El año anterior le habían instalado un ordenador en su despacho. Dedicó una jornada completa a asistir a un curso para aprender a manejarlo. Sin embargo, le llevó mucho tiempo conocer siquiera superficialmente los diversos usos y posibilidades de aquel aparato. De hecho, hasta hacía poco más de un mes solía observarlo con displicencia, pero de repente, un buen día, se dio cuenta de que, en el fondo aquella máquina le facilitaba el trabajo. Su escritorio ya no quedaba enterrado bajo las montañas de los papeles sueltos en los que solía garabatear las ideas que se le ocurrían y las observaciones que hacía. Gracias a la computadora, todo estaba más ordenado. Claro que aún seguía escribiendo con dos dedos y se equivocaba con frecuencia pero, al menos, no tenía que corregir los fallos con el lápiz. Y eso ya era un alivio más que suficiente.
A las once de la mañana apareció Martinson con la lista de las personas que tenían llaves de la unidad de transformadores, y que eran un total de cinco. Wallander ojeó los nombres.
—Todos están en condiciones de dar cuenta de sus llaves —le adelantó Martinson—. Ninguno las ha perdido de vista y, salvo Moberg, ninguno ha ido a los transformadores en los últimos días. ¿Quieres que averigüe lo que estuvieron haciendo durante las horas en que Sonja Hókberg estuvo desaparecida?
—No, lo dejaremos por ahora —rechazó Wallander—. Hasta que los forenses no se hayan pronunciado, no podemos hacer nada más que esperar.
—¿Qué quieres que hagamos con Eva Persson?
—Tendremos que someterla a interrogatorios exhaustivos.
—¿Piensas encargarte tú mismo?
—No, gracias. Yo pensaba más bien dejar esa tarea en manos de Ann-Britt. Hablaré con ella personalmente.
Poco después de las doce, Wallander había terminado de revisar con la colega el informe sobre la investigación de Lundberg. La garganta no le molestaba tanto, pero aún se sentía cansado. Tras haber intentado, en vano, poner en marcha el motor de su coche, llamó a un taller para pedirles que enviasen una grúa. Así pues, dejó las llaves a Irene, la recepcionista, y se puso en marcha en dirección al centro para comer en alguno de los restaurantes que servían almuerzos. En las mesas aledañas los comensales comentaban el corte eléctrico de la noche anterior. Después de comer fue a la farmacia, donde compró jabón y analgésicos. De vuelta a la comisaría, se acordó del libro que tenía que haber recogido en la librería. Sopesó brevemente si volver sobre sus pasos e ir a buscarlo, pero el viento soplaba con fuerza y decidió dejarlo para otro momento. El coche había desaparecido del aparcamiento. Llamó al taller, donde le comunicaron que aún no habían detectado el fallo. Preguntó entonces si el importe de la reparación sería elevado, pero no obtuvo ninguna respuesta clara al respecto. Cuando por fin dio por concluida la conversación, estaba decidido a cambiar de coche.
Quedó pues allí sentado, meditabundo. De repente supo que Sonja Hokberg no había ido a parar a aquella unidad de transformadores por casualidad, como tampoco era fortuito el que se tratase de uno de los nodos eléctricos más vulnerables de la red de suministro de Escania.
«Esas llaves…», se decía. «Alguien la condujo hasta allí. Alguien que tenía las llaves más importantes».
La cuestión era por qué habían forzado la valla.
Sacó la lista que le había dejado Martinson. Cinco personas y cinco juegos de llaves.
Olle Andersson, técnico en reparaciones eléctricas.
Lars Moberg, técnico en reparaciones eléctricas.
Hilding Olofsson, jefe de mantenimiento.
Artur Wahlund, responsable de seguridad.
Stefan Molin, director técnico.
Los nombres seguían siendo tan poco reveladores como la primera vez que ojeó la lista. Marcó el número de Martinson, que respondió al instante.
—Esta gente de las llaves…, me preguntaba si, por casualidad, no habrías comprobado si están o no en nuestros principales registros.
—¿Me lo habías pedido?
—No, en absoluto. Pero estoy acostumbrado a que seas tan meticuloso…
—Si quieres, puedo hacerlo ahora mismo.
—No, déjalo, esperaremos. ¿Alguna novedad de los forenses?
—Dudo mucho de que puedan enviar ningún informe antes de mañana, como muy pronto.
—Bien, en ese caso, comprueba los nombres, si tienes tiempo.
En contra de lo que le sucedía a Wallander, Martinson adoraba los ordenadores y, de hecho, si alguien en la comisaría tenía problemas con las nuevas tecnologías, siempre acudía a preguntarle a él.
Wallander prosiguió con su examen del material relativo a la muerte del taxista. Cuando dieron las tres, fue por una taza de café. La congestión había cedido y ya no le dolía la garganta. Supo por Hanson que Ann-Britt estaba interrogando a Eva Persson. «Vaya, esto funciona», se felicitó. «Por una vez en la vida no se nos acumulan las tareas».
Acababa de inclinarse sobre sus documentos cuando Lisa Holgersson se presentó en el umbral de la puerta. La jefa sostenía en la mano uno de los diarios vespertinos y la expresión de su rostro le indicó a Wallander que algo grave había sucedido.
—¿Has visto esto? —inquirió al tiempo que le tendía el periódico abierto por las páginas centrales.
Wallander clavó una mirada incrédula en la fotografía, donde aparecía Eva Persson tendida en el suelo de la sala de interrogatorios, como si se hubiese caído.
Al leer el texto, se le hizo un nudo en el estómago: CONOCIDO INSPECTOR DE POLICÍA MALTRATA A UNA ADOLESCENTE. ÉSTAS SON LAS IMÁGENES.
—¿Quién pudo tomar esta foto? —preguntó sin dar crédito a lo que veía—. Allí no había ningún periodista, ¿verdad?
—Alguno estuvo allí.
Wallander recordó vagamente que la puerta estaba entreabierta y que él vislumbró la sombra de alguien que pasaba por detrás.
—Esto fue antes de la conferencia de prensa —precisó Lisa Holgersson—. Tal vez fue alguien que se presentó antes de tiempo y que se escurrió pasillo adentro.
Wallander estaba destrozado. Durante sus treinta años de servicio se había visto envuelto en un buen número de enfrentamientos violentos, aunque siempre en relación con detenciones peligrosas. Jamás la había emprendido con nadie durante un interrogatorio, por más que lo hubiesen provocado.
Aquello había sucedido una sola vez. Y resultó ser en presencia de un fotógrafo.
—Esto nos acarreará problemas —sentenció Lisa Holgersson—. ¿Por qué no nos lo dijiste?
—La chica atacó a su madre. La golpeé para proteger a su madre.
—Pues eso no es lo que se ve en la fotografía.
—Pero fue así como sucedió.
—¿Por qué no lo dijiste?
Wallander no sabía qué responder.
—Comprenderás que tenemos que iniciar una investigación sobre este asunto.
Wallander percibió la decepción en el tono de su voz. Y eso lo llenó de indignación. «Vaya, ahora resulta que sospecha de mí», se dijo.
—¿Acaso piensas expedientarme y suspenderme?
—No. Pero quiero saber qué sucedió exactamente.
—Ya te lo he dicho.
—Pues la versión que Eva Persson ofreció a Ann-Britt es bien distinta. Según la chica, tu ataque fue totalmente gratuito.
—Ya, pues has de saber que miente. Pregúntale a su madre.
Lisa Hoígersson se demoró un instante antes de responder.
—Sí, ya lo hemos hecho —reveló—. La mujer niega que la hija la hubiese golpeado.
Wallander enmudeció. «Lo dejo. Dejo la policía y me marcho de aquí para no volver más».
Lisa Holgersson aguardaba una reacción, pero Wallander seguía sin pronunciar palabra.
La comisaria jefe abandonó el despacho.
Wallander desapareció de la comisaría de inmediato, sin poder determinar en su fuero interno si se trataba de una huida o si más bien lo hacía para intentar sosegarse. Por supuesto que él sabía que todo había sucedido tal y como lo había relatado. Pero Lisa Holgersson no lo había creído. Y aquello lo indignó.
Cuando salió de la comisaría, lanzó una maldición al verse sin coche, pues cuando algo lo irritaba, solía sentarse al volante y conducir hasta que lograba serenarse.
En aquella ocasión, bajó a pie hasta el Systembolaget
[5]
, donde compró una botella de whisky. Hecho esto, fue directamente a su apartamento, desconectó el teléfono y se sentó ante la mesa de la cocina. Abrió la botella y bebió varios tragos. Aquello sabía muy mal. Pero, en su opinión, era justo lo que necesitaba. En efecto, nada lo hacía sentirse tan indefenso como una acusación injusta y, si bien era cierto que Lisa Holgersson no lo había acusado abiertamente, su actitud suspicaz no dejaba muchas alternativas de interpretación. Tal vez Hanson tuviese razón al afirmar que lo mejor era no tener de jefe a una mujer. Tomó otro trago. Ya se sentía mejor, ya empezaba a arrepentirse de haberse marchado a casa. De hecho, podrían interpretarlo como una especie de reconocimiento de culpabilidad por su parte. Volvió a conectar el teléfono y, presa de una impaciencia algo pueril, lo irritó el hecho de que nadie lo llamase. De modo que marcó el número de la comisaría. Irene respondió enseguida.
—Llamaba para comunicar que me he marchado a casa. Estoy resfriado.
—Hanson ha estado preguntando por ti. Y Nyberg. Y varios periódicos.
—¿Qué querían?
—¿Los periódicos?
—No, Hanson y Nyberg.
—Pues no lo dijeron.
«Seguro que tiene el periódico ante sí», se atormentaba Wallander. «Ella es como todos los demás. Lo más probable es que, en estos momentos, no se hable de otro tema en la comisaría de Ystad. Y seguro que habrá quien se alegre de que ese maldito Wallander se vea en semejante apuro».
Le pidió a Irene que lo pasase con Hanson, que tardó unos minutos en atender la llamada. Wallander sospechaba que Hanson estaba entregado a alguno de sus intrincados sistemas de apuestas, de aquellos que, cada vez, iban a proporcionarle un beneficio enorme, pero que nunca resultaban más que en lo comido por lo servido.
—¿Qué tal te va con los caballos? —preguntó Wallander.
Lo dijo para suavizar, para indicar que lo que habían publicado los periódicos no le había hecho perder los estribos.
—¿De qué caballos me hablas?
—¿No estás apostando a los caballos?
—Pues ahora mismo no. ¿Por qué?
—Olvídalo. Intentaba bromear. ¿Qué querías?
—¿Estás en tu despacho?
—No, estoy en casa con un buen resfriado.
—Bueno, quería que supieras que he comprobado a qué hora pasaron nuestros coches por aquella carretera. He estado hablando con los conductores. Ninguno de ellos vio a Sonja Hókberg, pese a que recorrieron aquel tramo cuatro veces en ambas direcciones.
—Bien. Entonces podemos estar seguros de que no fue a pie. Es decir, que alguien fue a buscarla. Lo primero que hizo cuando salió de la comisaría fue sin duda ir a un teléfono público. O a casa de alguien. Espero que Ann-Britt no pasase por alto hacerle esa pregunta a Eva Persson.
—¿Qué pregunta?
—Quiénes eran los demás amigos de Sonja Hókberg. Quién podía haberla llevado hasta allí en coche.
—¿Has hablado con Ann-Britt?
—No, aún no he tenido tiempo.
Entonces se produjo una pausa que Wallander decidió aprovechar para tomar la iniciativa.
—No es nada agradable la fotografía del periódico.
—No, no lo es.
—Me pregunto cómo pudo un fotógrafo invadir nuestros pasillos.
Cuando hay conferencia de prensa, siempre los conducimos a todos en grupo.
—Es raro que no notases el reflejo del flash.
—Ya, pero con las cámaras de hoy en día, apenas si hace falta.
—Pero ¿qué fue lo que pasó exactamente?
Wallander le refirió lo ocurrido. Se expresó con las mismas palabras de que se había servido cuando habló con Lisa Holgersson, sin añadir ni eliminar nada.
—¿No hubo ningún testigo? —quiso saber Hanson.
—Aparte del fotógrafo, ninguno. Ni que decir tiene que él mentirá; de lo contrario, su fotografía carece de valor.
—Pues tendrás que dar la cara y contar lo sucedido.
—Eso es lo que estoy haciendo.
—Ya, pero debes hablar con el periódico.
—¿Y de qué crees que serviría? Un viejo policía contra una madre y su hija… Está sentenciado al fracaso.
—No olvides que, pese a todo, la chica ha cometido un asesinato.
Wallander se preguntaba si aquello le ayudaría. El que un policía abusase de su autoridad hasta aquel punto era algo muy grave. Él mismo opinaba así, por lo que de poco servía que hubiesen concurrido circunstancias especiales.
—Lo pensaré —aseguró antes de pedirle a Hanson que intentase pasarlo con Nyberg.
Cuando el técnico acudió por fin al teléfono, habían transcurrido varios minutos que Wallander había aprovechado para tomar algunos tragos más de la botella de whisky. El inspector empezaba a sentir los efectos del alcohol, pero la presión bajo la que se sentía al llegar a casa había cedido.
—Nyberg al habla.
—¿Has visto el periódico? —preguntó Wallander.
—¿Qué periódico?
—El de la foto de Eva Persson.
—Yo no leo la prensa vespertina, pero he oído hablar de ello. Aunque, si no me equivoco, la chica atacó a su madre.
—Sí, pero eso no se ve en la foto.
—¡Bah! ¿Y eso qué tiene que ver?
—Me traerá problemas. Lisa quiere abrir una investigación.
—Claro, lo que hace falta es que la verdad salga a la luz.
—Sí, pero la cuestión es si los periódicos se la creerán. ¿Qué vale un policía viejo comparado con una jovencísima asesina?
El tono de voz de Nyberg dejó traslucir su sorpresa:
—¿Desde cuándo te preocupa lo que digan los periódicos?
—Ya, pero nunca han sacado ninguna fotografía en la que aparezco yo golpeando a una niña.
—Bueno, pero la niña ha cometido un asesinato.
—Sí, pero a mí me preocupa bastante.
—Ya pasará. En fin, lo que yo quería era confirmarte que una de las huellas de neumático corresponde al coche de Moberg. Lo que implica que hemos identificado todas las huellas, salvo una. Pero la del coche desconocido ha resultado ser de un modelo estándar.
—En todo caso, ya tenemos la certeza de que alguien la llevó hasta allí. Y después se marchó en su vehículo.
—Hay otro detalle —advirtió Nyberg—. Sobre su bolso.
—¿Qué pasa con el bolso?
—He estado intentando comprender por qué lo hallamos donde lo hallamos, junto a la valla.