— Señor Moore… Bueno, es sobre el hombre que andan ustedes buscando. El otro día oí decir al doctor Kreizler que a ninguno de los chicos asesinados lo habían… En fin, violado. ¿Es eso cierto, señor?
— Sí, de momento así es, Stevie. ¿Por qué lo preguntas?
— Es que me ha hecho pensar en una cosa. ¿Quiere eso decir que el asesino no es un marica?
Me erguí en el asiento ante la franqueza de la pregunta. A veces había que hacer grandes esfuerzos para recordar que Stevie sólo tenía doce años.
— No, Stevie, esto no significa que no sea un… un marica. Pero el hecho de que sus víctimas hagan el trabajo que hacen no significa tampoco que lo sea.
— ¿Piensan que quizá sólo odia a los maricas?
— Tal vez haya algo de eso.
Nos abrimos paso entre el tráfico de Houston Street, Stevie debatiéndose con sus razonamientos y al parecer indiferente a las prostitutas, drogadictos, vendedores ambulantes y mendigos que pululaban a nuestro alrededor.
— ¿Sabe lo que pienso, señor Moore? Que tal vez sea un marica, y que a la vez odie a los maricas. Como aquel guardián que me lo hizo pasar tan mal en Randalls Island.
— No acabo de entenderte.
— Bueno, ya sabe… En el juzgado, cuando me llevaron allí por romperle la cabeza a aquel tipo, intentaron hacerme pasar por loco diciendo que el tipo tenía mujer e hijos y todo eso… así que ¿cómo podía ser marica? Y en El Refugio, si atrapaba a dos chicos buscándose para eso, bueno, caía sobre ellos. Pero a pesar de todo, yo no era el primer chico con el que lo intentaba… No, señor. Así que pienso que quizá por eso tenía un carácter tan despreciable… En realidad, en el fondo no sabía lo que era. ¿Entiende lo que quiero decirle, señor Moore?
Sí, entendía muy bien lo que me quería decir. En nuestro cuartel general habíamos mantenido largas discusiones respecto a las tendencias sexuales de aquel asesino, y tendríamos muchas más antes de que finalizara nuestro trabajo. Sin embargo, en aquel razonamiento Stevie había estado muy cerca de cristalizar todas las conclusiones a que habíamos llegado.
En realidad nuestros cerebros respectivos funcionaban a todas horas para dar con ideas y teorías que hicieran avanzar la investigación, sin embargo, tal como podía esperarse, nadie trabajaba tan intensamente como Kreizler. De hecho, sus esfuerzos eran tan continuados y a veces tan excesivos que empecé a preocuparme por su salud tanto física como mental. Después de permanecer veinticuatro horas ante su escritorio con una pila de almanaques y una enorme hoja de papel en la que había anotado las cuatro fechas de los asesinatos más recientes (uno de enero, dos de febrero, tres de marzo y tres de abril), tratando de descifrar el misterio de cuándo el asesino volvería a matar, la cara de Laszlo estaba tan pálida y ojerosa que ordené a Cyrus que lo acompañase a casa para que descansara un poco. Recordé la afirmación que había hecho Sara de que Kreizler parecía tener algún reto personal en lo que estábamos haciendo, y aunque deseaba pedirle que me lo explicara con más detalle, temía que semejante conversación reavivara mi tendencia a especular sobre sus relaciones privadas, que no eran asunto mío ni conducían a nada productivo por lo que se refería al caso.
Pero esta discusión se hizo inevitable una mañana, cuando Kreizler— recién llegado después de pasar toda una noche en su Instituto, en donde habían surgido problemas relacionados con una nueva alumna y los padres de ésta— se marchó para efectuar una evaluación de la cordura mental de un hombre que había descuartizado a su mujer sobre un altar construido en casa. Últimamente Laszlo había reunido pruebas que apoyaban la teoría de que nuestros asesinatos eran producto de un extraño ritual durante el cual nuestro asesino– mediante algo parecido a los giros que realizaban los derviches mahometanos— llevaba a cabo unos actos físicos extremos, aunque bastante formales, para obtener algún alivio psíquico. Kreizler basaba su idea en varios hechos: a los muchachos los había estrangulado antes de mutilarlos, lo cual otorgaba al asesino un control absoluto de la situación mientras llevaba a cabo la representación; además, las mutilaciones seguían una pauta extremadamente uniforme, centrada en la extirpación de los ojos; y por último, cada asesinato había ocurrido cerca del agua, y en una estructura cuya función emergía de la misma agua. Se sabía de la existencia de otros asesinos que habían contemplado sus horribles acciones como ritos personales, y Kreizler creía que si lográbamos hablar con bastantes de ellos, aprenderíamos a leer cualquier mensaje que pudieran contener las mutilaciones en sí. Sin embargo, semejante labor era especialmente dura para el sistema nervioso, incluso para un experto alienista como Kreizler. Si a esto añadíamos su estado general de agotamiento debido al exceso de trabajo, la fórmula era ideal para que surgieran dificultades.
La mañana en cuestión, Sara y yo— que llegábamos al número 808 de Broadway justo cuando Kreizler salía— vimos casualmente que Laszlo estaba a punto de desmayarse al subir a la calesa. Se recuperó mediante sales de amoníaco y una risita, pero Cyrus nos dijo que esta vez hacía dos días que Kreizler no disfrutaba de algo parecido a un auténtico sueño.
— Se va a matar como no afloje un poco— comentó Sara cuando se alejó la calesa y entramos en el ascensor—. Trata de compensar con el esfuerzo la falta de pistas y de hechos. Como si así pudiera forzar una respuesta a todo esto.
— Siempre ha sido así— repliqué, meneando la cabeza—. Incluso cuando éramos pequeños, siempre iba detrás de algo, y siempre con la misma terrible seriedad. En aquel entonces resultaba divertido.
— Bueno, ahora ya no es un niño, y debe aprender a cuidar de sí mismo.— Hablaba con dureza, pero su tono fue distinto cuando me preguntó como casualmente y sin mirarme—: ¿Ha habido alguna mujer en su vida, John?
— Hubo su hermana— contesté, consciente de que no era eso lo que ella quería saber—. Solían estar muy unidos, pero luego ella se casó… Con un inglés; un baronet o algo por el estilo.
Sara logró mantener un tono formal, aunque con no poco esfuerzo.
— ¿Pero mujeres…? En el sentido romántico, quiero decir.
— Oh, sí. Bueno, estuvo Francis Blake. La conoció en Harvard, y durante un par de años pareció que iban a casarse. A mí nunca me pareció posible. En mi opinión, ella era una arpía, aunque él la encontraba encantadora.
En el rostro de Sara apareció la más burlona de sus sonrisas.
— Puede que a él le recordara a alguien.
— A mí me recordaba una arpía… Oye, Sara, ¿qué quisiste decir con aquello de que tal vez Kreizler tuviera algún reto personal en este asunto. ¿Personal en qué sentido?
— No estoy muy segura, John— me contestó al entrar en el cuartel general y encontrarnos a los Isaacson enzarzados en una acalorada discusión sobre algunos detalles evidentes—. Pero puedo decirte una cosa.— Sara bajó la voz, dando a entender que no quería proseguir la conversación en presencia de los demás—. Se trata de algo más que su reputación, y más incluso que la simple curiosidad científica. Es algo antiguo y complejo. Tu amigo el doctor Kreizler es un hombre muy complejo.
Dicho esto, Sara se dirigió a la cocina para preparar un poco de té y yo me sumé a la conversación de los Isaacson.
De este modo pasamos la mayor parte de abril, con el tiempo mejorando, pequeños fragmentos de información encajando lenta pero continuamente, y preguntas mutuas cada vez más amplias, sin llegar a formularlas del todo abiertamente. Después ya habría tiempo para explorar tales asuntos, no dejaba de decirme. De momento lo que importaba era el trabajo, la labor que teníamos entre manos, de la que dependían quien sabe cuántas vidas. La clave estaba en el enfoque, en el enfoque y en la preparación, a punto para descubrir lo que pudiera maquinar la mente de aquel hombre al que estábamos buscando. Yo adoptaba tranquilamente esta actitud, percibiendo, después de haber visto a dos de sus víctimas, que ya había contemplado lo peor que él podía ofrecerme.
Pero el incidente que ocurrió a finales de mes nos situó a mis compañeros y a mí frente a un nuevo tipo de horror, un horror nacido no de la sangre sino de las palabras… Un tipo de horror que, a su modo, era tan terrible como cualquiera de los otros a los que nos habíamos enfrentado.
Una tarde especialmente agradable de un martes estaba yo sentado ante mi escritorio, inmerso en la lectura de un artículo del Times sobre un tal Henry B Bastian de Rock Island, Illinois, quien días atrás había matado a tres muchachos que trabajaban en su granja, y después de descuartizar los cadáveres había echado los trozos a los cerdos. (Los habitantes del pueblo eran incapaces de imaginar las causas de un crimen semejante, y cuando los agentes de la ley se presentaron para arrestar a Bastian, éste se suicidó, eliminando así cualquier posibilidad de que el mundo descubriera o estudiara sus motivaciones.) Sara estaba llevando a cabo una de sus cada vez más raras visitas a Mulberry Street, y Marcus también se encontraba allí. Éste visitaba con frecuencia la jefatura en horas libres para repasar los archivos de antropometría sin que nadie le molestara, pues Marcus todavía albergaba la esperanza de que nuestro asesino estuviera fichado como un importante criminal. Mientras tanto, Lucius y Kreizler estaban a punto de abandonar el manicomio de la Isla de Ward donde habían pasado la tarde estudiando los fenómenos de las personalidades secundarias y de las disfunciones en el hemisferio cerebral, para determinar si alguna de estas patologías podía caracterizar a nuestro asesino.
Kreizler consideraba que tales posibilidades eran muy remotas, por no decir imposibles, básicamente porque los pacientes aquejados de conciencia dual (surgida de algún trauma psíquico o físico) por lo general no parecían capaces de una planificación tan amplia como la que había demostrado poseer nuestro asesino. Pero Laszlo estaba decidido a considerar incluso las teorías más improbables. Además le gustaban estas salidas con Lucius, pues le permitían intercambiar fragmentos de sus extraordinarios conocimientos médicos por incomparables lecciones sobre ciencia criminal. Por eso cuando Kreizler telefoneó alrededor de las seis para decir que él y el sargento detective habían finalizado su investigación, no fue del todo una sorpresa percibir en la voz de Laszlo una mayor viveza que en los últimos días. Y yo le contesté con la misma animación cuando sugirió que nos encontráramos para tomar una copa en Brubacher’s Wine Garden de Union Square, donde podríamos cotejar notas sobre las actividades del día.
Pasé otra media hora con los periódicos de la tarde, luego redacté una nota para Sara y Marcus diciéndoles que se reunieran con nosotros en Brubacher’s. Después de clavar la nota en la puerta de la entrada, cogí un bastón del elegante paragüero de cerámica que había pertenecido a la marquesa Carcano y salí a la cálida tarde, sintiéndome tan alegre como podría estar cualquier hombre que hubiese pasado el día sumergido en sangre, mutilaciones y homicidios.
El ambiente de Broadway estaba animado, pues las tiendas permanecían abiertas hasta tarde para la venta de los martes. Aún no había anochecido, pero McCreery conservaba todavía el horario de iluminación de invierno: los escaparates, que parecían faros luminosos, ofrecían cierta satisfacción a la posible clientela que circulaba entre la multitud. Los servicios vespertinos habían finalizado en Grace Church, pero aún había unos cuantos feligreses reunidos fuera, sus atuendos ligeros testigos de la tan esperada y ya irreversible llegada de la primavera Con un golpe de bastón en el suelo doblé hacia el norte, dispuesto a volver a pasar al menos unos minutos entre el mundo de los vivos, y me encaminé hacia uno de los mejores sitios para conseguirlo.
PapaBrubacher, un auténtico tabernero gemutlich, de los que siempre se alegraban al ver a un cliente habitual, había montado una de las mejores bodegas donde se despachaba vino y cerveza en Nueva York, y la terraza de su establecimiento, al otro lado de la calle en la parte este de Union Square, era un sitio ideal para ver pasear a la gente por los jardines de la plaza mientras el sol se ocultaba más allá de los límites occidentales de la calle Catorce. Pero ésta no era la principal razón de que los caballeros aficionados a las apuestas, como yo, frecuentáramos el local. Cuando los tranvías habían hecho su aparición en Broadway, a algún anónimo conductor se le había metido en la cabeza que si no se tomaban a toda velocidad las serpenteantes curvas que las vías hacían en torno a Union Square, el vehículo se soltaría del cable. Los demás conductores de la línea habían aceptado esta teoría nunca probada y muy pronto, al trecho de Broadway correspondiente a lo largo de la plaza se le apodaba la curva del muerto por la frecuencia con que confiados peatones y carreteros perdían la vida o alguna extremidad bajo los veloces tranvías. La terraza de Brubacher’s proporcionaba una vista excelente de todo este ajetreo, y durante las cálidas tardes y noches, al oír que se aproximaba alguno de aquellos mortíferos inventos, entre los clientes de la bodega se acostumbraba a apostar si había posibilidades de que se produjera un accidente. Tales apuestas a veces podían alcanzar sumas considerables, y el sentimiento de culpabilidad que los espectadores experimentaban cuando se producía una colisión nunca había bastado para suprimir aquel juego. La frecuencia de los accidentes había alcanzado tales proporciones— de ahí la importancia de las apuestas— que Brubacher’s se había ganado el sobrenombre de El Mausoleo, y se había convertido en un centro de paso obligatorio para cualquier visitante de Nueva York que aspirase al título de apostador.
Al cruzar la calle Catorce hacia la pequeña Isla embaldosada al este de Union Square, que albergaba la espléndida estatua ecuestre que Henry K Brown le había hecho al general Washington, empecé a percibir los gritos de costumbre, ¡Veinte pavos a que la vieja no lo consigue! ¡A ese tipo sólo le queda una pata; no tiene ninguna posibilidad!, procedentes del local de Papá Brubacher. Los gritos de las apuestas me hicieron acelerar el paso, y al llegar salté por encima de la barandilla cubierta de hiedra que bordeaba la terraza y me acerqué a un grupo de viejos amigos. Después de pedir un litro de suave y oscura Wurzburguer, que apareció con un copete de espesa crema batida, me demoré sólo el tiempo necesario para abrazar al viejo Brubacher y luego empecé a hacer apuestas compulsivamente.
Cuando Kreizler y Lucius hicieron acto de presencia, poco después de las siete, mis amigos y yo habíamos presenciado el casi atropello de dos niñeras con sus cochecitos y el roce de un tranvía con un lujoso landó. Cuando estalló una fuerte polémica sobre si este último contacto constituía o no una colisión, me alegré de poder retirarme a un rincón relativamente apartado de la terraza en compañía de Lucius y de Kreizler, que pidieron una botella de Didesheimer. Sin embargo, la conversación en que los encontré enfrascados, repleta de referencias a distintas partes del cerebro y a sus funciones, no resultó muy distraída. El lejano ruido de un tranvía que se acercaba marcó finalmente una nueva ronda de apuestas, y me disponía a apostar todo el contenido de mi billetero a favor de la agilidad de un vendedor ambulante de frutas cuando me encontré frente a frente con Marcus y Sara.