—¿Estás sugiriendo que ponga un anuncio en un periódico?
—Exacto, O que te pongas en contacto con alguna agencia.
—Eso jamás.
—¿Y por qué no?
—Pues porque no creo en esas cosas.
—Pero ¿por qué?
—¡Yo qué sé!
—Es un buen consejo, así que piénsatelo. Bueno, ahora debo seguir trabajando.
—¿Dónde estás?
—En el restaurante. Abrimos a las diez.
La joven se despidió concluyendo así la conversación. Wallander se preguntaba dónde habría dormido aquella noche. Hacía algunos años, Linda había estado saliendo con un chico de Kenya que estudiaba Medicina en Lund. Pero aquello se terminó y, desde entonces él había tenido escaso conocimiento, por no decir ninguno, acerca de las parejas de su hija. Salvo que, al parecer, solían cambiar con asiduidad. Sintió un pinchazo de celos y mal humor. Ya algo repuesto, abandonó el despacho. A decir verdad, aquella idea de poner un anuncio en el periódico o de dirigirse a una agencia ya se le había pasado a él por la cabeza en alguna ocasión, pero siempre la había rechazado por absurda. De hecho, se le antojaba que acceder a tal recurso sería como rebajarse muy por debajo del valor que él se atribuía a sí mismo.
El viento racheado le azotó el rostro. Se sentó al volante, puso el motor en marcha y aplicó el oído al traqueteo que sonaba cada vez peor. Tras un instante, partió hacia la casa adosada en que Sonja Hókberg había vivido en compañía de sus padres. En el informe que Martinson le había proporcionado, constaba la profesión del padre de Sonja, que era «trabajador autónomo». Sin embargo, nada se decía acerca de en qué consistía su actividad con exactitud. Ya ante la casa, Wallander salió del vehículo. Al entrar en el jardín, comprobó que, aunque pequeño, estaba cuidado con esmero. Llamó al timbre y, tras un instante, un hombre acudió a abrir la puerta. Wallander supo enseguida que lo había visto con anterioridad, pues tenía buena memoria para los rostros. En cambio, era incapaz de recordar cuándo o dónde. Por su parte, el hombre que tenía ante sí en el umbral de la puerta también reconoció a Wallander en el acto.
—¡Vaya! ¿Tú por aquí? —exclamó—. Ya sabía yo que la policía vendría tarde o temprano, pero no imaginé que te enviarían a ti, precisamente.
Se apartó para permitir el paso a Wallander, que entró en la casa. Desde algún Jugar difícil de precisar se oía el ruido de un televisor. El inspector seguía sin recordar quién era aquel hombre.
—Supongo que me has reconocido —comentó Hokberg.
—Así es, pero debo confesar que no recuerdo dónde nos hemos visto —admitió Wallander.
—Pero hombre, ¿no te dice nada el nombre de Erik Hokberg?
Wallander rebuscaba en vano entre sus recuerdos.
—¿Y el de Sten Widén?
Entonces lo recordó. Sten Widén, el dueño del picadero de Stiamsund. Y Erik, claro. Los tres habían compartido, hacía ya muchos años una profunda pasión por la ópera. El más aficionado era sin duda Sten, pero Erik, amigo suyo de la infancia, había participado en no pocas ocasiones, cuando se reunían en torno a un gramófono dispuestos a gozar de alguna de las obras de Verdi.
—Sí, ya me acuerdo —afirmó Wallander—. Pero entonces tú no te llamabas Hokberg, ¿no es así?
—No, es cierto, adopté el apellido de mi esposa. Yo me llamaba Erik Eriksson.
Erik Hokberg era un hombre alto y corpulento en cuya mano resultaba diminuta la percha que tendía a Wallander para que éste colgase e! chaquetón. Wallander lo recordaba muy delgado, pero ahora sufría un sobrepeso considerable. De ahí que al inspector le hubiese costado identificarlo.
Wallander se quitó el chaquetón y siguió a Hokberg hasta la sala de estar. Había allí un televisor, pero el ruido procedía de un aparato conectado en otra de las habitaciones de la casa. Tomaron asiento. Wallander se sentía algo turbado, pues el asunto era de por sí bastante delicado.
—Es terrible lo que ha sucedido —comenzó Hokberg—. Como comprenderás, no acabo de explicarme lo que pudo pasársele por la cabeza.
—¿Es la primera vez que manifiesta una actitud violenta?
—En efecto, la primera vez.
—¿Y tu mujer? ¿Está en casa?
Hókberg se había hundido en la silla. Tras aquel rostro de gruesos pliegues, Wallander adivinaba aquel otro semblante, el que le recordaba un tiempo que, a aquellas alturas, se le antojaba infinitamente lejano.
—No, se fue con Emil a casa de su hermana, que vive en Hoór. Ya soportaba estar aquí, con todos esos periodistas y sus constantes llamadas intempestivas, sin ningún tipo de miramiento; llaman incluso a medianoche, si a ellos les viene bien.
—Ya. Pues me temo que tendré que hablar con ella también.
—Claro, lo comprendo. Ya le dije yo que la policía vendría a vemos, Wallander se sentía inseguro, indeciso sobre cómo continuar.
—Tu mujer y tú habréis hablado del asunto, imagino.
—Sí, pero ella sabe tan poco como yo. Fue algo tan totalmente inesperado que nos dejó atónitos.
—Ya. Y tu relación con Sonja, ¿era buena?
—Excelente, jamás tuvimos el menor enfrentamiento.
—¿Qué me dices de su madre?
—Tampoco. Bueno, a veces discutían, pero sobre asuntos sin importancia, lo normal entre madre e hija. Durante todos los años que he vivido con ella, jamás causó ningún problema.
Wallander frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres decir?
—Creí que sabías que es mi hijastra.
Aquel dato no constaba en el informe pues, de lo contrario, Wallander habría tomado buena nota de ello.
—Emil es hijo de Ruth y mío —explicó Hókberg—. Sonja tendría dos años cuando yo aparecí en sus vidas. En diciembre hará diecisiete años. Ruth y yo nos conocimos en una cena de Navidad.
—¿Y quién es el padre de Sonja?
—Se llamaba Rolf. Nunca se preocupó por ella y Ruth y él nunca estuvieron casados.
—¿Sabes dónde vive?
—Murió hace unos años, alcoholizado.
Wallander buscaba ahora un bolígrafo en los bolsillos pues, según había comprobado, había olvidado llevarse el bloc de notas y las gafas. Sobre la hoja de cristal de la mesa había un montón de periódicos.
—¿Puedo rasgar una hoja? —preguntó al tiempo que señalaba los diarios.
—¡Vaya! ¿Acaso la policía ya no puede permitirse comprar blocs de notas?
—Quizá, pero en este caso es culpa mía: lo olvidé en el despacho.
Wallander tomó uno de los periódicos como base sobre la que escribir, sin dejar de notar que se trataba de un periódico financiero en lengua inglesa.
—¿Puedo saber a qué te dedicas?
La respuesta lo dejó perplejo.
—Me dedico a la especulación.
—¿Y con qué especulas?
—Acciones, opciones, moneda extranjera… Además, tengo una buena fuente de ingresos con las apuestas. Criquet inglés, en especial; algo de fútbol americano de vez en cuando.
—O sea, que juegas.
—Sí pero no a los caballos. Ni siquiera hago la quiniela. Pero supongo que el mercado de la Bolsa bien puede describirse como una especie de juego.
—¿Y llevas el negocio desde tu domicilio?
Hókberg se levantó y le hizo una señal de que lo siguiese. Wallander quedó de pie, atónito, en el umbral de la habitación contigua. En efecto no era sólo un televisor el que estaba encendido, sino tres. En sus pantallas parpadeaban, pasando a toda velocidad, infinidad de columnas de cifras. Además, aparecían sobre las mesas unos cuantos ordenadores e impresoras. Fijados a una de las paredes, pendían relojes con indicaciones horarias de diversas partes del mundo. Wallander experimentó la sensación de haber accedido a la torre de control de un aeropuerto.
—Dicen que las nuevas técnicas han hecho que el mundo resulte más pequeño —comentó Hókberg—. Pero eso es, en mi opinión, claramente cuestionable. En cualquier caso, no cabe duda alguna de que al menos mi mundo ha crecido. Desde esta casa adosada de pobre construcción y situada a las afueras de Ystad puedo participar en todos los mercados mundiales. Así, puedo conectarme con agencias de apuestas de Londres o de Roma. Puedo adquirir opciones en la Bolsa de Hong Kong o vender dólares americanos en Yakarta.
—¿En serio que es así de fácil?
—Bueno, no exactamente. Es preciso tener licencias, contactos y conocimientos. Pero en esta habitación me siento como en el centro del mundo. En cualquier momento. La fortaleza y la vulnerabilidad van codo con codo.
Tras la exhibición, regresaron a la sala de estar.
—Quisiera ver la habitación de Sonja —pidió Wallander.
Hókberg lo condujo escaleras arriba, dejaron atrás un dormitorio que Wallander supuso pertenecería al niño llamado Emil, hasta que Hókberg señaló una puerta.
—Te esperaré abajo —aseguró—. A menos que necesites mi ayuda.
—No, gracias.
El sonido de los pesados pasos de Hókberg se atenuó hasta desaparecer por la escalera. Wallander abrió la puerta. La habitación tenía el techo abuhardillado y había una ventana entreabierta. Las cortinas, de un tejido fino, se mecían al viento. Wallander permaneció inmóvil e inspeccionó con calma el recinto. Sabía por experiencia lo importante que Quitaba la primera impresión. En posteriores observaciones podían redarse detalles escénicos imperceptibles a primera vista. Pese a todo, él siempre recurría en su conciencia a la primera impresión.
En aquella habitación vivía una persona cuya identidad él ansiaba conocer. La cama estaba hecha. Cojines de color rosa o de floridos estampados aparecían por doquier. Una de las paredes quedaba oculta por completo tras una estantería atestada de todo tipo de ositos de peluche. Una de las puertas del armario estaba cubierta por un espejo y, extendida sobre el suelo, había una gruesa y mullida alfombra. Bajo la ventana se alzaba una mesa de escritorio sobre cuyo tablero no había nada en absoluto. Wallander permaneció largo tiempo en el umbral, observando la habitación. De modo que allí vivía Sonja Hókberg. Entró en la habitación, se arrodilló y miró bajo la cama. El suelo estaba sucio, pero en algún punto, un objeto había dibujado un rastro en el polvo. Wallander se estremeció ante la sospecha de que aquél había sido, a todas luces, el lugar donde la chica había ocultado el martillo. Se incorporó para sentarse sobre el borde de la cama, que era de una dureza sorprendente. Entonces, se aplicó la mano a la frente intuyendo que la fiebre había vuelto a subir; la garganta aún estaba inflamada, pero el frasco de pastillas seguía en su bolsillo. Se puso en pie con la intención de abrir los cajones del escritorio. Comprobó que ninguno de ellos estaba cerrado con llave. Ni siquiera halló una para cerrarlos. No podía decir qué estaba buscando, tal vez un diario, una fotografía… Pero nada de lo que descubrió en los cajones atrajo su atención. De nuevo tomó asiento sobre la cama y se entregó a rememorar su encuentro con Sonja Hókberg.
La sensación se había manifestado de forma inmediata, ya en el umbral de la puerta.
Allí había algo que no encajaba. Sonja Hókberg y su habitación no encajaban. Por más que se esforzaba, era incapaz de imaginársela allí, entre aquella multitud de ositos de color rosa. Pese a todo, era su habitación, de modo que trató de dilucidar qué podía significar aquello. ¿Qué versión era más fiel a la verdad? ¿La de la Sonja Hókberg con la que el se entrevistó en la comisaría, o tal vez la de la propietaria de aquel dormitorio, en el que un martillo ensangrentado había yacido oculto bajo la cama?
Rydberg le había enseñado a escuchar, hacía ya muchos años. Cada habitación tiene su forma de respirar. Debes aplicar el oído. Una habitación es capaz de desvelar buena parte de los secretos de la persona que la habita.
Al principio, Wallander había albergado serias dudas acerca de la eficacia del consejo de Rydberg. Sin embargo, con el paso del tiempo, comprendió que el viejo colega le había transmitido una valiosísima enseñanza.
Wallander empezaba a sufrir un fuerte dolor de cabeza y sentía un tremendo zumbido en las sienes. Se levantó de nuevo para mirar, en esta ocasión, en el interior del armario. Ropa en las perchas, zapatos en el suelo. De hecho, no había allí más que zapatos y un oso de pe-luche algo maltrecho. En la cara interna de la puerta del armario había fijado un cartel con un fotograma de la película El abogado del diablo, en que Al Pacino interpretaba el papel protagonista. Wallander recordaba haberlo visto actuar en El padrino. Cerró luego la puerta y se sentó en la silla que había ante el escritorio, desde la cual podía observar la habitación desde otra perspectiva.
«Aquí falta algo», resolvió. Recordaba el aspecto de la habitación de Linda cuando era adolescente. Cierto que había peluches, pero lo que primaba eran las fotografías de los ídolos sagrados, a veces modificados pero siempre presentes bajo alguna forma.
En la habitación de Sonja Hókberg no había nada. Tenía diecinueve años y tan sólo un cartel de una película dentro del armario.
Wallander permaneció sentado todavía unos minutos antes de abandonar la habitación y descender los peldaños de la escalera. Erik Hókberg lo aguardaba en la sala de estar. Wallander le pidió un vaso de agua y se tomó las pastillas mientras Hókberg lo observaba inquisitivo.
—¿Has encontrado algo?
—Bueno, sólo quería echar un vistazo.
—¿Qué va a ocurrirle?
Wallander hizo un gesto con la cabeza.
—Tiene la mayoría de edad de responsabilidad penal y ha confesado, de modo que no va a tenerlo fácil.
Hókberg no hizo ningún comentario, pero Wallander notó que estaba sufriendo.
El inspector anotó el número de teléfono de la cuñada del hombre, en Höör.
A continuación abandonó la casa. El viento había arreciado en oleadas que iban y venían. Emprendió el regreso a la comisaría, aunque se encontraba bastante mal. Después de la conferencia de prensa, se marcharía a casa y se metería en la cama.
Cuando cruzó las puertas de la comisaría y entró en la recepción, Irene le hizo señas de que se acercase. Wallander la notó algo pálida.
—¿Qué ha sucedido? —inquirió el inspector.
—No lo sé —repuso ella—, pero han estado buscándote. Y, como de costumbre, no llevabas el móvil.
—¿Quién ha estado buscándome?
—Todos.
Wallander perdió la paciencia.
—¿Quiénes son todos? ¿No puedes ser un poco más precisa?
—Martinson y Lisa.
Wallander se dirigió al despacho de Martinson, donde también halló a Hanson.