles un poco de café. Llevan horas con ello.— Dio una profunda chupada al cigarrillo y luego se quedó mirando el cielo—. ¿Sabe, señor Moore? Es difícil imaginar que en un apestoso agujero como esta ciudad pueda haber tantas estrellas ahí arriba. Parece como si el olor bastara para mantenerlas a raya.
Sonreí y me aparté de la calesa.
— Tienes razón, Stevie— dije mirando las ventanas de la planta baja del Instituto, que aparecían brillantemente iluminadas.
Me senté junto al más alto de los Isaacson.
— ¿No estás ahí dentro?
Negó firmemente con la cabeza, al tiempo que dejaba escapar el humo por su larga y atractiva nariz.
— Estaba. Creí que podría soportarlo, pero…
— No hace falta que me lo expliques— dije, aceptando el cigarrillo que me ofrecía, y luego lo encendí—. No pienso entrar.
La puerta de entrada del Instituto se abrió con un crujido, y al volverme vi a Cyrus que asomaba la cabeza.
— Señor Moore. ¿Le apetece una taza de café?
— Si lo has preparado tú, desde luego.
Cyrus ladeó al cabeza y se encogió ligeramente de hombros.
— No le garantizo nada— dijo—. Llevo sin practicar desde que recibí el golpe en la cabeza.
— Correré el riesgo— contesté—. ¿Cómo van ahí dentro?
— A punto de acabar, creo. A punto de acabar…
Pero transcurrieron otros tres cuartos de hora antes de que hubiera alguna señal de que habían terminado en la sala de operaciones de Kreizler. Durante ese tiempo Marcus y yo fumamos, bebimos café y tratamos de acostumbrarnos, de un modo indirecto, a la conclusión de nuestra búsqueda y a la inminente disolución de nuestro equipo. Independientemente de cuáles fueran las respuestas que Kreizler y Lucius obtuvieran en la sala de operaciones, el hecho de que Beecham estaba muerto no iba a cambiar. A medida que la noche se transformaba en mañana, me di cuenta de cómo esta circunstancia se convertía en la fuerza condicionante de todas nuestras vidas.
Finalmente, a eso de la cinco y media, se abrió la puerta de la planta baja y Lucius hizo su aparición. Llevaba un delantal de cuero, manchado con múltiples fluidos olorosos, tanto corporales como de otro tipo, y parecía totalmente agotado.
— Bueno…— dijo, secándose las manos con una toalla manchada de sangre—. Eso es todo, supongo.— Se dejó caer sobre los escalones, a nuestro lado, sacó un pañuelo y se secó la frente, mientras Cyrus aparecía a sus espaldas por la puerta de entrada.
— ¿Eso es todo?— inquirió Marcus, ligeramente irritado—. ¿Qué quieres decir con eso es todo? ¿Qué es lo que habéis averiguado?