— Nada— contestó Lucius, sacudiendo la cabeza y cerrando los ojos—. Según todas las apariencias, todo es perfectamente normal. El doctor Kreizler ha comprobado los más mínimos detalles, pero…
Me levanté y lancé la colilla del cigarrillo a la calle.
— Entonces él tenía razón…— dije con voz queda, y un estremecimiento me recorrió la espalda.
Lucius se encogió de hombros.
— Tenía razón hasta donde la medicina determina que la tenía.
Marcus siguió estudiando a su hermano.
— ¿Es que intentas estropearlo?— exclamó—. Si él tenía razón, tenía razón, y no metas a la medicina en esto.
Lucius estaba a punto de subrayar el brillante razonamiento que subyacía en aquella afirmación, pero luego cambió de idea y asintió.
— Sí— suspiró—, él tenía razón.— Luego se levantó, se quitó el delantal y se lo entregó a Cyrus—. Y yo me voy a casa— añadió—. Él quiere vernos esta noche en Delmonico’s. A las once y media. Tal vez para entonces ya me sienta capaz de comer algo.
Empezó a alejarse.
— ¡Aguarda un segundo!— le llamó Marcus, y su hermano se detuvo—. No pretenderás dejar que vuelva solo a casa… Recuerda que eres tú quien lleva el arma. Adiós, John. Te veré esta noche.
— Hasta esta noche— asentí—. ¡Has hecho un buen trabajo, Lucius!
El más bajito de los Isaacson se volvió, levantando mecánicamente una mano.
— Sí, gracias, John. Tú también. Y Sara, y… Bueno, te veré luego.
Los dos hermanos se alejaron calle abajo, hablando y discutiendo hasta que se perdieron de vista.
La puerta de entrada se abrió de nuevo y apareció Kreizler, poniéndose la chaqueta. Su aspecto era incluso peor que el de Lucius: tenía la cara pálida y unas profundas ojeras. Pareció como si le costara un poco identificarme.
— Ah, Moore— dijo finalmente—. No te esperaba. Aunque me alegro, por supuesto.— Luego se volvió a Cyrus—. Hemos terminado, Cyrus. ¿Ya sabes lo que tienes que hacer?
— Sí, señor. El carretero estará aquí con el carromato dentro de unos minutos.
— ¿Tendrá cuidado de que no le vean?— preguntó Kreizler.
— Es un hombre del que podemos fiarnos, doctor— contestó Cyrus.
— Bien, entonces puedes hacer que te acompañe hasta la calle Diecisiete. Yo dejaré a Moore en Washington Square.
Kreizler y yo subimos a su coche y espabilamos al soñoliento Stevie, quien obligó a Frederick a dar la vuelta y le instó suavemente a seguir su camino. No apremié a Laszlo para que me informara, convencido de que lo haría en cuanto hubiera dispuesto de unos minutos para recuperarse.
— ¿Te ha dicho Lucius que no hemos encontrado nada?— preguntó al fin, cuando avanzábamos lentamente por Broadway.
— Sí— contesté.
— No hay indicios de anormalidad congénita ni de traumas físicos— añadió Laszlo con voz pausada—. Tampoco existe ninguna de las peculiaridades físicas que pudieran indicar enfermedad o defecto mental. Se trata, en todos los aspectos de un cerebro perfectamente sano, normal.— Kreizler se recostó en el asiento, dejando que la cabeza se apoyara en el toldo plegado.
— No te sentirás decepcionado, ¿verdad?— pregunté, algo confuso por su tono—. A fin de cuentas, esto prueba que tenías razón… Que no estaba loco.
— Esto indica que yo tenía razón— me corrigió Kreizler, con suavidad—. Sabemos tan poco sobre el cerebro, Moore…— Suspiró, pero inmediatamente intentó animarse—. De todos modos, sí, basándonos en los mejores conocimientos tanto médicos como psicológicos de que disponemos en estos momentos, John Beecham no era un loco.
— En fin— dije, admitiendo a regañadientes que iba a ser difícil que Kreizler hallara alguna satisfacción en aquel acierto—. Cuerdo o no, ha dejado de ser un peligro. Y eso es lo que cuenta sobre todo.
Laszlo se volvió a mirarme, mientras Stevie doblaba a la izquierda por Prince Street para evitar la confluencia entre Houston y Broadway.
— ¿De veras que al final no sientes compasión por él, Moore?— preguntó Laszlo.
— Bueno— exclamé, algo incómodo—. Si he de serte sincero, siento más compasión de la que me gustaría… Pero no hay duda de que tú sí te sientes trastornado por su muerte.
— No tanto por su muerte— corrigió Kreizler, sacando su pitillera de plata— como por su vida. Por la diabólica estupidez que le creó. Y por el hecho de que muriera antes de poderle estudiar a fondo. Todo el asunto me parece tremendamente inútil.
— Si lo querías vivo— pregunté, mientras Laszlo encendía un cigarrillo—, ¿entonces por qué has dicho que confiabas en que Connor nos hubiera seguido? Sin duda sabías que trataría de matar a Beecham.
— Connor…— musitó, carraspeando ligeramente—. Mira, debo confesar que eso es algo que no lamento de esta noche.
— Bueno…— intenté mostrarme juicioso—, ya sé que a fin de cuentas está muerto, pero sin él hubiésemos perdido la vida.
— Nada de eso— replicó Kreizler—. McManus hubiese intervenido antes de que Beecham pudiera hacernos auténtico daño… Había estado vigilando todo el rato.
— ¿Entonces por qué esperó tanto tiempo? ¡He perdido un diente, por el amor de Dios!
— Sí— contestó Kreizler, nervioso, acariciándose la pequeña incisión en la cara—, apareció con el tiempo bastante justo. Pero le había ordenado que no interviniera hasta estar convencido de que el peligro era de muerte, porque quería observar todo lo posible la actitud de Beecham. Por lo que respecta a Connor, todo lo que esperaba de su aparición era que le detuvieran. Eso o…
Hubo una terrible sensación de final y una gran soledad en la voz de Laszlo, y comprendí que sería mejor cambiar de tema si quería que él siguiera hablando.
— Esta noche he visto a Kelly. Supongo que acudiste a él porque no te quedaba otro remedio.— Kreizler asintió, todavía con amargura en sus negros ojos—. Me ha explicado la razón por la que accedió a ayudarte. O mejor, lo ha insinuado. Cree que eres un auténtico peligro para la actual situación de nuestra sociedad.
Laszlo soltó un gruñido.
— Tal vez él y el señor Comstock debieran comparar notas. Aunque si yo represento un peligro para la sociedad, hombres como ellos deben representar la muerte. Sobre todo Comstock.
Doblamos a la derecha por MacDougal Street, pasando ante los pequeños y oscuros restaurantes y los cafés italianos, en dirección a Washington Square.
— Laszlo— insistí, después de que volviera a caer en el silencio—, ¿qué quisiste decir cuando le aseguraste a Beecham que le podías arreglar un destino menos severo? ¿Hubieras argumentado que estaba loco, sólo para mantenerle con vida y poderlo estudiar?
— No— contestó Kreizler—. Pero pretendía apartarle del peligro más inmediato, y luego abogar por una sentencia a condena perpetua en vez de la silla eléctrica o la horca. Hace algún tiempo se me ocurrió que la observación que él hacía de nuestros esfuerzos, su carta, incluso su asesinato de Joseph, todo indicaba un deseo de comunicarse con nosotros. Y cuando ha empezado a responder a mis preguntas esta noche, he comprendido que había encontrado algo que nunca más volvería a encontrar: un asesino dispuesto a hablar de sus crímenes.— Kreizler volvió a suspirar y levantó las manos débilmente—. Hemos perdido una formidable ocasión. Estos hombres no suelen hacerlo, ¿sabes? Me refiero a hablar de su comportamiento. Después de ser detenidos se muestran reacios a admitir sus acciones; y aunque lo hagan, no hablan de sus detalles más íntimos. Parece como si no supieran por qué lo hacen. Fíjate en las últimas palabras de Beecham… Sencillamente, nunca había sido capaz de averiguar qué era lo que le impulsaba a matar. Pero yo creo que con el tiempo le hubiera ayudado a encontrar las palabras adecuadas.
Contemplé detenidamente a mi amigo.
— Sabes que no te lo habrían permitido.— Kreizler se encogió de hombros con obstinación, negándose a concederme este punto—. Por las dimensiones políticas que ha adquirido este caso— insistí—. Habría tenido uno de los procesos más rápidos de los que se conserva memoria, y en cuestión de semanas habría colgado de una soga.
— Es posible— dijo Kreizler—. Pero ahora nunca lo sabremos. Ah, Moore, hay tantas cosas que nunca sabremos…
— Reconocerás al menos el mérito de haber encontrado a ese hombre. Es una hazaña realmente asombrosa.
Laszlo volvió a encogerse de hombros.
— ¿Tú crees? Lo dudo. ¿Cuánto tiempo habría seguido ocultándose de nosotros, John?
— ¿Cuánto tiempo? Bueno, supongo que mucho. Llevaba años ocupado en eso.
— Sí— admitió Laszlo—, ¿pero cuánto tiempo más? La crisis era inevitable, no podía seguir eternamente sin que la sociedad conociera su existencia. Él lo quería así, lo quería desesperadamente. Si el ciudadano medio tuviera que describir a John Beecham a la luz de sus asesinatos, diría que era un desecho de nuestra sociedad, pero nada sería más superficial ni más incierto… Beecham nunca habría podido dar la espalda a la sociedad; ni a ésta ni a sí mismo. ¿Que por qué? Pues porque se hallaba perversa y completamente ligado a esa misma sociedad. Era producto de ella, su mala conciencia: un recuerdo vivo de todos los crímenes ocultos que cometemos cuando cerramos filas para vivir entre los demás. Él ansiaba la sociedad de los humanos, anhelaba la posibilidad de enseñar a la gente lo que su sociedad le había hecho. Pero lo más curioso es que la sociedad también lo necesitaba a él.
— ¿Lo necesitaba?— inquirí cuando avanzábamos por los tranquilos márgenes de Washington Square Park—. ¿Qué quieres decir? Le habrían sometido a una descarga eléctrica, de haber tenido la oportunidad.
— Sí, pero no antes de exhibirlo al mundo— replicó Kreizler—. Nos recreamos en hombres como Beecham; ellos son los depositarios de todo lo que hay de oscuro en nuestro mundo social. Pero ¿y las cosas que han contribuido a hacer de Beecham lo que era? Ésas las toleramos. Ésas incluso las disfrutamos.
Mientras Kreizler volvía a perder la mirada a lo lejos, la calesa se detuvo lentamente frente a la casa de mi abuela. El cielo empezaba a clarear por el este, pero ya había luz en las plantas superiores del número 19 de Washington Square. Cuando Kreizler volvió la cabeza para contemplar las calles a su alrededor y advirtió la luz, ésta provocó en su rostro la primera sonrisa de la mañana.
— ¿Qué piensa tu abuela de que hayas intervenido en un caso de asesinato, Moore?— preguntó— Ella siempre ha demostrado un gran interés por lo macabro.
— No se lo he dicho. Cree simplemente que ha empeorado mi afición por el juego. Y, pensándolo bien, creo que voy a dejar que lo siga creyendo.— Bajé a la acera con un salto ligeramente rígido—. Tengo entendido que esta noche vamos a vernos en Delmonico’s.
Kreizler asintió.
— Es el sitio apropiado, ¿no te parece?
— Indiscutiblemente. Avisaré a Charlie. Para que le diga a Ranhofer que nos prepare algo realmente excepcional. Nos lo merecemos, ¿verdad?
Kreizler sonrió.
— Por supuesto, Moore— dijo, cerrando la portezuela de la calesa y tendiéndome la mano. Se la estreché, y a continuación Laszlo se volvió al frente con un leve gruñido—. En marcha, Stevie.
El muchacho se volvió a saludarme, y luego el carruaje siguió su camino hacia la Quinta Avenida.
Casi veinticuatro horas después, cuando regresaba a casa tras una cena en Delmonico’s que habría saciado a todo un regimiento, incluidos los caballos, me detuve en el hotel Fifth Avenue para comprar la edición matutina del Times correspondiente al martes. Al bajar por la avenida hojeando el periódico, de nuevo me encontré con el ojo vigilante de los encasquetados muchachos de la limpieza callejera del coronel Waring, los cuales estaban al acecho de que dejara caer algún trozo de periódico. Pero no les hice caso y continué mi búsqueda, hasta que por fin localicé lo que iba buscando: en la esquina inferior derecha de la primera página.
Aquella mañana, el vigilante del depósito de cadáveres del Bellevue había hecho un terrible descubrimiento… Envuelto en una lona, y depositado cerca de la puerta trasera del edificio, había el cadáver de un hombre adulto y musculoso que en vida habría medido algo más de metro ochenta. Dado que el cadáver estaba desnudo, no se habían encontrado documentos que permitieron identificarlo. La aparente causa de su muerte era una sola herida de bala en el pecho, aunque el cuerpo también había sufrido más daños. Le habían abierto la parte superior del cráneo y le habían diseccionado el cerebro; según el personal forense, aquello sólo podía ser obra de un experto. En la lona se había hallado una nota asegurando que se trataba del responsable de los asesinatos de los muchachos que se dedicaban a la prostitución; o, tal como especificaba el Times, las muertes de varios jóvenes conocidos por haber trabajado en establecimientos demasiado sórdidos para nombrarlos en estas páginas. Unas preguntas formuladas al comisario Roosevelt (con quien yo había hablado aquella tarde por teléfono) habían confirmado que el asesino había sido abatido cuando trataba de continuar con sus horribles hazañas. Por varias razones importantes, que no había especificado, el comisario no estaba en condiciones de revelar el nombre del asesino ni los detalles de su muerte, pero los ciudadanos debían saber que en ella estaba involucrada la División de Detectives, y que el caso quedaba definitivamente cerrado.
Al finalizar el artículo, miré a mi alrededor y solté un prolongado aullido de satisfacción.
Todavía puedo experimentar aquella sensación de alivio cuando miro casi veintitrés años atrás. Ahora Kreizler y yo somos unos viejos, y Nueva York una ciudad muy distinta… Tal como J. P. Morgan nos dijo la noche que le visitamos en su Biblioteca Negra, la ciudad, al igual que todo el país, estaba al borde de una tumultuosa metamorfosis en 1896. Gracias a Theodore y a muchos de sus aliados políticos, nos habíamos convertido en una gran potencia, y Nueva York era más que nunca la encrucijada de este mundo. El crimen y la corrupción, que todavía son los firmes cimientos de la vida ciudadana, se han disfrazado más que nunca con adornos empresariales: Paul Kelly, por ejemplo, ha llegado a convertirse en un importante líder de un sindicato obrero. Es cierto que hay criaturas que siguen muriendo en manos de adultos depravados mientras comercian con su carne, y cuerpos sin identificar que de vez en cuando se encuentran en extraños lugares; pero, que yo sepa una amenaza como la de John Beecham no se ha repetido en la ciudad. Y mi esperanza sigue siendo que criaturas así no aparezcan muy a menudo; Kreizler, como es lógico, considera que esta esperanza es una manera de engañarme.