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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (74 page)

BOOK: El alienista
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— Será un milagro que podamos escuchar la representación…— comentó Kreizler, riendo de una forma que me inquietó pues ese tipo de cosas no solían hacerle mucha gracia—. El palco de los Astor está tan lleno que parece que se vaya a venir abajo… Y a las siete y media los muchachos Rutherford ya estaban tan borrachos que no se sostenían en pie.

Había sacado mis prismáticos plegables y estaba examinando el otro lado de la Herradura.

— En el palco de los Clews hay todo un rebaño de jovencitas— comenté—. Aunque no parece que hayan venido precisamente a escuchar a Maurel. Seguro que lo que les interesa es cazar un marido.

— Los guardianes del orden social…— murmuró Kreizler, tendiendo una mano hacia el teatro y suspirando—. ¡Mira qué fachas exhiben!

— Hoy tienes un humor bastante raro… No estarás borracho, ¿verdad?— inquirí, después de dirigirle una mirada socarrona.

— Más sobrio que un juez— contestó Laszlo—. Aunque no todos los jueces de por ahí están muy sobrios. Y en respuesta a esa mirada de preocupación que veo en tu cara, Moore, deja que te diga que tampoco he perdido la razón. Ah, allí está Roosevelt.— Kreizler levantó el brazo para señalar, y de pronto dio un leve respingo.

— ¿Todavía te causa problemas?— pregunté.

— Sólo de vez en cuando. La verdad es que ni siquiera fue lo que podría calificarse de un tiro. Debería imputárselo al hombre que…— Kreizler pareció interrumpirse al mirarme, y luego sonrió forzadamente—. Ya te lo contaré algún día. Y ahora, dime, John… ¿Dónde están los otros miembros del equipo en estos momentos?

Podía percibir que la mirada de preocupación todavía estaba en mi rostro pero, ante esta pregunta, finalmente me encogí de hombros y dejé que se desvaneciera.

— Han ido al High Bridge con los detectives— expliqué—. Para tomar posiciones cuanto antes.

— ¿Al High Bridge?— preguntó Kreizler, ansioso—. ¿Entonces creen que será en la torre del High Bridge?

Asentí.

— Así lo hemos interpretado nosotros.

Los ojos de Kreizler, rápidos y vivaces hasta este momento, centellearon sin duda con la excitación.

— Sí— murmuró—. Sí, claro… Era la otra elección inteligente.

— ¿La otra?— inquirí.

Negó con la cabeza y se apresuró a responder:

— Déjalo, no tiene importancia. No les habrás hablado de nuestro acuerdo, ¿verdad?

— Les dije adónde iba a ir— contesté, un poco a la defensiva—. Pero no exactamente por qué.

— Magnífico.— Kreizler volvió a reclinarse en el respaldo del asiento, con expresión profundamente complacida—. ¿Así que no hay forma de que Roosevelt pueda saber…?

— ¿Saber qué?— pregunté, empezando a experimentar aquella sensación, ya familiar, de haber entrado en el teatro equivocado y en plena representación.

— ¿Qué?— murmuró Kreizler, como si apenas fuera consciente de mi presencia—. Oh, ya te lo explicaré luego.— De pronto señaló el foso de la orquesta—. Espléndido… Ahí está Seidl.

Sobre el podio apareció el noble perfil y la larga melena de Antón Seidl, antiguo secretario privado de Richard Wagner y en aquellos momentos el mejor director de orquesta de Nueva York. Con su nariz aguileña, adornada por unos quevedos que de algún modo lograban permanecer en su percha durante los vigorosos movimientos que caracterizaban su estilo de dirigir, Seidl ordenó instantáneamente silencio en el foso, y cuando volvió su severa mirada hacia el público, muchos de los miembros de aquella sociedad que seguían hablando se callaron y permanecieron temerosos durante algunos minutos. Pero entonces las luces del teatro se fueron extinguiendo y Seidl atacó la impresionante obertura de Don Giovanni, momento en que el ruido volvió a intensificarse en los palcos, alcanzando un nivel más molesto que nunca. Sin embargo, Kreizler siguió sentado con una expresión totalmente relajada en el rostro.

De hecho, durante dos actos y medio Laszlo soportó con desconcertante ecuanimidad la ignorancia de aquel público inculto respecto al milagro musical que se estaba desarrollando sobre el escenario. La voz y la interpretación de Maurel eran tan brillantes como siempre, y sus compañeros de reparto— en especial Edouard de Reszke en el papel de Leoporello— estaban espléndidos; no obstante, la única muestra de agradecimiento hacia ellos era alguna que otra salva de aplausos y la cada vez más irritante cháchara y el bullicio en todo el teatro. La Zerlina de Frances Saville fue una completa delicia, aunque el talento de su voz no impidió que los estúpidos muchachos Rutherford la jalearan como si se tratara de cualquiera de las bailarinas de un café concierto del Bowery. Durante los entreactos, la gente se comportaba en gran medida igual que antes de empezar la representación— como una gran manada de rutilantes bestias de la selva—, y cuando Vittorio Arimondi, en el papel del Commendatore, empezó a llamar a la puerta de Don Giovanni, yo ya estaba completamente asqueado del ambiente general, y absolutamente confuso respecto a por qué Kreizler me había pedido que asistiera.

Pero no tardé en advertir los inicios de una respuesta a esto. Justo cuando Arimondi aparecía en el escenario y apuntaba con su dedo de estatua a Maurel, y Seidl conducía a su orquesta a un crescendo que yo raras veces había escuchado— ni siquiera en el Metropolitan—, Laszlo se levantó tranquilamente, respiró hondo y, con expresión satisfecha, me tocó del hombro.

— Muy bien, Moore— susurró—. Tenemos que irnos, ¿no?

— ¿Irnos?— inquirí levantándome, y le seguí a la parte más oscura del palco—. ¿Adónde? ¿No teníamos que reunirnos con Roosevelt después de la representación?

En lugar de responder a mi pregunta, Kreizler se limitó a abrir la puerta que daba al salón, por la que entraron Cyrus Montrose y Stevie Taggert. Ambos vestían una indumentaria muy parecida a la que llevábamos Kreizler y yo. Me sorprendió gratamente verlos, y en especial a Stevie. El muchacho parecía recuperado de la paliza que le había dado Connor, aunque se le veía claramente incómodo con semejante atuendo, y no muy feliz de asistir a la ópera.

— No te preocupes, Stevie— le dije, dándole un manotazo en la espalda—. Que yo sepa, esto no ha matado nunca a nadie.

Stevie metió un dedo dentro del cuello de la camisa e intentó aflojárselo con varios tirones.

— Lo que daría por un cigarrillo… ¿No tiene usted alguno, señor Moore?

— Vamos, vamos, Stevie…— Kreizler le miró con severidad, al tiempo que cogía su gabán—. Ya hemos hablado sobre esto.— Luego se volvió hacia Cyrus—. ¿Ha quedado claro lo que hay que hacer?

— Sí, señor— contestó Cyrus, llanamente—. Al finalizar la representación, el señor Roosevelt querrá saber adónde han ido ustedes dos. Yo le diré que no lo sé. Entonces llevaremos el coche al sitio que usted nos ha ordenado.

— ¿Cogiendo…?— le preguntó Kreizler, a modo de sugerencia.

— Cogiendo una ruta indirecta, por si alguien nos estuviera siguiendo.

Laszlo asintió.

— Bien. Vámonos, Moore.

Mientras Kreizler salía al salón, volví a mirar hacia el teatro y observé que nadie entre el público habría podido advertir el cambio que se había producido: quedaba claro el motivo por el que Laszlo había querido que nos sentáramos al fondo del palco. Luego, al ver cómo sufría Stevie bajo el yugo del traje de gala, comprendí otra cosa: aquellos dos, al sustituir a unas siluetas vagamente parecidas, tenían que dar la sensación de que Kreizler y yo seguíamos todavía en el teatro. Pero ¿con qué propósito? ¿Adónde se dirigía Laszlo con tantas prisas? Las preguntas se formulaban sin cesar en mi mente, pero quien tenía las respuestas ya estaba saliendo del teatro. Así que mientras Don Giovanni gritaba de horror en su descenso al infierno, yo seguí a Kreizler a través de las puertas del Metropolitan que daban a Broadway.

Cuando llegué a su altura, su ánimo destilaba una vivificante determinación.

— Iremos andando— le dijo al portero, quien ya hacía gestos a un grupo de ansiosos cocheros.

— ¡Kreizler, maldita sea!— exclamé exasperado mientras le seguía hasta la esquina de Broadway—. ¿Te importaría decirme por lo menos adónde vamos?

— Pensaba que a estas alturas ya lo habrías imaginado— me contestó, haciéndome señas de que le siguiera—. Vamos en busca de Beecham.

Aquellas palabras me impactaron con tal fuerza que Laszlo tuvo que cogerme de la solapa y tirar de mí. Le seguí dando traspiés hasta la acera, y mientras aguardábamos a que el tráfico nos permitiera cruzar, mi amigo se echó a reír.

— No te preocupes, John— me dijo—, son sólo unas manzanas… Pero me dará tiempo a contestar a todas tus preguntas.

— ¿Unas cuantas manzanas?— repetí, tratando de librarme de mi aturdimiento mientras zigzagueábamos entre los carruajes y las deposiciones de los caballos hasta que finalmente logramos cruzar Broadway—. ¿A la torre del High Bridge? Pero si está a varios kilómetros de aquí…

— Me temo que esta noche no vamos a ir al High Bridge, John. La vigilancia de nuestros amigos va a resultar frustrante.

Mientras bajábamos por la calle Treinta y nueve, el ruido de Broadway fue menguando y nuestras voces empezaron a resonar contra la oscura hilera de casas que se extendía hacia la Sexta Avenida.

— Entonces, ¿adónde diablos nos dirigimos?

— Puedes averiguarlo tú mismo— contestó Kreizler, cuyo paso había adquirido aún mayor celeridad—. ¡Acuérdate de lo que Beecham dejó en su apartamento!

— ¡Laszlo!— le dije irritado, sujetándole del brazo—. ¡No he venido aquí para jugar a las adivinanzas! He abandonado a gente con la que he trabajado durante meses, e incluso he dejado a Roosevelt en la estacada… ¡Así que párate de una vez y dime qué diablos ocurre!

La expresión de Laszlo pasó por un momento del entusiasmo a la compasión.

— Lo siento por los demás, John… De veras. Si se me hubiese ocurrido otra forma… Pero no la hay. Entiéndelo, por favor. Si la policía interviniera en esto, significaría la muerte de Beecham… De eso estoy absolutamente convencido. Oh, no quiero decir que Roosevelt participara en ello, pero durante su traslado a Tombs, o donde se encontrara su celda, podría ocurrir cualquier accidente. Un detective, o un guardián, o algún otro prisionero, tal vez alegando legítima defensa, pondría fin a ese cúmulo de problemas al que conocemos como John Beecham.

— Pero ¿y Sara?— protesté—. ¿Y los Isaacson? Sin duda ellos se merecen…

— ¡No podía correr ese riesgo!— exclamó Kreizler, siguiendo hacia el este con paso acelerado—. Ellos trabajan para Roosevelt, y a él le deben el puesto que ocupan. No podía correr el riesgo de que le informaran de lo que yo estaba planeando. Ni siquiera podía contártelo a ti, porque sabía que habías prometido informar a Roosevelt de todo cuanto averiguaras, y tú no eres un hombre que falte a su palabra.

Debo admitir que esto me apaciguó un poco, pero mientras apresuraba el paso para mantenerme a su lado, seguí presionándole para que me explicara los detalles.

— ¿Pero se puede saber qué has planeado y cuánto tiempo llevas planeándolo?

— Desde la mañana siguiente a la muerte de Mary— contestó, sólo con un leve tono de amargura. Entonces volvimos a hacer un alto en la Sexta Avenida y Kreizler me miró, con sus negros ojos centelleando aún—. Al principio mi retirada de la investigación se debió a una simple reacción emocional, que tal vez habría reconsiderado con el tiempo. Pero aquella mañana me di cuenta de algo: dado que yo me había convertido en el principal foco de atención de nuestros enemigos, lo más probable era que mi retirada os proporcionara vía libre a los demás.

Guardé silencio mientras consideraba la posibilidad.

— Y así ha sido— corroboré al cabo de unos segundos—. No hemos vuelto a tener noticias de Byrnes.

— Yo sí— dijo Kreizler—. Y todavía los veo. Me lo he pasado de maravilla paseándoles por toda la ciudad. Era absurdo, lo sé, pero si seguía con eso confiaba en que los demás, combinando vuestras propias habilidades con lo que habíais aprendido durante el tiempo que habíamos trabajado juntos, seríais capaces de hallar una serie de pruebas que condujeran a una predicción definitiva de cuál iba a ser el siguiente paso que Beecham iba a dar.— Mientras pasábamos entre el tráfico de la Sexta Avenida, Laszlo desplegó la mano derecha para exponer sus consideraciones—. Yo ya había llegado a la misma conclusión por lo que se refería al veinticuatro de junio, festividad de San Juan Bautista. Esto dejaba en vuestras manos la determinación de la víctima y la localización. Tenía grandes esperanzas en que tu joven amigo Joseph nos ayudara en la primera de estas cuestiones…

— Y estuvo muy cerca de conseguirlo— dije, sintiendo un pinchazo, ahora ya familiar, de culpa y de dolor—. En realidad nos proporcionó la idea de quién no sería la víctima… Sabíamos que no procedería de alguno de los burdeles, sino que sería alguien que hacía la calle.

— Sí— dijo Laszlo, al tiempo que llegábamos al lado este de la avenida—. El muchacho nos hizo un gran servicio, y su muerte ha sido una tragedia…— musitó con profundo pesar—. Todo lo que entra de algún modo en contacto con la existencia de John Beecham parece destinado a un trágico final…— De pronto su determinación pareció menos firme—. En cualquier caso, lo que Joseph dijo sobre el castillo desde el que la presunta víctima iba a poder ver toda la ciudad, ha supuesto una ayuda incalificable; es decir, cuando lo consideramos junto a lo que se encontró en el apartamento de Beecham. Por cierto, éste fue un trabajo estupendo… Me refiero a lo de encontrar el lugar.

Me limité a asentir y sonreí agradecido; había abandonado definitivamente cualquier intento de poner en duda la actuación que Kreizler había planeado para esa noche. Por sorprendente que pueda parecer un cambio tan repentino de opinión, debo recordar que durante semanas yo había trabajado sin la amistad ni los consejos de Laszlo, y que a veces le notaba a faltar tremendamente. El hecho de volver a caminar a su lado, oírle diseccionar el caso de un modo tan firme y decidido, y sobre todo saber que Sara, los Isaacson y yo habíamos permanecido en su recuerdo durante todo el tiempo de la investigación que habíamos estado separados, me producía una gran alegría y a la vez un gran alivio. Sabía que de algún modo ahora trabajaba de espaldas al resto de nuestro equipo, y era fácil ver que su desaforado entusiasmo contenía un elemento impredecible y tal vez incontrolable; pero tales consideraciones fueron perdiendo su importancia mientras seguíamos bajando por la calle Treinta y nueve. Estábamos siguiendo la pista correcta, de esto me hallaba convencido, y mi propia excitación no tardó en acallar la débil y prudente voz que, en el fondo de mi mente, me decía que éramos sólo dos los que corríamos a efectuar una tarea que en principio se había pensado para mucha más gente.

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