— Extraordinario— repliqué, al tiempo que Sara entraba en el edificio. Antes de poderla seguir, el primero de los hombres volvió a agarrarme.
— No serás otro poli, ¿verdad?— me preguntó amenazador.
— Por supuesto que no— contesté—. Odio a los polis.
El tipo asintió pero no dijo nada, por lo que consideré que me autorizaba a pasar.
Para llegar a la parte posterior del edificio había que atravesar el pasillo completamente a oscuras que partía desde la fachada: siempre una experiencia inquietante. Con Sara en cabeza, avanzamos tanteando las sucias paredes, tratando infructuosamente de ajustar la vista a la falta de luz. Me sobresalté cuando Sara tropezó con algo, y mucho más aún cuando aquella cosa empezó a berrear.
— ¡Dios del cielo, John!— exclamó Sara—. ¡Es un bebé!
Seguía sin poder ver absolutamente nada pero, al acercarme, el olor confirmó que se trataba de un bebé; la pobre criatura debía de estar cubierta con sus propios excrementos.
— Tenemos que ayudarle— dijo Sara, y yo pensé en los hombres de la entrada.
Sin embargo, al volverme a mirar hacia la entrada del edificio, los vi recortándose contra la nieve que caía en el exterior, balanceando unos palos al tiempo que nos vigilaban, y de vez en cuando se reían de un modo bastante desagradable. No cabía esperar ayuda de aquella gente, así que intenté abrir puertas en el pasillo. Al final encontré una que cedió, y tiré de Sara para que entrara.
Allí dentro sólo había un hombre y una mujer ancianos, unos traperos que únicamente aceptaron hacerse cargo del bebé cuando les ofrecimos medio dólar. Nos dijeron que el pequeño pertenecía a una pareja que vivía al otro lado del pasillo y que estaba fuera, como solía estar día y noche, inyectándose morfina y bebiendo en un tugurio que había al doblar la esquina. El anciano nos aseguró que darían algo de comer al bebe y que lo limpiarían, ante lo cual Sara les dio otro dólar. Ninguno de los dos nos hacíamos muchas ilusiones respecto al bien que a la larga le haría a aquella criatura que la limpiaran y la alimentaran (imagino que alguien pensara que simplemente pretendíamos tranquilizar nuestras conciencias), pero se trataba simplemente de uno de esos momentos tan habituales en Nueva York en que uno se enfrenta a todo un maldito cúmulo de opciones.
Finalmente llegamos a la puerta posterior. El callejón que unía el bloque de delante con los edificios de detrás estaba inundado con más bidones y cubos atestados de basuras y defecaciones, con lo cual el hedor era indescriptible. Sara se tapó la nariz y la boca con un pañuelo y me indico que yo hiciese lo mismo. Luego corrimos hacia el pasillo central del edificio trasero. En la planta baja había cuatro apartamentos en los que parecían vivir un millar de personas. Traté de identificar todos los idiomas que allí se hablaban, pero me perdí después de contar ocho. Un apestoso grupo de alemanes con sus jarras de cerveza había acampado en la escalera y se apartó gruñendo cuando subimos. Era evidente, incluso en aquella penumbra, que la escalera estaba cubierta con casi dos dedos de algo extremadamente pegajoso que preferí no identificar. Sin embargo, a los alemanes parecía tenerles sin cuidado.
El apartamento de los Santorelli estaba en el primer piso, al fondo el lugar más oscuro de todo el edificio. Cuando llamamos, una mujer pequeña y horriblemente delgada, de ojos hundidos, acudió a abrir la puerta, hablando en siciliano. Yo sólo sabía el italiano que había aprendido en la ópera, pero Sara tenía más conocimientos— nuevamente gracias a su época como enfermera— y se comunicó con bastante facilidad. La señora Santorelli no se alarmó en absoluto al ver a Sara (en realidad parecía como si la hubiese estado esperando), pero manifestó gran preocupación ante mi presencia, preguntando temerosa si yo era otro policía o un periodista. Sara estuvo rápida de reflejos y dijo que yo era su ayudante. La señora Santorelli me miró desconcertada, pero finalmente nos dejó pasar.
— Sara, ¿conoces a esta mujer?— pregunté mientras entrábamos.
— No, pero parece como si ella sí me conociera. Qué extraño.
El apartamento estaba compuesto de dos habitaciones sin ninguna ventana, sólo unas pequeñas rendijas que recientemente habían abierto en las paredes para cumplir con las nuevas regulaciones sobre la ventilación en los bloques de pisos. Los Santorelli habían alquilado una de las dos habitaciones a otra familia siciliana, lo cual implicaba que seis personas— los padres de Georgio junto con los cuatro hermanos y hermanas— vivían en un espacio de unos dos metros y medio por cinco. No había nada colgando de las paredes desnudas, cubiertas de hollín, y en dos esquinas se veían unos grandes cubos que servían de sanitarios. La familia también poseía un hornillo de petróleo, del tipo más económico que a menudo se utilizaba para dar un acabado a tales edificios.
En un rincón, tendido en un catre viejo y manchado, envuelto en todas las mantas que tenían, estaba la causa de la gran agitación de la señora Santorelll: su marido. La cara de éste aparecía cortada, amoratada, hinchada, y su frente estaba empapada en sudor. A su lado había un trapo manchado de sangre e, incongruentemente, un fajo de varios cientos de dólares. La señora Santorelli cogió el fajo, se lo enseñó a Sara, y luego la empujó hacia su marido, con las lágrimas resbalándole por la cara.
Pronto averiguamos que la señora Santorelli creía que Sara era la enfermera. Una hora antes había enviado a sus cuatro hijos en busca de una. Rápida nuevamente de reflejos, Sara se sentó en el catre y empezó a examinar a Santorelli, descubriendo enseguida que tenía una fractura en un brazo. Además, gran parte del torso aparecía cubierto de hematomas.
— John— me dijo Sara con firmeza—, envía a Cyrus en busca de vendas, desinfectante y algo de morfina. Dile también que necesitamos una tabla de madera limpia para entablillar.
Inmediatamente salí por aquella puerta, crucé entre los alemanes, recorrí el callejón y el pasillo y bajé a la acera, gritándole el encargo a Cyrus, quien partió veloz con la calesa. Cuando volví a pasar entre los hombres de la entrada, uno de ellos me puso la mano en el pecho.
— Un momento— me dijo—. ¿A qué viene todo esto?
— El señor Santorelli— contesté—. Está gravemente herido.
El hombre escupió con fuerza a la calle.
— Malditos polis. Odio a esos malditos macarronis, pero te digo una cosa, ¡odio todavía más a los polis!
Este tema repetitivo parecía una vez más la señal de que podía proseguir mi camino. De regreso en el apartamento, vi que Sara había puesto agua a hervir y estaba lavando las heridas de Santorelli. La esposa movía continuamente las manos mientras hablaba, y de vez en cuando se echaba a llorar.
— Han sido seis hombres, John— me explicó Sara, después de escuchar unos minutos.
— ¿Seis?— repetí—. Creía que habías dicho que eran dos.
Sara señaló el catre con un movimiento de la cabeza.
— Acércate y ayúdame; de lo contrario ella puede sospechar.— Al sentarme me resultó difícil saber qué olía peor, si el colchón o Santorelli, aunque nada de esto parecía preocuparle a Sara—. Connor y Casey han estado aquí, esto es indudable… Con otros dos hombres y dos curas.
— ¿Curas?— pregunté, al tiempo que preparaba una compresa caliente—. ¿Cómo diablos…?
— Uno católico, al parecer. El otro no. Ella no puede ser más precisa sobre el segundo. Los curas han traído el dinero. Han dicho a los Santorelli que utilicen una parte para enterrar a Georgio. El resto es una… gratificación. Según parece, para que mantengan la boca cerrada. Les han dicho que no permitan que nadie exhume el cuerpo de Georgio, ni siquiera la policía, y que no hablen con nadie del asunto… Sobre todo con los periodistas.
— ¡Curas!— exclamé de nuevo, frotando sin mucho entusiasmo una de las magulladuras de Santorelli—. ¿Y qué aspecto tenían?
Sara formuló la pregunta, y luego me tradujo la respuesta.
— El católico era bajito, con largas patillas canosas… El otro, más delgado, llevaba gafas.
— ¿Para qué diablos iban a estar interesados dos curas en esto?— pregunté—. ¿Y para qué querrían que interviniera la policía? ¿No dices que Connor y Casey estaban presentes en la conversación?
— Eso parece.
— Entonces no hay duda de que ellos están involucrados… Bien, Theodore se alegrará de saberlo. Apuesto a que habrá otras dos vacantes en la división de detectives… Y los otros dos hombres, ¿quiénes eran?
De nuevo Sara formuló la pregunta a la señora Santorelli, quien farfulló una respuesta que Sara no pareció comprender. Repitió entonces la pregunta, pero obtuvo idéntica respuesta.
— No entiendo este dialecto tan bien como creía— murmuró Sara— Asegura que los otros dos no eran policías, pero luego dice que sí lo eran. No…
Sara se interrumpió y todos nos volvimos hacia la puerta cuando alguien llamó con fuerza. La señora Santorelli se apartó de ella asustada y yo no me apresuré a intervenir, pero Sara me dijo:
— Vamos, John, no seas estúpido. Probablemente debe de ser Cyrus.
Me acerqué a la puerta y abrí. Fuera, en el pasillo, había uno de los hombres de los peldaños de la entrada. Me tendía un paquete.
— Las medicinas— me dijo sonriendo—. En este edificio no permitimos la entrada a los negros.
— Ah— exclamé, aceptando el paquete—. Entiendo. Gracias.
Se lo entregué a Sara y volví a sentarme en la cama. En aquellos momentos Santorelli estaba medio inconsciente y Sara le administró un poco de morfina, pues pretendía ponerle el brazo en su sitio, algo que había aprendido en su época de visitas como ayudante de enfermera. La fractura no era grave, me dijo, pero aun así produjo un crujido horripilante al ajustar los huesos. Entre su debilidad y los efectos de la droga, Santorelli no pareció sentir nada. En cambio su mujer dejó escapar un pequeño chillido mezclado con una especie de plegaria. Yo empecé a aplicar desinfectante sobre las demás heridas, mientras Sara proseguía su charla con la señora Santorelli.
— Parece que su marido se indignó— me dijo Sara al final—. Lanzó el dinero a la cara de los curas y exigió que la policía encontrara al asesino de su hijo. En este momento, los curas se fueron y…
— Ya, y…— Sabía muy bien cómo reaccionaban los policías irlandeses ante la falta de cooperación de la gente de habla no inglesa. Un buen ejemplo de su técnica estaba tendido a mi lado.
Sara sacudió la cabeza.
— Es todo muy extraño— suspiró, empezando a aplicar gasas sobre algunos de los cortes y magulladuras más graves—. Santorelli ha estado a punto de conseguir que se lo carguen… y sin embargo hacía cuatro años que no veía a su hijo. El muchacho había estado viviendo en la calle.
La confianza de la señora Santorelli había ido creciendo ante los cuidados de Sara hacia su esposo, y una vez que empezó a contarnos la historia de su hijo Georgio habría sido difícil interrumpirla. Sara y yo seguimos atendiendo las heridas de Santorelli como si fueran el único foco de nuestra atención, pero nuestros pensamientos se centraban mucho más en la peculiar historia que nos estaba contando.
Georgio era un muchacho tímido en su infancia, pero bastante listo y decidido a asistir a la escuela pública de Hester Street y conseguir buenas notas. Sin embargo, al haber empezado a los siete años, había tenido algunos problemas con algunos de los muchachos de la escuela. Al parecer los mayores habían persuadido a Georgio para que realizara ciertos actos de tipo sexual, que la señora Santorelli prefería no detallar. Sin embargo, Sara le presionó al respecto, presintiendo que tal información podía ser importante, y descubrimos que en ellos se incluía sodomía, tanto en las variantes anal como oral. Fue un maestro quien descubrió tal conducta e informó a los padres. Por muy amplio e indulgente que sea el concepto latino de la masculinidad, el padre de Georgio casi perdió la cabeza y empezó a golpear a su hijo a intervalos regulares. La señora Santorelli nos demostró cómo su marido ataba a Georgio a la puerta de entrada y luego le zurraba en el trasero con un ancho cinto, que la señora también nos enseñó. Era un utensilio cruel, y en manos de Santorelli parece que producía tales daños que a veces Georgio no asistía a la escuela simplemente porque no podía sentarse.
Sin embargo lo curioso era que en vez de volverse más dócil, cada vez que recibía una paliza se volvía más obstinado. Al cabo de varios meses de castigo, su conducta se volvió rebelde: empezó a pasar algunas noches seguidas sin ir a dormir al piso de la familia…, y también dejó de asistir a la escuela. Entonces, un día, sus padres le divisaron por una calle al oeste de Washington Square, maquillado igual que una mujer y anunciándose como cualquier pendón. Santorelli se plantó frente al muchacho y le dijo que si alguna vez volvía a casa le mataría. Georgio le replicó con duros insultos, y cuando su padre se disponía a pegarle, en aquel preciso momento se interpuso otro hombre— probablemente el alcahuete de Georgio— y advirtió a los Santorelli que desaparecieran de allí. Ésta fue la última vez que habían visto a su hijo, hasta el momento de ver su cuerpo mutilado en el depósito de cadáveres.
La historia había traído varias preguntas a mi mente, y también a la de Sara. Pero nunca llegaríamos a formularlas. Justo cuando envolvíamos otra vez a Santorelli con las sucias y gastadas mantas en que le habíamos encontrado, sonaron unos fuertes golpes en la puerta, y yo, pensando que sería alguno de los hombres de la entrada, la abrí. En menos de un segundo, un par de matones enormes y con bombín entraron por la fuerza en el apartamento. La sola visión de aquellos hombres puso histérica a la señora Santorelli.
— ¿Quiénes sois vosotros?— inquirió uno de los matones.
Sara logró reunir el valor suficiente para decirles que era enfermera pero la explicación de que yo era su ayudante, que tan admirablemente había funcionado con una mujer desesperada que apenas hablaba inglés, no sirvió de nada con aquellos dos tipos.
— Su ayudante, ¿eh?— inquirió el matón, a la vez que ambos se acercaban a mí. Sara y yo nos deslizamos lentamente hacia la puerta del piso— ¡Menudo carruaje hay ahí fuera para un simple ayudante!
— Bueno, comparto su opinión…— dije con una sonrisa y, cogiendo a Sara de la mano, salimos corriendo escalera abajo.
Afortunadamente la muchacha estaba en excelentes condiciones físicas, pues a pesar de la falda era mucho más veloz que nuestros perseguidores. De todos modos, esto no sirvió de gran ayuda al llegar al pasillo del edificio del frente y encontrarnos con que los hombres de la entrada nos bloqueaban el paso. Éstos se disponían a avanzar hacia nosotros y, con actitud amenazadora, empezaron a golpearse la palma de la mano con los palos.