Después del debate me fui a cenar con Kreizler a una taberna que había frente al Charles, frecuentada por la gente de Harvard. Cuando estábamos a medio cenar entró Theodore con un grupo de amigos y, al verme con Kreizler, me pidió que los presentara. Hizo algunos comentarios sin mala intención aunque agudos sobre la mojiganga mística concerniente a la psique humana de Laszlo, y sobre cómo era todo consecuencia de sus antecedentes europeos. Pero fue demasiado lejos cuando hizo una broma sobre la sangre gitana, pues la madre de Laszlo era húngara, y éste lo tomó como una gran ofensa. Kreizler le lanzó un desafío por cuestiones de honor, y Theodore lo aceptó complacido, sugiriendo una combate de boxeo. Yo sabía que Laszlo hubiese preferido el florete— con su brazo izquierdo malo tenía muy pocas posibilidades en el ring—, pero aceptó de conformidad con el code duelo que concedía a Theodore, como parte desafiada, la elección de las armas.
En honor a Roosevelt hay que decir que cuando los dos se desnudaron de cintura para arriba en el Gimnasio Hemenway (al que pudimos entrar a una hora tan intempestiva gracias a las llaves que yo le había ganado a un guardián en una partida de póquer a comienzos de curso), y vio el brazo de Kreizler, le ofreció la posibilidad de elegir otra arma que no fueran los puños. Pero Kreizler era terco y orgulloso, y aunque estaba predestinado a la derrota— por segunda vez aquella misma noche—, ofreció un combate mejor de lo que cabía esperar. Su valor impresionó a todos los presentes y, como era lógico, se ganó la sincera admiración de Roosevelt. Todos volvimos a la taberna y bebimos hasta altas horas de la madrugada. Y aunque la amistad entre Theodore y Laszlo nunca llegaría a ser muy íntima, había nacido entre ellos un vínculo muy especial que abriría la mente de Roosevelt— aunque sólo fuera una rendija— a las teorías y opiniones de Kreizler.
Esa apertura era en gran parte la razón de que en aquellos momentos estuviésemos reunidos en el despacho de Theodore, y mientras recordábamos los viejos tiempos en Cambridge, nuestro asunto más inmediato quedó momentáneamente olvidado. La conversación pronto se extendió al pasado más reciente, con Roosevelt formulando, sinceramente interesado, algunas preguntas sobre los trabajos de Kreizler, tanto con los chicos en su Instituto como con los locos asesinos, y Laszlo diciendo que había seguido con gran interés la carrera de Theodore como miembro de la cámara en Albany y como comisario del servicio civil en Washington. Fue una agradable conversación entre viejos amigos que tenían mucho interés en ponerse al día, y durante la mayor parte del tiempo yo me contenté con permanecer sentado y escuchar, disfrutando del cambio de ambiente en comparación con el de la noche anterior y el de aquella mañana.
Pero la conversación derivó inevitablemente hacia el asesinato de Santorelli, y una sensación de mal augurio y de tristeza se fue filtrando poco a poco en el aposento, disipando los agradables recuerdos con la misma crueldad con que el salvaje desconocido había liquidado al muchacho en la atalaya del puente.
— Tengo tu informe, Kreizler— dijo Roosevelt, cogiendo el documento de encima de su escritorio—. Y el del forense. No te sorprenderá saber que no nos ofrece ninguna cosa nueva.
Kreizler asintió con repugnancia ante un hecho que le resultaba familiar.
— A cualquier carnicero o vendedor de medicamentos patentados se le puede nombrar forense, Roosevelt. Es casi tan fácil como convertirse en director de un manicomio.
— Así es. En cualquier caso, tu informe parece indicar…
— No indica todo lo que he averiguado— le interrumpió Kreizler con cautela—. De hecho, no cubre algunos de los puntos más importantes…
— ¿Y eso?— Theodore le miró sorprendido, y los quevedos que llevaba en la oficina se le cayeron de la nariz—. ¿Qué quieres decir?
— Que en jefatura hay muchos ojos paseándose por los informes comisario.— Kreizler hacía todo lo posible para ser diplomático, lo cual, en este caso, era un esfuerzo sincero—. No deseaba correr el riesgo de que ciertos detalles fueran de dominio público. Aún no.
Theodore guardó silencio, entrecerrando los ojos pensativo.
— En él has escrito que se han cometido terribles errores…— dijo al fin con voz queda.
Kreizler se levantó de su asiento y se acercó a la ventana, apartando la cortina sólo unos centímetros.
— En primer lugar, Roosevelt, tienes que prometerme que a personas como el sargento detective Connor— pronunció el rango con sincera repugnancia— no se les informará de nada de todo esto… El hombre se ha pasado la mañana divulgando una información falsa a la prensa información que muy bien podría acabar costando más vidas.
El entrecejo de Theodore, normalmente marcado por arrugas, se arrugó todavía más.
— ¡Por todos los diablos! Si eso es cierto, doctor, haré que ese hombre…
Kreizler le interrumpió alzando una mano.
— Basta con que me prometas esto, Roosevelt.
— Tienes mi palabra. Pero al menos infórmame de lo que ha dicho Connor.
Kreizler empezó a pasear por el despacho antes de responder.
— Ha insinuado a varios periodistas que este hombre, Wolff, era el responsable del asesinato de Santorelli.
— ¿Y tú crees que no es así?
— Por supuesto. Tanto los pensamientos como las acciones de Wolf son absolutamente impremeditados y asistemáticos para que sea él, a pesar de que esté completamente desprovisto de contención emocional y no sienta aversión por la violencia.
— ¿Le considerarías un… psicópata?— A Roosevelt la terminología le resultaba poco familiar, y Kreizler enarcó una ceja—. He leído algunos de tus escritos más recientes— añadió Theodore, algo inseguro— aunque debo confesarte que no sé hasta qué punto los he entendido.
Kreizler asintió con una sonrisa breve y enigmática.
— ¿Me preguntas si Wolff es un psicópata? Existe una inferioridad constitucional psicopática, de eso no cabe duda. Pero en cuanto a las consecuencias de etiquetarle como psicópata… Si has leído aunque sólo sea una parte de esta literatura, Roosevelt, sabrás que eso depende de que opiniones aceptemos.
Roosevelt asintió, frotándose la barbilla con una de sus toscas manos. Yo no sabía entonces, aunque lo averiguaría en las semanas siguientes, que uno de los puntos más significativos de controversia entre Kreizler y muchos de sus colegas— una batalla que se había desarrollado sobre todo en las páginas del American Journal of Insanity, una revista trimestral publicada por la organización nacional de directores de manicomios— era el tema de qué constituía un auténtico homicida lunático. El psicólogo alemán Emil Kraepelin había incluido recientemente en la amplia clasificación de personalidades psicópatas a hombres y mujeres cuyos actos de violencia salvaje traicionaban los peculiares modelos del pensamiento moral, pero cuya capacidad intelectual se reconocía como saludable. Tal clasificación era generalmente aceptada entre los profesionales. La cuestión que se debatía era si tales psicópatas podían considerarse auténticos enfermos mentales. La mayoría de los médicos contestaban afirmativamente, y aunque todavía no podían identificar con precisión la absoluta naturaleza y las causas de la enfermedad pensaban que tal descubrimiento era sólo cuestión de tiempo. Por otro lado, Kreizler opinaba que tales psicópatas eran producto de unas experiencias y un ambiente extremos durante la infancia, y que no les afectaba ningún tipo de patología. Juzgadas en su contexto, las acciones de tales pacientes podían entenderse e incluso predecirse (a diferencia de las de los auténticos locos). Éste era claramente el diagnóstico al que él había llegado con respecto a Henry Wolff.
— ¿Entonces lo declararás apto para someterse a un juicio?— inquirió Roosevelt.
— Así es.— El rostro de Kreizler se ensombreció perceptiblemente, y se miró las manos mientras las juntaba—. Y, lo que es más importante, apuesto a que mucho antes de que empiece el proceso tendremos pruebas de que él no está relacionado con el caso Santorelli. Pruebas bastante desagradables…
A mí me resultaba cada vez más difícil permanecer en silencio.
— ¿Eso significa…?— pregunté.
Kreizler dejó caer las manos a los costados mientras regresaba a la ventana.
— Más cadáveres, me temo. Sobre todo si se intenta relacionar a Wolff con Santorelli. Sí…— La voz de Kreizler se hizo más lejana—. Se sentirá provocado al ver que le roban de este modo lo que ha hecho…
— ¿Quién?
Pero Laszlo no pareció escucharme.
— ¿Se acuerda alguien— prosiguió en el mismo tono de distanciamiento— de un interesante caso que tuvo lugar hará unos tres años, también relacionado con el asesinato de unos niños? Me temo que fue durante el momento culminante de tus batallas en Washington, Roosevelt, así que es probable que no te enterases. Y tú, Moore, creo que en esa época estabas metido en una polémica bastante acalorada con el Washington Post, que pedía en bandeja la cabeza de Roosevelt.
— El Post…— suspiré con disgusto—. Estaban con la mierda hasta el cuello con todos los nominados ilegalmente por el gobierno…
— Sí, sí— replicó Kreizler, levantando su débil brazo izquierdo para interrumpirme—. No hay duda de que la tuya era la posición honorable. Y también la más leal… Aunque tus editores no parecían tan entusiastas en su apoyo.
— Pero al final me dieron la razón…— dije, hinchando ligeramente el pecho—. Aunque me costó mi puesto de trabajo— añadí, volviendo a relajarme.
— Bueno, bueno, deja de recriminártelo ahora, Moore. Como iba diciendo, hará unos tres años, un rayo impactó en la torre de un depósito de agua sobre un gran bloque de viviendas de Suffolk Street, justo al norte de Delancey. La torre era la estructura más alta de todo el barrio, y lo acontecido era del todo explicable, si bien algo inusual… Sin embargo, cuando los inquilinos del edificio y los bomberos llegaron al tejado, algunos se inclinaron por pensar que se trataba de un hecho providencial pues en el interior del depósito hallaron los cadáveres de un par de criaturas. Hermano y hermana. Les habían cortado el cuello. Dio la casualidad de que yo conocía a la familia. Se trataba de unos judíos austriacos. Los niños eran preciosos, facciones delicadas, enormes ojos castaños… Y también problemáticos. Una vergüenza para la familia. Robaban, mentían, agredían a otros niños…, incontrolables. La verdad es que hubo pocos lamentos en el barrio por su muerte. Cuando los hallaron, sus cuerpos se encontraban en avanzado estado de descomposición. El muchacho había caído dentro del agua desde la plataforma interior en donde lo habían abandonado. Estaba terriblemente hinchado La chica se veía algo más intacta debido a que había permanecido en sitio seco, pero cualquier prueba que se hubiese podido obtener del hallazgo fue destruida por otro forense incompetente. Nunca llegué a ver otra cosa aparte de los informes oficiales, pero en ellos noté un curioso detalle.— Se señaló la cara con la mano izquierda—. A los dos les faltaban los ojos.
Un fuerte escalofrío me recorrió el cuerpo al acordarme no sólo de Santorelli sino de los otros dos asesinatos que Roosevelt me había mencionado la noche anterior. Me volví hacia él y vi que había establecido la misma relación: mientras su cuerpo permanecía completamente inmóvil, sus ojos se abrieron desmesuradamente de aprensión. Pero los dos procuramos luchar contra aquel sentimiento.
— Esto no es nada fuera de lo común— declaró Roosevelt—. Sobre todo si los cadáveres habían permanecido al aire libre durante algún tiempo. Y si les habían cortado el cuello, debía haber sangre suficiente para atraer a los carroñeros.
— Es posible— dijo Kreizler, asintiendo prudentemente mientras proseguía su paseo—. Pero el depósito del agua estaba cerrado, precisamente para mantener alejados a carroñeros y a todo tipo de alimañas.
— Comprendo— murmuró Roosevelt, desconcertado—. ¿Y se publicaron todos estos detalles?
— Así es— contestó Kreizler—. En el World, creo.
— Sin embargo— protesté—, no existe ninguna torre de agua ni edificio que pueda verse absolutamente libre de ciertos animales. Me refiero a las ratas.
— Cierto, John— admitió Kreizler—. Y ante la ausencia de otros detalles me vi obligado a aceptar esta explicación. Sin embargo, el hecho de que incluso las ratas de Nueva York hubieran roído cuidadosamente solo los ojos de los cadáveres, era un inquietante misterio que trate de ignorar y que siguió sin analizar. Hasta anoche.— Kreizler volvió a iniciar sus paseos por el despacho—. Nada más ver el estado en que se encontraba el cuerpo de Santorelli, efectué un examen de las órbitas oculares en el cráneo… Trabajar bajo la iluminación de unas antorchas no es lo que se dice ideal, pero aun así encontré lo que andaba buscando. En el hueso malar, así como en el borde supraorbital, había una serie de muescas delgadas, y en el ala mayor del esfenoides, en la base de las cavidades, varios pequeños cortes. Todo consecuencia del filo cortante y la punta de un cuchillo, yo diría que de los que utilizan los cazadores. Mi hipótesis sería que si desenterráramos los cadáveres de las dos víctimas de 1893 e hiciéramos la misma comprobación, obtendríamos los mismos resultados. En otras palabras, caballeros, que los ojos los había arrancado la mano del hombre.
Mi aprensión iba en aumento, así que busqué torpemente una réplica:
— Pero… ¿Y lo que dijo el sargento Connor?
— Moore.– El tono de Kreizler fue terminante—. Si vamos a continuar discutiendo este asunto, debemos prescindir absolutamente de la opinión de hombres como el sargento Connor.
Roosevelt se removió inquieto en su sillón. Por su expresión vi que había agotado todos los argumentos para evitar poner a Kreizler en antecedentes de todo.
— Doctor, siento tener que informarte— anunció, agarrándose a los brazos del sillón— que en los últimos tres meses se han producido otros dos asesinatos que coinciden también con… las pautas que has descrito.
La declaración interrumpió bruscamente los paseos de Kreizler.
— ¿Cómo?— exclamó con apremio, pero sin levantar la voz—. ¿Dónde…? ¿Dónde se encontraron esos cadáveres?
— No estoy muy seguro.
— ¿Y eran chicos que ejercían la prostitución?
— ¿Sólo lo crees? ¡Tiene que haber informes, Roosevelt! ¿Nunca se le ha ocurrido a nadie de este departamento establecer correlaciones? ¿Ni siquiera a ti?
Los informes ya estaban allí. Por ellos averiguamos que los cuerpos de los otros dos chicos— los cuales, efectivamente, ejercían la prostitución— se habían encontrado a las pocas horas de su muerte, según estimaban los forenses. Tal como Roosevelt me había informado la noche anterior, no había en ellos tantas mutilaciones como en el caso Santorelli; sin embargo, esto parecía cuestión de cantidad y no de calidad, pues las similitudes entre aquellos casos superaban las pequeñas diferencias. El primer muchacho, un inmigrante africano de doce años al que no se le conocía más nombre que el de Millie, había sido hallado encadenado a la popa de un transbordador que iba a Ellis Island; y al segundo, un chico de diez años llamado Aaron Morton, lo habían encontrado colgado por los pies en el puente de Brooklyn. Según los informes, los dos estaban casi desnudos, a ambos les habían hecho un corte en el cuello además de otras heridas y, una vez más, a los dos les faltaban los ojos