Justo en ese momento llegó hasta nosotros un grito de Marcus diciéndonos que tirásemos de él. Gracias a Theodore lo conseguimos con varios tirones largos y esforzados, devolviendo rápidamente a Marcus a la azotea. A las preguntas de Kreizler sobre lo que había averiguado, Marcus contestó que no quería especular hasta que no estuviera lo bastante seguro sobre su teoría, y luego se marchó a efectuar algunas anotaciones.
— ¡Doctor Kreizler!— llamó Lucius—. Me gustaría que echara un vistazo a esto.
Kreizler acudió de inmediato junto al cadáver, pero Theodore y yo avanzamos algo más temblorosos, como cualquiera hubiese podido advertir. Incluso Sara, que había empezado tan valerosamente, ahora apartaba los ojos siempre que podía, como si la prolongada exposición al cadáver se cobrara un precio emocional.
— Cuando examinó a Georgio Santorelli, doctor— preguntó Lucius mientras desataba el pequeño trozo de cordel con que habían atado las muñecas al muchacho—, ¿recuerda si descubrió alguna abrasión o desgarradura en esta zona?— Levantó la mano izquierda de la víctima, indicando la base.
— No— se limitó a contestar Kreizler—. Aparte del corte de la mano derecha, no había nada apreciable.
— ¿No había heridas ni magulladuras?— insistió Lucius.
— Nada.
— Bueno, pues esto corrobora las hipótesis que ya habíamos formulado.— Lucius dejó caer el brazo muerto, luego se secó la frente—. Este es un cordel bastante tosco— añadió, señalando primero el trozo de bramante que había en el suelo de la azotea, y luego otra vez la muñeca del muchacho. Aunque sólo hubiera habido un breve forcejeo, le habría dejado marcas importantes.
Sara miró el cordel y luego a Lucius.
— Entonces… ¿no hubo forcejeo?— Y el tono de la pregunta reflejaba auténtica tristeza, una tristeza que repercutió fuertemente dentro de mi pecho pues la implicación era obvia.
— Me inclino a pensar— prosiguió Lucius con su planteamiento— que el muchacho permitió que lo ataran, y que ni siquiera durante el estrangulamiento hizo el menor intento de luchar contra el asesino. Tal vez no fuera plenamente consciente de lo que sucedía. Deben tener presente que si se hubiese producido un ataque o auténtica resistencia habríamos hallado también cortes, o como mínimo magulladuras en los brazos, ocasionadas cuando el muchacho intentaba defenderse. Pero una vez más, no hay nada. De modo que…— Lucius alzó la vista hacia nosotros—. Yo diría que ese muchacho conocía al asesino. Es posible que hubieran practicado este tipo de ataduras en otras ocasiones. Con propósitos de tipo… sexual, con toda probabilidad.
Theodore aspiró abruptamente una bocanada de aire.
— ¡Dios del cielo…!
Al observar a Sara descubrí un destello en las comisuras de los párpados, incipientes lágrimas de las que se liberó con un rápido pestañeo.
— Esto es sólo una teoría, por supuesto— añadió Lucius—. Pero casi aseguraría que el muchacho lo conocía.
Kreizler asintió lentamente, al tiempo que sus ojos se entrecerraban y su voz surgía con suavidad:
— Lo conocía… y confiaba en él.
Al final Lucius se incorporó y se apartó del cadáver.
— Sí— admitió, apagando la lámpara.
De pronto Sara se puso en pie con un movimiento brusco y corrió hacia el extremo de la azotea más apartado de donde estábamos. Los demás nos miramos con expresión inquisitiva, y luego fui tras ella. Me acerqué cautelosamente y la encontré mirando la estatua de la Libertad. Confieso que me quedé sorprendido al ver que no estaba sollozando. Por el contrario, su cuerpo permanecía muy quieto, incluso rígido.
— Por favor, John, no te acerques más— me dijo sin volverse, con un tono de voz que no sonó histérico sino helado—. Preferiría no tener ningún hombre a mi alrededor. Sólo por un momento.
Yo me quedé extrañamente inmóvil.
— Lo siento, Sara… Sólo quería ayudar. Has visto ya demasiado esta noche.
Ella dejó escapar una breve risa de amargura.
— Sí, pero no puedes hacer nada por ayudarme…— Guardó silencio. No obstante, yo no me marché. Luego, al final, ella prosiguió—: Y pensar que realmente llegamos a creer que podía tratarse de una mujer…
— ¿Llegamos?— inquirí—. Que yo sepa, todavía no lo hemos descartado.
— Vosotros tal vez no. Es lo que cabía esperar. En este terreno, trabajáis con desventaja.
Me volví al notar una presencia a mi lado y me encontré con Kreizler que se acercaba con cautela. Me hizo señas de que guardara silencio mientras Sara seguía hablando.
— Pero puedo asegurarte, John, que esto de ahí detrás es obra de un hombre. Cualquier mujer que hubiese matado a ese muchacho no habría…— Buscaba a tientas las palabras—. Todas estas puñaladas, ataduras y golpes… Nunca lo entenderé. Pero no hay confusión posible una vez… que posees la experiencia.— Soltó una risa torva—. Y esto siempre parece empezar con la confianza…— Hizo una nueva pausa. Kreizler me tocó el brazo y, con un movimiento de cabeza, me indicó que regresara al otro lado de la azotea—. Por favor, déjame sola unos minutos, John— concluyó Sara—. Enseguida estaré bien.
Kreizler y yo nos alejamos en silencio, y cuando llegamos a una distancia en la que Sara no podía oírnos, Laszlo murmuró:
— No hay duda de que tiene razón. Nunca me he encontrado con una manía femenina, ya sea puerperal o de otro tipo, que se pueda comparar a eso. Aunque tal vez me hubiese llevado un tiempo ridículamente largo darme cuenta. Hay que hallar el modo de aprovechar mejor el punto de vista de Sara, John.— Miró inquieto a su alrededor—. Pero primero debemos salir de aquí.
Mientras Sara seguía en el extremo de la azotea, los demás nos pusimos a recoger el equipo de los Isaacson y a borrar todas las huellas de nuestra presencia, sobre todo las pequeñas manchas de polvos de aluminio y de carbón que salpicaban la zona. Y mientras lo hacíamos, Marcus se puso a comentar que la mitad de los seis asesinatos que podíamos asignar con seguridad a nuestro hombre habían ocurrido en las azoteas… Un hecho significativo, ya que en 1896 las azoteas de Nueva York eran ruta alternativas, pero aun así concurridas, de viajes urbanos, sustitutos en las alturas de las aceras de abajo, repletos de sus particulares medios de circulación. Sobre todo en los barrios pobres y superpoblados, una determinada gente a veces realizaba todos sus negocios cotidianos sin bajar siquiera a la calle: no sólo acreedores buscando que les pagaran, sino lampistas y ministros de la Iglesia, vendedores, enfermeras y demás. Los alquileres en aquellos apartamentos a menudo subían en proporción a la cantidad de ejercicio que se requería para llegar a un piso determinado, y de al que los residentes más desafortunados fueran los que ocupaban los pisos superiores de los edificios. Los que tenían negocios con los más pobres de los pobres, en vez de afrontar repetidamente las empinadas y a menudo peligrosas escaleras, se limitaban a pasar de un piso superior a otro a través de las azoteas. Es cierto que aún no sabíamos cómo llegaba nuestro hombre a estas azoteas, pero estaba claro que una vez allí se desplazaba con gran habilidad. Por tanto valía la pena explorar la posibilidad de que en algún momento hubiera desempeñado, o aún lo desempeñara, alguno de esos trabajos que obligaban a transitar por las azoteas.
— Sea cual sea su ocupación— anunció Theodore, enrollando la cuerda que habíamos utilizado para bajar a Marcus por la pared—, hace falta una mente fría para planificar este tipo de violencia con tanta precisión y luego llevarla a cabo tan concienzudamente… Sobre todo sabiendo que la posibilidad de que lo cojan no es tan remota.
— Sí— admitió Kreizler—. Casi sugiere un espíritu militar, ¿no te parece, Roosevelt?
— ¿Un espíritu qué?— Theodore se volvió hacia Kreizler con una mirada casi de agravio—. ¿Un militar? No es éste el significado que le daría, doctor. ¡En absoluto! Me avergonzaría considerar que esto puede ser obra de un soldado.
Laszlo sonrió pícaramente, consciente de que Theodore (que todavía estaba a muchos años de sus proezas en San Juan Hill) contemplaba las artes militares con la misma adoración infantil que desde siempre había experimentado.
— Es posible.— Kreizler le aguijoneó un poco más—. Pero ¿no es esto lo que nos empeñamos en inculcar a los soldados? ¿No les enseñamos a tener una mente fría capaz de planear fríamente la violencia?— Theodore carraspeó con ostentación y se alejó con paso firme de Kreizler, que sonrió más abiertamente—. ¡Tome nota de esto, sargento detective Isaacson!— le gritó Laszlo—. ¡Lo más probable es que tenga algún tipo de experiencia militar!
Theodore giró en redondo, los ojos muy abiertos; pero lo único que consiguió exclamar fue ¡Por todos los…! antes de que Cyrus apareciera en tromba por la escalera. En la vida le había visto tan asustado.
— ¡Doctor!— le llamó—. ¡Creo que será mejor que nos larguemos!— Cyrus levantó uno de sus enormes brazos y señaló al norte, y los ojos de todos nosotros siguieron la indicación.
En la periferia de Battery Park, la gente se iba concentrando cerca de los distintos puntos de entrada. No era el tipo de gente bien vestida y de modales educados que circulaba por la zona durante el día, sino turbulentas masas de hombres y mujeres andrajosos en los que la marca de la pobreza era visible desde lejos. Algunos llevaban antorchas y a otros les acompañaban chiquillos, los cuales parecían disfrutar plenamente de aquellas incursiones a primeras horas de la mañana. Aunque no había indicios claros de amenaza, tenía todo el aspecto de una multitud enfurecida.
Sara se acercó y se detuvo a mi lado.
— John, ¿quién es toda esta gente?
— Bueno— dije, experimentando una preocupación distinta y más vital que la que hubiera sentido en cualquier otro momento aquella noche—, yo diría que la edición matinal del Post ya ha empezado a circular.
— ¿Qué se supone que quieren?— preguntó Lucius, a quien le sudaba la frente más que nunca a pesar del frío.
— Querrán una explicación, imagino— contestó Kreizler—. Pero ¿cómo se han enterado de que tenían que venir aquí?
— Ha sido un poli del Distrito Veintisiete— explicó Cyrus, todavía asustado pues había sido una multitud muy parecida a la que ahora nos enfrentábamos la que había torturado y asesinado a sus padres—. Estaba ahí abajo con otros dos tipos, explicándoles algo. Luego los dos tipos se metieron entre la gente y se pusieron a contar con bastante labia que sólo matan a los pobres niños extranjeros. Parece que la mayoría de la gente de ahí fuera ha venido del East Side.
— Sin duda era el agente Barclay— dijo Theodore, mostrando en su rostro aquella rabia especial que le inspiraba la traición de sus subordinados—. El policía que ha llegado aquí primero.
— ¡Por allí va Miller!— exclamó de pronto Marcus, y al mirar abajo vi al vigilante que huía, sin su sombrero, hacia la estación del transbordador a Bedloe’s Island—. Por suerte me he quedado con sus llaves— añadió Marcus—. No daba la impresión de que fuera un hombre dispuesto a quedarse mucho rato por aquí.
En aquel preciso momento empezó a crecer el griterío del grupo más numeroso, que se encontraba justo enfrente de nosotros, perfectamente visible a través de las ramas todavía desnudas de los árboles del parque, hasta alcanzar el crescendo con un par de ponzoñosos alaridos. Percibimos entonces el traqueteo de unos cascos de caballo y las ruedas de un carruaje, y de pronto apareció la calesa de Kreizler, que se acercaba veloz por el paseo central del parque hacia el fuerte. Stevie sostenía el látigo en alto y dirigió con firmeza a Frederick por delante de los muros delanteros del fuerte, hasta las enormes puertas de atrás.
— Bien hecho, Stevie…— murmuré, y me volví a los demás— Ésta es la mejor salida, a través de las puertas de atrás y por el lado del parque que da al río.
— Pues sugiero que nos larguemos— dijo Marcus—, porque se están acercando.
Con otra andanada de gritos, la multitud de la entrada principal penetró en el parque, ante lo cual los grupos que había a la derecha y a la izquierda también se pusieron en marcha. En aquellos instantes ya no cabía duda de que por las calles adyacentes desembocaba más gente en la zona. La multitud pronto congregaría a varios centenares de personas. Alguien había hecho una excelente labor encendiendo los ánimos.
— ¡Maldita sea!— gruñó Theodore, furioso—. ¿Dónde está la ronda nocturna del Veintisiete? ¡Me los voy a zampar a la brasa!
— Una excelente idea para mañana— comentó Kreizler, dirigiéndose a la escalera—. Sin embargo, de momento lo más urgente es escapar.
— ¡Pero esto es el escenario de un crimen!— prosiguió Theodore indignado—. No permitiré que ninguna turba lo destroce. ¡Sean cuales fuesen sus quejas!— Buscó por la azotea, y a continuación cogió un grueso palo de madera cortada—. No deben encontrar a ninguno de vosotros por aquí, doctor… Coge a la señorita Howard y marcharos. Los detectives y yo nos enfrentaremos a esa turba de la entrada.
— ¿Nosotros?— La pregunta salió de los labios de Lucius incluso antes de darse cuenta de que la formulaba.
— ¡Animo!— les contestó Roosevelt, sonriente, cogiendo con firmeza a Lucius del hombro y luego trazando unas cuantas estocadas en el aire con su palo—. Al fin y al cabo, este fuerte nos defendió del Imperio Británico… ¿Cómo no va a defendernos ahora de una turbamulta del Lower East Side?
Era una de esas ocasiones en que me hubiese gustado darle un sopapo a aquel hombre, pese a que su bravata no carecía de sentido.
A fin de preservar absolutamente la naturaleza de nuestro trabajo, era necesario que nos lleváramos en la calesa todo el equipo de los Isaacson. Después de hacer el camino de vuelta por la escalera y entre las peceras, acomodamos las diversas cajas en el coche y a continuación me volví hacia los dos hermanos para desearles suerte. Marcus parecía inspeccionar el suelo en busca de algo, mientras Lucius comprobaba, con inquietud, el funcionamiento de un revólver de reglamento.
— Es posible que no podáis evitar una pelea— les dije con una sonrisa que esperé fuera tranquilizadora—, pero no permitáis que Roosevelt os meta en una.
Lucius sólo soltó un breve gruñido, pero Marcus sonrió valerosamente y me estrechó la mano.
— Nos veremos en el ochocientos ocho— le dije.
A continuación cerraron las puertas traseras del fuerte y volvieron a colocar las cadenas y los candados. Yo salté al estribo y me agarre del lateral de la calesa— Kreizler y Sara ocupaban ya los dos asientos, y Cyrus iba arriba con Stevie—, y con una sacudida bajamos por un sendero que nos llevó hasta el borde del puerto y luego hacia el norte siguiendo el río. El griterío de la multitud fuera de Castle Garden seguía creciendo, pero cuando pasábamos por un lugar desde donde podían verse las puertas de entrada al fuerte los gritos se interrumpieron bruscamente. Estiré la cabeza para ver a Theodore fuera del oscuro portal, empuñando tranquilamente su palo con una mano y señalando hacia el extremo del parque con la otra. El estúpido amante de la acción había sido incapaz de quedarse allí dentro. Los Isaacson estaban en la puerta tras él, dispuestos a volver a echar el cerrojo a la menor sospecha. Pero esto no parecía necesario: la multitud realmente escuchaba lo que Theodore les estaba diciendo.