A pesar del cuidado con que Kreizler intentó explicarle esto a Sara no consiguió ningún cambio en su actitud. Simplemente, era demasiado pronto para que ella dejara a un lado la experiencia de Castle Garden y regresara a la labor. Sara no dejaba de retorcerse en la silla, moviendo la cabeza y afirmando que todo lo que Kreizler decía era un razonamiento en cierto modo absurdo. Estaba comparando las experiencias emocionales y físicas de la infancia con los peores deseos de sangre de los adultos, afirmaba ella desafiante, cuando tal correlación no existía: los dos fenómenos eran totalmente desproporcionados el uno respecto al otro.
Kreizler le contestó que éste podía parecer el caso, pero únicamente porque era la misma Sara la que había decidido las proporciones, y basándose en el contexto de su propia experiencia. La rabia y las ansias de destrucción no eran los instintos que guiaban su vida, pero ¿y si lo hubieran sido desde mucho antes de adquirir la capacidad de pensar de forma consciente? ¿Qué pasaría si sólo la acción física pudiera satisfacer una rabia tan arraigada? En el caso de nuestro hombre, ni siquiera los brutales asesinatos podían conseguirlo; de haber sido así, todavía seguiría realizando en silencio sus hazañas, ocultando los cadáveres y sin coquetear con la posibilidad de que le descubrieran.
Al ver que todos aquellos puntos sólidamente fundamentados seguían sin hacer mella en nuestra intransigente compañera, aproveché la oportunidad y sugerí que a todos nos convenía dormir un poco. El sol había empezado a arrastrarse por encima de la ciudad durante nuestra discusión, trayendo consigo aquel estado de extrema desorientación que acompaña a la mayoría de las noches de vigilia. Estoy convencido de que Kreizler también sabía que un descanso apaciguaría los ánimos, y por eso formuló una última petición a Sara cuando ésta salía conmigo: que no permitiera que el horror y la rabia la apartaran demasiado del curso de nuestra investigación. Esta noche su papel se había revelado más importante incluso de lo que él había pensado en un principio: nuestro asesino había pasado su infancia entre hombres y mujeres, e, independientemente de lo que el resto de nosotros pudiera suponer sobre las mujeres relacionadas con tales experiencias, nuestras teorías nunca llegarían a ser más que un cúmulo defectuoso de suposiciones. Le correspondería a Sara proporcionarnos una perspectiva distinta, crear para nosotros a la mujer o a la serie de mujeres que hubiesen contribuido a fomentar semejante rabia. Sin eso, nunca podríamos tener éxito.
Sara asintió cansadamente ante la idea de su nueva responsabilidad, y comprendí que sería mejor alejarla de Kreizler, que resultaba agotador incluso después de toda una noche de sueño. Abrí la puerta y la guié hasta el ascensor. Mientras bajábamos, el único sonido audible fue el rumor apagado y extrañamente alentador del motor de la maquinaria formando ecos en el oscuro pozo.
En la planta baja nos encontramos con los Isaacson, cuyo regreso no se había retrasado por la chusma de Castle Garden (que se había dispersado poco después de nuestra partida), sino por Theodore, que había insistido en que le acompañaran a uno de sus locales favoritos en el Bowery para tomar un desayuno triunfal a base de bistecs y cerveza. Los dos detectives parecían tan agotados como Sara y como yo, y dado que tenían que subir y entregar sus informes antes de que se les permitiera dormir, no nos entretuvimos hablando. Marcus y yo trazamos un apresurado plan para encontrarnos por la tarde y arriesgarnos a visitar el Golden Rule Pleasure Club. Luego ellos subieron al ascensor, y Sara y yo salimos en busca de un carruaje en el casi desierto Broadway.
No había muchos coches de alquiler desafiando el frío de primera hora de la mañana, aunque afortunadamente los pocos que había estaban concentrados ante el hotel St. Denis, al otro lado de la calle. Ayude a Sara a subir al cabriolé, pero antes de proporcionar su dirección al cochero alzo la mirada hacia las ventanas todavía iluminadas del sexto piso del numero 808.
— Parece como si él nunca parara— comentó con voz queda—. Es como…, como si se jugara algo personal en esto.
— Bueno— dije, bostezando ostensiblemente—, muchas de sus ideas profesionales podrían verse ratificadas según los resultados.
— No— protestó Sara, aunque apaciblemente—. Se trata de otra cosa, de algo más…
Siguiendo su mirada hacia lo alto, a nuestro cuartel general, decidí expresar una preocupación exclusivamente mía:
— Me gustaría saber qué es lo que ha pasado con Mary.
Sara sonrió.
— John, nunca serás el más observador de los hombres por lo que respecta al romanticismo.
— ¿Y eso qué quiere decir?— pregunté, sinceramente desconcertado.
— Quiere decir— contestó Sara con cierta indulgencia— que Mary está enamorada de Kreizler.— Y mientras yo me quedaba boquiabierto ella dio unos golpes en el techo del carruaje—. Cochero, a Gramercy Park.
Sara aún sonreía cuando el carruaje dio la vuelta y enfiló por Broadway. Un par de cocheros me preguntaron si también quería carruaje pero después del último descubrimiento negué con la cabeza. Tal vez un paseo andando hasta casa— o deambulando— me ayudara a comprender un poco aquello, pensé. Pero no podía estar más equivocado. Las implicaciones de la declaración de Sara, y la mirada que había en su rostro al decírmelo, eran demasiado extrañas para comprenderlas en unos cuantos minutos, fatigado como estaba. Lo único que consiguió la caminata fue cansarme todavía más, y cuando me desplomé sobre las sábanas en casa de mi abuela, tenía el cuerpo demasiado débil y el espíritu demasiado turbado para despojarme siquiera de mis prendas cubiertas de barro.
Un estado de ánimo absolutamente desagradable se apoderó de mí durante el sueño, y me desperté a mediodía para comprobar que mi estado de ánimo había descendido a niveles lamentables. Este talante sombrío se intensificó cuando un mensajero me trajo una nota de Laszlo, escrita aquella mañana. Al parecer, la señora de Edward Hulse, de Long Island, había sido detenida durante la noche por intentar matar a sus hijos con un trinchante. Aunque a la mujer la habían puesto en libertad bajo la custodia de su esposo, habían pedido a Kreizler que evaluara su estado mental, y éste había invitado a Sara a acompañarle. No se pretendía establecer relación alguna entre la señora Hulse y nuestro caso, explicaba Laszlo. En cambio, el interés de Sara (que sin duda se había reavivado después de unas horas de sueño) consistía en reunir pormenores de carácter para la imaginaria mujer que Laszlo le había pedido que creara con vistas a una posterior comprensión de nuestro hombre imaginario. Pero no era esto lo que me producía inquietud; era mas bien la forma en que Kreizler lo expresaba, como si los dos hubieran salido a pasar juntos un alegre día en el campo… Mientras estrujaba la nota, les deseé con acritud un día encantador, y creo que a continuación escupí en el lavabo.
Recibí una llamada telefónica de Marcus Isaacson y concertamos nuestro encuentro para las cinco, en la estación del tren elevado en la Tercera Avenida con la calle Cuatro. Luego me vestí y consideré las perspectivas para la tarde, que resultaron ser pocas y de escaso interés. Al salir de la habitación descubrí que mi abuela estaba ofreciendo un almuerzo. El grupo estaba formado por una de sus estúpidas sobrinas, el no menos estúpido marido de la sobrina (que era socio de la empresa de inversiones de mi padre) y uno de mis primos segundos. Los tres invitados me acribillaron a preguntas sobre mi padre, preguntas que yo, que no le veía desde hacía muchos meses, no estaba en disposición de responder también me formularon algunas educadas preguntas sobre mi madre (de quien sabía que en aquellos momentos viajaba por Europa con un compañero), y amablemente eludieron el tema de mi antigua prometida Julia Pratt, a quien frecuentaban en sociedad. Toda la conversación estuvo salpicada de sonrisas y risitas hipócritas, y entre todos acabaron por ponerme de total malhumor.
Lo cierto era que habían transcurrido muchos años desde que yo podía hablar amablemente con la mayoría de los miembros de mi familia, por razones que, aunque poderosas, no eran difíciles de explicar. Poco después de que yo terminara mis estudios en Harvard, mi hermano pequeño— cuyo paso a la edad adulta había sido incluso más problemático que el mío— había caído de una embarcación en Boston y se había ahogado Una autopsia minuciosa había revelado lo que yo le habría podido explicar a cualquiera que me lo hubiera preguntado: que mi hermano era un adicto al alcohol y a la morfina. (Durante sus últimos años se había convertido en un compañero habitual de borracheras del hermano pequeño de Roosevelt, Elliot, cuya vida de alcohólico terminaría también varios años después.) El funeral que siguió estuvo repleto de tributos respetuosos aunque completamente absurdos, todo ello para eludir el tema de la batalla de mi hermano, ya adulto, con sus terribles ataques de melancolía. Había muchas razones para su infelicidad, pero ahora creo— como lo creí entonces— que básicamente era el resultado de haber crecido en un hogar, y en un mundo, donde cualquier expresión emocional se miraba con malos ojos en el mejor de los casos, y en el peor se la asfixiaba. Por desgracia, durante el funeral se me ocurrió expresar semejante opinión, y poco faltó para que me internaran en un manicomio… Mis relaciones con la familia nunca se habían recuperado del todo. Solo mi abuela, que idolatraba a mi hermano, mostró cierta comprensión ante mi conducta, o cierta voluntad de aceptarme en su casa y en su vida. Los demás me consideraban mentalmente trastornado como mínimo, y hasta es posible que sumamente peligroso.
Por todas estas razones, la llegada de mis parientes ese día a Washington Square supuso una especie de golpe de gracia, y mi estado de ánimo no podía ser peor cuando salí al helado día de la calle. Me di cuenta de que no tenía ni la más mínima idea de adónde me dirigía y me senté en los peldaños de la entrada, hambriento y muerto de frío, y de pronto consciente de que estaba celoso… Este descubrimiento fue tan sorprendente que mis cansados ojos se abrieron de golpe. De algún modo, mi inconsciente había extraído algunas conclusiones desagradables de los fragmentos de información que había obtenido la noche anterior: si Mary Palmer estaba de hecho enamorada de Kreizler y contemplaba a Sara como una amenaza, y tanto Kreizler como Sara eran conscientes de esto y en consecuencia Kreizler no quería a Mary a su alrededor aunque no tenía reparos en pasar deliciosas tardes primaverales en compañía de Sara… En fin, estaba bastante claro. Era indudable que Sara se sentía fascinada por el enigmático alienista; y el iconoclasta Kreizler, a quien yo sólo le conocía un amor en su vida, se había prendado del carácter fuertemente independiente de Sara. Y no es que en mi interior se hubiese infiltrado algún tipo de celos románticos. Tan sólo en una ocasión había considerado mantener un vínculo sentimental con Sara: durante unas horas de embriaguez, y de eso hacía ya unos años. No, lo que más me molestaba era la idea de sentirme excluido. En una mañana así (o una tarde) un paseo con unos amigos a Long Island sin duda resultaría beneficioso.
Estuve varios minutos debatiéndome sobre si debía llamar o no a una actriz con quien había pasado bastantes días (y más noches aún) desde el final de mi compromiso con Julia Pratt; y luego, sin que pueda explicar cómo, mis pensamientos se dirigieron hacia Mary Palmer. Yo me sentía mal pero ella debía de sentirse peor, si era verdad lo que me había dicho Sara. ¿Por qué no hacer una visita rápida a Stuyvesant Park, me dije, y sacar de paseo a la chica aquella tarde? Quizá Kreizler no lo aprobara, pero Kreizler estaba pasando un día agradable junto a una espléndida muchacha, y por tanto sus quejas no serían válidas. (Hasta tal punto el rencor se había adueñado de mi mente.) Sí, la idea era cada vez más atractiva al pasar ante el nuevo arco que se erguía en el lado norte de Washington Square… Pero ¿adónde llevar exactamente a la chica?
En Broadway me rodeé de varios muchachos vendedores de periódicos y les alivié de parte de su mercancía. Los acontecimientos de la noche anterior en Castle Garden recibían gran atención en las portadas. Al parecer aumentaba la preocupación en los barrios de inmigrantes. Se estaba formando un comité de ciudadanos para acudir al ayuntamiento y expresar su inquietud por los dos asesinatos y, con mayor énfasis aún, por los posibles efectos que éstos tendrían en el orden social. Todo esto suponía muy poco o casi nada para mí en aquel preciso momento, de modo que busqué las páginas de espectáculos. Lo que vi me pareció de poco interés hasta que descubrí un anuncio del teatro de Koster y Bial en la calle Veintitrés. Aparte de cantantes, gimnastas cómicos y un payaso ruso, el programa de Koster y Bial ofrecía la proyección de unas películas cortas, la primera que se hacía en Nueva York, según el anuncio. Me pareció el sitio adecuado, y el teatro sin duda a una distancia conveniente de la casa de Kreizler. Cogí el primer carruaje que vi.
Mary estaba sola en la casa de la calle Diecisiete cuando llegué, y tan deprimida como esperaba encontrarla. Al principio se resistió también a la idea de arriesgarse a salir. Apartó de mí la mirada y negó enérgicamente con la cabeza, señalando las habitaciones como si pretendiera indicar que sus labores domésticas eran demasiado numerosas para considerar siquiera la idea. Pero yo me sentía inspirado por el deseo de alegrar a alguien: le describí con extraordinario entusiasmo el programa de Koster y Bial, y a sus recelosas miradas repliqué que la salida no era más que una forma de darle las gracias por su excelente desayuno a primera hora de la mañana. Más tranquila y obviamente interesada, pronto accedió y se fue en busca del abrigo, así como de un sombrerito negro. Ni un sonido salió de su boca al abandonar la casa, pero sonreía con expresión de satisfacción y agradecimiento.
A pesar de ser una idea que había nacido de unos sentimientos tan dudosos, resultó francamente buena. Ocupamos nuestros asientos en el Koster y Bial, un teatro bastante corriente, de capacidad moderada, justo en el momento en que un grupo de variedades procedente de Londres acababa su actuación. Llegamos a tiempo para ver los payasos rusos, cuyas travesuras hicieron disfrutar a Mary. Los gimnastas cómicos, que hacían agudas observaciones mientras los demás realizaban auténticas proezas físicas, fueron también muy buenos, pero podría muy bien haberme ahorrado a los cantantes franceses y a una bailarina bastante extraña que actuó a continuación. El público estaba animado, y Mary parecía disfrutar tanto observando a la gente como con las actuaciones.