Mi coche se había detenido cerca de los negros escalones de hierro que conducían a la entrada, en el número 185, y Cyrus Montrose estaba en lo alto, la cabeza cubierta por un bombín, su enorme figura envuelta en un no menos enorme gabán y las anchas aletas de la nariz absorbiendo el intenso frío.
— Buenas, Cyrus— le saludé con una forzada sonrisa mientras subía los escalones, esperando infructuosamente que mi voz no sonara tan intranquila como ocurría siempre que mi mirada coincidía con la suya de tiburón—. ¿Está aquí el doctor Kreizler?
— Éste es su coche, señor Moore— contestó Cyrus en un tono que me hizo sentir como uno de los mayores idiotas de la ciudad. Pero aún así le sonreí abiertamente.
— Supongo que te habrás enterado de que el doctor y yo vamos a trabajar juntos una temporada.
Cyrus asintió con una sonrisa que me habría parecido burlona Si no hubiera sabido qué podía esperar de él.
— Eso he oído, señor.
— ¡Bien!— Aparté mi chaqueta y me di unas palmadas en el chaleco—. Supongo que le encontraré… ¡Buenas tardes, Cyrus!
No obtuve respuesta del hombre cuando entré en el edificio, pero tampoco es que me la mereciera. No había motivo para que los dos nos comportáramos como unos idiotas.
El pequeño vestíbulo del Instituto y el pasillo central— blanco con revestimientos de madera oscura— estaban atestados con los habituales padres, madres y niños, todos apiñados en dos bancos largos y bajos, a la espera de ver a Kreizler. Casi todas las mañanas de finales de invierno y comienzos de la primavera, Kreizler realizaba personalmente las entrevistas para determinar a quién se admitiría en el Instituto el otoño siguiente. Los solicitantes iban desde las más ricas familias del noreste a los más pobres inmigrantes y campesinos, pero todos ellos tenían algo en común: los niños con problemas— o que los causaban— cuya conducta era en cierto modo excepcional e inexplicable. Aquello no dejaba de ser serio, por supuesto, pero no cambiaba el hecho de que esas mañanas el Instituto pareciera un zoológico. Nada mas entrar en aquel pasillo, lo más probable era ser objeto de una zancadilla, un escupitajo, un insulto, o cualquier otro maltrato, en especial por parte de aquellos chiquillos cuya única deficiencia mental consistía en haber sido malcriados, y cuyos padres sin duda hubieran podido ahorrarse el viaje al despacho de Kreizler.
Mientras avanzaba hacia la puerta de la consulta de Kreizler, divisé la mirada de uno de estos presuntos alborotadores, un chico gordo de ojos malévolos. Una mujer morena y con la cara muy arrugada, de unos cincuenta años, envuelta en un chal y murmurando algo que me pareció era húngaro paseaba arriba y abajo por delante de la sala de consulta. Tuve que esquivarla a ella y a las peligrosas piernas del niño gordo para poder acercarme y llamar a la puerta. Inmediatamente me llegó la respuesta de mi amigo:
— ¡Adelante!— gritó.
Al entrar, la mujer que paseaba me miró con evidente preocupación.
Después del vestíbulo bastante inocuo, la sala de consulta de Laszlo era el primer sitio que sus posibles pacientes (a los que siempre se refería como sus alumnos, e insistía para que sus empleados hicieran lo mismo a fin de evitar que los niños fueran conscientes de su situación y su condición) veían al entrar en contacto con el espacio y la experiencia que suponía el Instituto Kreizler. Así que Laszlo había procurado que los muebles no fueran intimidatorios. Había cuadros de animales que reflejaban su buen gusto y que entretenían y tranquilizaban a las criaturas, lo mismo que la presencia de juguetes— bolas atadas a un cono, sencillos bloques de construcción, muñecas, o soldaditos de plomo— que en realidad utilizaba para efectuar las pruebas preliminares sobre agilidad, tiempo de reacción y disposición emocional. La presencia de instrumentos médicos era mínima, pues la mayoría estaban en la sala de exploraciones que había al fondo. Era allí donde Kreizler solía realizar las primeras series de exámenes físicos, en el supuesto de que el caso le interesara. Estos exámenes estaban diseñados para determinar si las dificultades del niño derivaban de causas secundarias (es decir, una disfunción corporal que afectara el estado de ánimo y la conducta) o de anormalidades primarias, con resultado de desorden mental o emocional. Si un niño no mostraba pruebas de disfunción secundaria, y Kreizler pensaba que podía ayudar en el caso (en otras palabras, si no había indicios de una enfermedad o una lesión cerebral irreparable), se enrolaba a la criatura: viviría casi todo el tiempo en el Instituto y regresaría a casa sólo los días de fiesta, y eso sólo si Kreizler consideraba que tales contactos no ofrecían peligro. Laszlo coincidía en gran medida con las teorías de su amigo y colega el doctor Adolf Meyer a quien a menudo citaba con esta frase: El proceso degenerativo en los niños tiene su principal estímulo en un entorno familiar igualmente defectuoso. El objetivo principal del Instituto consistía en proporcionar a los niños con problemas un nuevo contexto ambiental. Después de esto estaba la piedra angular del esfuerzo apasionado de Laszlo por descubrir si lo que él denominaba el molde original de la psique humana podía reconstruirse o no, y volver a determinar por tanto el destino al que nos consignan los accidentes de nacimiento.
Kreizler se hallaba sentado ante una mesa bastante recargada, escribiendo bajo la luz de una pequeña lámpara estilo Tiffany con pantalla de cristal dorado y verde mate. Mientras aguardaba a que levantara la vista, me acerqué a una pequeña librería que había cerca del escritorio y saqué uno de mis ejemplares favoritos: Carrera y muerte del ladrón y loco asesino Samuel Green. El caso, ocurrido en 1822, era uno de los que Laszlo citaba a menudo a los padres de sus alumnos, pues el ignominioso Green había sido, en palabras de Kreizler, un producto del látigo— lo habían apalizado durante toda su infancia—, y en el momento de su captura había reconocido que sus crímenes contra la sociedad eran una forma de venganza. La atracción que yo sentía por el libro estaba motivada por su cubierta, en la que aparecía El final del loco Green, en la horca de Boston. Siempre me sentía atraído por la mirada enloquecida de Green en la foto, y volvía a estar absorto en ella cuando Kreizler, sin volverse de su escritorio, me tendió unos papeles.
— Mira esto, Moore. Nuestro primer éxito, por pequeño que sea.
Dejé el libro a un lado y, al coger los papeles, descubrí que eran unos formularios y documentos referentes a un cementerio, y a dos tumbas en particular. Había una nota sobre la exhumación de unos cadáveres y un escrito casi ilegible firmado por un tal Abraham Zweig…
Me distraje ante la inconfundible sensación de que alguien me estaba observando. Al volverme vi a una niña de unos doce años, con una cara redonda y bonita, y expresión algo asustada, como si se sintiera acosada. Había cogido el libro que yo había dejado. Su mirada paso de mí a la portada, al tiempo que sus dedos terminaban de abrochar los botones superiores de su vestido, sencillo pero limpio. Leyó el corto epígrafe que explicaba el grabado, y al parecer llegó a algunas desagradables conclusiones pues su expresión se hizo más temerosa y miró a Kreizler a la vez que se apartaba de mí.
Entonces Laszlo la vio.
— Ah, Berthe. ¿Lista para salir?
La chiquilla señaló indecisa el libro. Luego me apuntó con el dedo
— Entonces… ¿yo también estoy loca, doctor Kreizler? ¿Va a llevarme este hombre a uno de esos sitios?
— ¿Qué?— inquirió Kreizler, quitándole el libro y lanzándome una mirada reprobatoria—. ¿Loca? ¡No seas ridícula! Sólo tenemos buenas noticias.— Laszlo le hablaba como a cualquier adulto, directa, contundentemente, pero con el tono que reservaba a los pequeños: paciente, amable, a veces indulgente—. Ven, acércate…— La niña se aproximo y Kreizler la ayudó a sentarse en sus rodillas—. Tú eres una jovencita sana, y muy inteligente.— La muchacha enrojeció y se echó a reir, silenciosa y feliz—. Tus dificultades nacen de una serie de pequeñas cosas que crecen en tu nariz y en los oídos. A diferencia de ti, a estas cosas les gusta el hecho de que tu casa sea condenadamente fría.— Le dio unos golpecitos en la cabeza siguiendo el ritmo de las sílabas de las últimas palabras—. Vas a ir a ver a un médico, que es amigo mío, y él te extirpará estas cosas que crecen ahí dentro. Y todo esto lo hará mientras disfrutas de un sueño placentero. En cuanto a este hombre…— Volvió a dejar a Berthe en el suelo—, es un amigo mío. El señor Moore. Salúdale.
La chiquilla hizo una leve reverencia, pero no dijo nada. Yo se la devolví.
— Encantado de conocerte, Berthe.
La niña volvió a soltar una risita.
— Ya basta de risitas— dijo Kreizler en tono desaprobatorio—. Vete a buscar a tu madre y lo arreglaremos todo.
La niña corrió hacia la puerta y Kreizler golpeó con cierto entusiasmo los documentos que yo sostenía en la mano.
— Trabajo rápido, ¿eh, Moore? No hace ni una hora que han llegado.
— ¿Quiénes?— pregunté desconcertado—. ¿Qué?
— ¡Los niños Zweig!— replicó en voz baja—. Los de la torre del depósito de agua… ¡Tengo sus restos abajo!
Era una idea tan espantosa y tan reñida con el resto de las actividades del Instituto ese día que no puede evitar un escalofrío. Sin embargo antes de que pudiera preguntarle por qué diablos había hecho una cosa así, la pequeña Berthe trajo a su madre— la mujer del chal— al consultorio. La mujer intercambió con Kreizler unas palabras en húngaro pero los conocimientos que él tenía de este idioma eran muy limitados (su padre alemán no deseaba que sus hijos hablaran la lengua de su madre), de modo que la conversación prosiguió en nuestro idioma.
— ¡Tiene usted que hacerme caso, señora Rajk!— exclamó Kreizler.
— Pero doctor— protestó la mujer, retorciéndose las manos— mire usted, a veces ella lo entiende bien, pero otras se porta como un demonio, atormentándonos a todos…
— Señora Rajk, no sé muy bien de cuántas maneras diferentes se lo voy a poder explicar— replicó Kreizler, haciendo otro intento por mantener la calma, mientras se sacaba el reloj de plata del bolsillo del chaleco y le echaba un vistazo—. O en cuántos idiomas. La hinchazón a veces no es tan pronunciada… ¿Lo entiende usted?— Se señaló su propio oído, la nariz y la garganta—. En tales ocasiones, su hija no sufre dolor, y no sólo puede oír y hablar sino respirar fácilmente, de modo que se muestra dispuesta y atenta… Pero la mayor parte del tiempo las vegetaciones de la faringe y de la cavidad nasal posterior, es decir, de la garganta y de la nariz, cubren las trompas de Eustaquio, conectadas a sus oídos, con lo cual generalmente hacen que su esfuerzo sea difícil, si no imposible. El hecho de que su piso esté lleno de corrientes de aire agrava su estado.— Kreizler apoyó ambas manos en los hombros de la chiquilla, quien volvió a sonreírle feliz—. En resumen, ella no hace nada de todo esto deliberadamente para atormentarla a usted o a su maestro… ¿Lo entiende?— Se inclinó sobre el rostro de la madre y la examinó de cerca con sus ojos de halcón—. No, es evidente que no… Bueno, basta con que acepte mi diagnóstico de que no hay nada malo en su mente ni en su espíritu. Llévela al St. Luke’s. El doctor Osborne realiza regularmente estas operaciones, y creo que podré persuadirle para que rebaje sus honorarios. El próximo otoño…— alborotó el cabello de la niña, que le miró agradecida—, Berthe estará más que recuperada, y completamente dispuesta a destacar en la escuela. ¿No es así, señorita?
La niña no contestó, pero soltó otra risita. La madre intentó protestar una vez más antes de que Kreizler la cogiera del brazo y la condujera por el vestíbulo hasta la puerta de salida.
— Mire, señora Rajk, ya basta. El hecho de que usted no lo entienda no significa que no exista. ¡Llévela al doctor Osborne! Voy a consultar con él, y si me entero de que no me ha hecho caso me enfadaré de veras.— Cerró la puerta tras ellas, volvió a cruzar el vestíbulo y de inmediato se vio asediado por las restantes familias. Después de anunciar a gritos que habría un breve descanso en las entrevistas, Kreizler retrocedió de nuevo hasta su sala de consulta y cerró de golpe la puerta.
— La mayor dificultad para convencer a la gente de que hay que atender mejor a la salud mental de los niños— murmuró mientras regresaba al escritorio y empezaba a ordenar los papeles— reside en que creen, y cada vez con mayor asiduidad, que cualquier pequeño problema de sus hijos esconde una enfermedad más grave. En fin…— Bajo la tapa del escritorio y la cerró con llave y luego se volvió hacia mí—. Bien, Moore. Vayamos abajo. Los hombres de Roosevelt ya habrán llegado. Le he dicho a Cyrus que los hiciera entrar directamente por la planta baja.
— ¿Vas a entrevistarlos allí?— pregunté, mientras cruzábamos por la sala de exploraciones y escapábamos de las familias que aguardaban en el pasillo por una puerta posterior que daba al patio del Instituto.
— En realidad no voy a entrevistarlos en absoluto— me contesto Kreizler, al tiempo que un viento frío nos azotaba con fuerza—. Dejaré que esta labor la hagan los Zweig… Yo sólo examinaré los resultados. Y recuerda una cosa, Moore, ni una palabra de lo que estamos haciendo, al menos hasta que no esté seguro de si estos hombres nos interesan.
Había empezado a nevar ligeramente, y varios de los jóvenes pacientes de Kreizler— vestidos con el sencillo uniforme gris y azul del Instituto para evitar que los distintos orígenes económicos de los chiquillos crearan fricciones entre ellos— habían salido al patio para jugar con los copos de nieve que caían. Cuando vieron a Kreizler, todos corrieron a saludarle, alegres pero respetuosos. Laszlo les sonrió y les hizo algunas preguntas sobre sus maestros y sus estudios. Un par de alumnos, de los más atrevidos, proporcionaron unas cuantas respuestas francas sobre el aspecto o el olor corporal de tal o cual profesor y Kreizler les amonestó, aunque no con dureza. Al disponernos a entrar en la planta baja, oí que el alegre griterío volvía a resonar contra las paredes del patio, y pensé que hasta hacía poco muchos de aquellos chiquillos vivían en las calles, a muy pocos pasos de correr el mismo destino que Georgio Santorelli. Cada vez con mayor frecuencia, mi mente contemplaba todas las cosas en relación con el caso.
Un pasillo oscuro y húmedo nos condujo al teatro de operaciones una sala muy larga que se mantenía seca y caldeada merced a un calentador a gas que siseaba en un rincón. A lo largo de las paredes, lisas y encaladas, a unos armarios blancos, con puertas de cristal, que contenían unos instrumentos horribles y relucientes. Encima de los armarios, sobre unos estantes también blancos, había una colección de modelos deprimentes: reproducciones en yeso, pintadas con realismo, de cabezas humanas o de simios, a las que habían retirado parte del cráneo para mostrar la posición del cerebro, y expresando todavía en su rostro las agonías de la muerte. Compartiendo el espacio en los estantes, había una colección de cerebros auténticos, pertenecientes a una gran variedad de criaturas metidos en tarros llenos de formol. El resto de la pared se hallaba ocupado por laminas representando los sistemas nerviosos tanto de seres humanos como de animales. En el centro de la sala había dos mesas de acero para operaciones, con canales para conducir los fluidos corporales hasta el centro en la parte de los pies, donde se vaciaban en un recipiente metálico que había en el suelo. En cada mesa había una silueta de dimensiones toscamente humanas, cubierta por una sábana esterilizada. De ambas emanaba un fuerte olor a animal en descomposición.