Uno de los periodistas alzó la mano.
—¿Por qué dices «uno de los delincuentes», cuando sabemos que se trata de dos muchachas?
—Ya lo explicaré más tarde, si tienes un poco de paciencia —atajó Wallander.
Era un periodista joven y tenaz.
—La conferencia de prensa estaba prevista para la una, y ya es más de la una y media. ¿No tiene la policía ningún respeto por nuestro tiempo?
Wallander pasó por alto la pregunta con un largo silencio elocuente.
—En otras palabras, se trata de un homicidio —prosiguió—. En concreto, robo y agresión con resultado de muerte. En realidad, no hay razón alguna para ocultar que fue un crimen especialmente brutal y despiadado. Por lo que, claro está, resulta bastante satisfactorio el que hayamos aclarado lo acontecido con tanta rapidez.
Dicho esto tomó aliento, pues se sentía como si estuviese a punto de sumergirse en un mar sin saber si había escollos ocultos.
—Por desgracia, la situación se ha complicado por la huida de una de tas acusadas. Aunque, por descontado, esperamos poder atraparla en breve.
Un profundo silencio reinó en la sala durante un segundo, transcurrido el cual todas las preguntas se sucedieron en aluvión.
—¿Cómo se llama la acusada que se ha fugado?
Wallander miró inquisitivo a Lisa Holgersson, que asintió enseguida.
—Sonja Hókberg.
—¿De dónde escapó?
—De aquí, de la comisaría.
—¿Cómo pudo suceder tal cosa?
—En estos momentos estamos investigando cómo ocurrió.
—¿Qué quiere decir eso, exactamente?
—Pues exactamente lo que acabo de decir, que estamos investigando cómo pudo huir Sonja Hókberg.
—Es decir, que quien ha huido de la comisaría es una mujer peligrosa.
Wallander vacilaba, pero al final convino.
—Así es. Aunque no es del todo seguro que lo sea.
—A ver, convendrás conmigo en que o bien es peligrosa, o bien no lo es. ¿No puedes pronunciarte en un sentido o en otro?
Entonces, y por enésima vez aquel día, Wallander perdió el control. Deseaba acabar con todo aquello lo antes posible para irse a casa y meterse en la cama.
—Siguiente pregunta.
Pero el periodista no se rendía.
—Quiero una respuesta: ¿es peligrosa o no?
—Acabo de darte la única respuesta que puedo ofrecer. Siguiente pregunta.
—¿Va armada?
—No, que nosotros sepamos.
—¿Cómo fue asesinado el taxista?
—Con un cuchillo y un martillo.
—¿Habéis encontrado las armas del crimen?
—Sí.
—¿Podemos verlas?
—No.
—¿Por qué no?
—Por razones técnicas de la investigación. Siguiente pregunta.
—¿Está en búsqueda y captura a escala nacional?
—Por el momento, es suficiente con la alarma regional. Es cuanto teníamos que decir por ahora.
El modo en que Wallander dio a entender que daba por finalizad; la conferencia de prensa fue acogido con airadas protestas. El inspector sabía que al auditorio le quedaban aún un sinnúmero de preguntas más o menos importantes por formular. No obstante, se puso en pie al tiempo que casi arrancaba a Lisa Holgersson de su silla.
—¡Hemos terminado! —casi gritó.
—¿No deberíamos quedarnos un poco más? —musitó Lisa Holgersson.
—Sí, pero entonces tendrás que encargarte tú. Ya les hemos dicho cuanto necesitan saber. De todos modos, ellos suelen arreglárselas para rellenar lo que les falta sin ayuda.
La radio y la televisión querían hacer algunas entrevistas, de modo que Wallander se abrió paso como pudo a través de una multitud de cámaras y micrófonos.
—Esto te lo dejo a ti —declaró mirando a Lisa Holgersson—. O díselo a Martinson. Yo tengo que irme a casa.
Ya habían alcanzado el pasillo y Lisa Holgersson lo miró sin comprender.
—¿A casa?
—Si lo deseas, te doy permiso para que me pongas la mano en la frente. Estoy enfermo. Tengo fiebre. Aquí hay otros policías que pueden dedicarse a buscar a Sonja Hókberg y contestar a todas esas malditas preguntas.
Y, dicho esto, La dejó allí sin aguardar respuesta. «No estoy haciéndolo bien», se recriminó. «Debería permanecer aquí e imponer algo de orden en este caos. Pero en estos momentos me siento incapaz».
Así pues, entró en su despacho, y no había terminado de ponerse el chaquetón cuando llamó su atención una nota que había sobre la mesa y en la que reconoció la letra de Martinson.
«Según los médicos, Tynnes Falk murió de causas naturales. No hay delito. Es decir, que podemos archivar el caso».
A Wallander le llevó varios segundos caer en la cuenta de que la nota se refería al hombre que había sido hallado muerto ante un cajero de la zona comercial.
«Vaya, un problema menos», se dijo aliviado.
Abandonó la comisaría por el garaje, con objeto de evitar toparse con algún periodista. Soplaba un recio viento al que opuso resistencia mientras, encogido, se encaminaba hacia el coche. Cuando, ya en el interior del vehículo, giró la Llave del contacto, no sucedió nada. Lo intentó varias veces, pero el motor no reaccionó.
Desabrochó el cinturón de seguridad y salió del automóvil sin molestarse en cerrarlo con llave. De camino hacia la calle de Mariagatan, recordó de pronto el libro que había prometido ir a recoger en la librería. Pero resolvió que aquello podía esperar. Todo podía esperar. Lo único que deseaba hacer en aquellos momentos era dormir.
Cuando despertó, lo hizo como si, en precipitada carrera, pretendiese huir de una ensoñación.
En el sueño se vio a sí mismo otra vez en la conferencia de prensa que se celebraba en la casa, adosada donde vivía Sonja Hókberg Wallander no fue capaz de responder a una sola de las preguntas de los periodistas. Después vislumbró, de repente, la figura de su padre que, impasible, se había acomodado entre las cámaras de televisión para pintar su recurrente motivo del paisaje otoñal.
Entonces, despertó. Permaneció tumbado inmóvil y atento. El viento golpeteaba presionando los cristales de la ventana. Volvió la cabeza y comprobó en el reloj de la mesita que eran las seis y media. Había estado durmiendo durante casi cuatro horas. Intentó tragar saliva, pero notó que la garganta seguía inflamada y dolorida. Sin embargo, parecía que le había bajado la fiebre. Supuso que aún no habrían dado con el paradero de Sonja Hókberg. De lo contrario, le habrían avisado por teléfono. Se levantó y se dirigió a la cocina, donde halló la nota en la que había apuntado que debía comprar jabón y a la que añadió el libro que tenía que recoger en la librería. Se preparó algo de té y buscó, aunque en vano, un limón en su frigorífico. En efecto, en el cajón de las verduras no había más que unos tomates ya sin color y un pepino medio podrido que arrojó a la basura. Se fue a la sala de estar, con la taza de té en la mano. Había polvo acumulado en todos los rincones, de modo que volvió a la cocina y anotó también las bolsas para la aspiradora.
En realidad, lo que debía hacer era, por supuesto, comprar una aspiradora nueva.
Atrajo hacia sí el teléfono y marcó el número de la comisaría. Hanson fue el único a quien pudo localizar.
—¿Qué tal va la cosa?
—No hay ni rastro de ella —declaró Hanson con un eco de cansancio en la voz.
—¿No la ha visto nadie?
—Nada. El director general ha llamado para preguntar qué ha sucedido y cómo ha podido suceder.
—Ya me lo imagino. Pero yo sugiero que nos despreocupemos de ello, por ahora.
—Me dijeron que estabas enfermo.
—Mañana ya estaré bien.
Hanson lo puso al corriente del modo en que se había organizado la búsqueda, que Wallander aceptó sin objeciones. Habían dado la alarma regional y la nacional estaba preparada. Hanson le prometió que lo llamaría en cuanto se produjese alguna novedad.
Finalizada la conversación, Wallander se hizo con el mando a distancia del televisor, persuadido de que, al menos, le convendría ver los informativos. No le cabía la menor duda de que la huida de Sonja Hokberg sería la noticia protagonista de la siguiente emisión del canal regional Sydnytt. Tal vez incluso la estimásen digna de ser tratada en e1 ámbito nacional. No obstante, volvió a dejar el control remoto sobre la mesa y puso el disco de La Traviata, de Verdi. Acto seguido, se tendió en el sofá y cerró los ojos. Lo asaltaron entonces las imágenes de Eva Persson y de su madre, la imprevista reacción violenta de la chica y la imperturbabilidad de su mirada… En ese momento, sonó el teléfono. Se incorporó, bajó el volumen de la música y atendió la llamada.
—¿Kurt?
Reconoció la voz en el acto. Era Sten Widén, el más antiguo de sus escasos amigos.
—¡Vaya! ¡Cuánto tiempo!
—Sí, como siempre que hablamos. ¿Qué tal te encuentras? Me dijeron en la comisaría que estabas enfermo.
—¡Bah! Un dolor de garganta. Nada del otro mundo.
—Pues yo había pensado que podíamos quedar.
—Ya, bueno, no es éste el mejor momento. ¿No has visto las noticias?
—Ya sabes que yo ni veo las noticias ni leo los periódicos, salvo los resultados de las carreras de caballos y el tiempo.
—Tenemos a una persona huida y debo dar con su paradero y atraparla. Cuando lo haya conseguido, podremos vernos.
—Bueno, el caso es que pensaba despedirme.
Wallander sintió que se le hacía un nudo en el estómago. ¿Estaría enfermo su amigo? Tal vez la bebida hubiese destrozado su hígado por completo.
—¿Cómo que pensabas despedirte? ¿Y eso por qué?
—Quiero vender el picadero y largarme de aquí. En efecto, durante los últimos años, Sten Widén había manifestado en múltiples ocasiones su deseo de romper con todo. La finca que había heredado de su padre había ido convirtiéndose paulatinamente en una inevitable carga cada vez menos rentable. Durante las largas noches en que se reunían, Wallander había sido testigo de sus sueños de comenzar una nueva vida antes de que la edad se lo impidiese. Wallander nunca se tomó los sueños de Widén más en serio que los suyos propios. Pero era evidente que se había equivocado. Cuando estaba ebrio, su amigo era capaz de exagerar hasta el extremo. Más ahora parecía sobrio y lleno de energía, y el habitual tono de desidia de su voz sonaba ahora distinto.
—¿Hablas en serio?
—Así es. Salgo de viaje.
—¿Adónde?
—Eso aún no lo he decidido. Pero me iré pronto.
El nudo en el estómago había cedido ya a un sentimiento de envidia. No en vano, los sueños de Sten Widén habían resultado ser más viables que los suyos propios.
—Iré a verte en cuanto pueda. En el mejor de los casos, dentro de un par de días.
—Estaré en casa.
Tras aquella conversación, a Wallander le sobrevino una apatía total y prolongada. No podía negar hasta qué punto envidiaba a su amigo. Sus propias ilusiones de romper un día con la profesión de policía se le antojaban remotas. Y él jamás sería capaz de emprender lo que Sten Widén estaba a punto de llevar a cabo con su vida.
Apuró el resto del té y llevó la taza a la cocina. El termómetro que tenía fijado en el marco de la ventana indicaba que estaban a un grado de temperatura. Hacía demasiado frío para ser primeros de octubre.
Volvió al sofá. La música era apenas perceptible. De nuevo tomó el control remoto, que dirigió hacia el equipo de música.
En ese preciso momento, se fue la luz.
Al principio creyó que podía tratarse de un fusible. Sin embargo, cuando, a tientas, logró alcanzar la ventana, comprobó que las farolas de la calle también estaban apagadas.
Decidió regresar al sofá, dispuesto a aguardar sumido en la oscuridad.
Wallander ignoraba, ciertamente, que una gran parte de Escania había quedado a oscuras.
Olle Andersson estaba durmiendo. Y sonó el teléfono.
Cuando intentó encender la lámpara de la mesilla, comprobó que no había luz. Entonces comprendió el significado de la llamada. Encendió la potente linterna que siempre tenía junto a la cama y tomó el auricular. Tal y como había supuesto, la llamada procedía de la central de suministro energético Sydkraft, que contaba con la presencia de personal especializado las veinticuatro horas. El autor de la llamada era Rune Ágren que, como Olle Andersson ya sabía, tenía el turno de guardia aquella noche del 8 de octubre. Era oriundo de Malmö, llevaba más de treinta años trabajando para diversas empresas de suministro energético y el año siguiente sería el de su jubilación. Ágren fue derecho al grano.
—Tenemos caída de tensión y corte de suministro eléctrico en una cuarta parte de Escania.
Olle Andersson no salía de su asombro. En efecto, si bien los vientos habían empezado a soplar hacía ya unos días, no habían alcanzado la velocidad suficiente como para que pudiese calificárselos de huracanados.
—A saber qué coño ha pasado —continuó Ágren—. Algo ha fallado en la unidad de transformadores situada a las afueras de Ystad, así que ya puedes vestirte y salir hacia allá como un rayo.
Olle Andersson conocía la urgencia del problema pues, en la compleja red de suministro a través de la cual la electricidad se distribuía por zonas urbanas y rurales, la unidad de transformadores de Ystad constituía, precisamente, uno de los nodos principales. De modo que si algo fallaba en aquella unidad, una gran parte de Escania se quedaba sin suministro eléctrico. Por supuesto que siempre había personal de guardia designado de antemano, por si se presentaba algún imprevisto en la red, justo aquella semana, la responsabilidad sobre el distrito de Ystad había recaído sobre Olle Andersson.
—¡Vaya! Me había dormido —confesó—. ¿Cuándo se produjo el corte?
—Hace catorce minutos. Nos llevó un buen rato localizar el fallo. Ya puedes darte prisa. Por si fuera poco, a la policía de Kristíanstad le ha fallado también el generador de reserva, así que las instalaciones de alarma están fuera de servicio.
Olle Andersson era muy consciente de las consecuencias que aquello podía tener, de modo que colgó el auricular y comenzó a vestirse. Berit, su mujer, se había despertado.
—¿Qué ocurre?
—Tengo que salir. Media Escania está sumida en las sombras.
—¿Tan fuerte sopla el viento?
—No, la causa debe de ser otra. Duérmete, anda.
Linterna en mano, bajó la escalera. Puesto que vivía en Svarte llevaría unos veinte minutos llegar a la unidad de transformadores de Ystad. Se puso la ropa de abrigo sin dejar de preguntarse qué podía haber sucedido.