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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (11 page)

BOOK: Cortafuegos
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Ni que decir tiene que también lo inquietaba la posibilidad de que la avería fuese tan complicada de reparar que no pudiese restablecer la normalidad él solo. Si la zona afectada por el corte de corriente era lo suficientemente amplia, tendría que recuperar la tensión lo antes posible. Cuando salió al jardín, se encontró con que el viento soplaba con violencia. Pese a ello, tenía la certeza de que no había sido el viento el causante de los daños. Se metió en el coche, un auténtico taller ambulante, encendió el transmisor por radio y llamó a Ágren.

—Voy para allá.

Diecinueve minutos más tarde, se hallaba ante la unidad de transformadores. Todo estaba sumido en la más absoluta oscuridad. Cada vez que aquello ocurría, cada vez que se producía un corte de corriente y que él salía para localizar y reparar la avería, lo asaltaba el mismo pensamiento: hacía no más de cien años, aquella oscuridad compacta era lo natural. De hecho, la electricidad lo había transformado todo. En la actualidad, no quedaba ninguna persona viva que pudiese recordar cómo transcurría la existencia entonces. Sin embargo, solía añadir a su reflexión, la sociedad también se había vuelto más vulnerable. Así, si las cosas venían mal, un simple fallo en uno de los nodos fundamentales del suministro energético podía poner en peligro a medio país.

—Ya estoy aquí —anunció.

—Pues date prisa —lo apremió Ágren.

La unidad de transformadores se encontraba en medio de u: plantación y estaba rodeada de una alta valla, provista de numerosas señales que advertían de que el acceso no sólo estaba prohibido a toda persona no autorizada, sino que, además, comportaba peligro de muerte. Con varios manojos de llaves en las manos, se encogió para protegerse del fuerte viento. Se había puesto unas gafas de fabricación propia en las que, en lugar de lentes, había colocado un par de pequeñas y potentes linternas sobre los ojos. Buscó hasta localizar el manojo que necesitaba y, al llegar a la verja, se detuvo en seco. En efecto, había sido forzada y abierta. Echó un vistazo a su alrededor, pero no vio ningún coche y tampoco vislumbró a nadie. Tomó de nuevo el transmisor y llamó a Ágren.

—La cerradura de la verja está forzada y abierta —anunció.

Ágren tenía cierta dificultad en entender sus palabras a causa del viento, de modo que se vio obligado a repetir lo que acababa de decir.

—No parece que haya nadie, así que voy a entrar —continuó.

No era la primera vez que le ocurría que, al llegar a una unidad de transformadores, hallaba la verja forzada. En esos casos, siempre se presentaba una denuncia ante la policía que, en algunas ocasiones, lograba dar con los asaltantes. Con no poca frecuencia, se trataba de puras gamberradas cometidas por pandillas de jóvenes. Pero a veces habían comentado lo que podría ocurrir si alguien decidiese sabotear de verdad la red de suministro eléctrico. Él mismo había asistido en septiembre a una reunión en la que uno de los técnicos responsables de la seguridad en Sydkraft les había referido los proyectos de implantación de nuevas normas.

Volvió la cabeza. Puesto que también llevaba la linterna grande en la mano, eran tres los puntos de luz que danzaban sobre el esqueleto de acero de la unidad de transformadores. En el centro de las torres, había una pequeña caseta gris que constituía el núcleo de la estación. Se accedía a ella por una puerta de acero que se abría con dos llaves y que sólo podía forzarse con una fuerte carga explosiva. Él había marcado las llaves con cintas adhesivas de diversos colores. La llave con la cinta roja abría la verja. La amarilla y la azul, la puerta de acero. Miró de nuevo a su alrededor. Todo aparecía desierto. Tan sólo el silbido del viento quebraba el silencio. Comenzó a caminar, pero, tras haber avanzado varios pasos, se detuvo. Algo había llamado su atención. ¿Habría algo a su espalda? La voz entrecortada de Ágren surgió del transmisor que llevaba enganchado del chaquetón. Pero él no respondió. ¿Qué sería lo que lo había hecho detenerse? No había allí nada más que oscuridad. Al menos, nada que él pudiese divisar. Lo que sí había era un intenso olor. «Debe de venir de las plantaciones», supuso. «Algún agricultor que ha estado abonando los campos». Continuó así su avance en dirección a la caseta. El hedor no desaparecía. De repente, se paró en seco. La puerta de acero estaba abierta. Retrocedió unos pasos y tomó el transmisor.

—La puerta está abierta —anunció—. ¿Me oyes?

—Sí, te oigo. ¿Qué significa eso de que está abierta?

—Pues lo que te acabo de decir.

—Pero ¿hay alguien ahí?

—No lo sé. El caso es que no parece forzada.

—Y, entonces, ¿cómo es que está abierta?

—No lo sé.

El silencio se adueñó también del transmisor. De pronto, experimentó una sensación de profunda soledad. La voz de Ágren se dejó oír de nuevo.

—¿Quieres decir que la han abierto con llave?

—Eso parece. Además, aquí huele muy raro.

—Tendrás que mirar a ver qué es. Y date prisa. Tengo a los jefes encima llamando como condenados para saber lo sucedido.

Así pues, respiró hondo y comenzó a caminar hasta llegar a la puerta. La abrió y enfocó la linterna hacia el interior. Una terrible pestilencia le azotó el rostro. Pero ya sabía lo que había ocurrido. El corte de electricidad que había sumido a Escania en tinieblas aquella noche de octubre lo había provocado un cadáver carbonizado que se extendía a sus pies entre las barras de alta tensión. En efecto, era una persona que había provocado la avería.

Reculó tambaleándose hasta salir de la caseta y llamó a Ágren.

—Hay un cadáver en la unidad de transformadores.

Ágren tardó unos segundos en responder.

—Repíteme lo que acabas de decir.

—Té digo que hay un cuerpo calcinado ahí dentro. Eso es lo que ha provocado el corte en la zona.

—Pero, no es posible…

—¡Ya me has oído! El dispositivo de protección del relé debe de haber fallado.

—Bien, en ese caso, llamaremos a la policía. Quédate donde estás. Tendremos que volver a conectar la red desde aquí.

La transmisión se cortó. Notó que todo su cuerpo comenzaba a temblar con violencia. Aquello era inexplicable. ¿Por qué iba nadie a entrar en una unidad de transformadores para quitarse la vida con una descarga eléctrica de semejante magnitud? Era como sentarse en la silla eléctrica.

Sentía un fuerte mareo y regresó al coche con la esperanza de evitar el vómito.

El viento soplaba racheado y a gran velocidad. Además, había empezado a llover.

La alarma alcanzó las tinieblas de la comisaría de Ystad poco después de la medianoche. El agente que atendió la llamada de Sydkraft anotó lo que se le decía e hizo una rápida valoración. Puesto que el cuadro incluía un cadáver, llamó a Hanson, que estaba de servicio aquella noche y que prometió acudir de inmediato. A la vacilante luz de la vela que tenía junto al teléfono, marcó el número de Martinson, que sabía de memoria. Tardó un buen rato en obtener respuesta, pues su colega estaba durmiendo y no se había percatado del corte eléctrico. Martinson escuchó con atención cuanto le transmitía Hanson y comprendió enseguida la gravedad de la situación. Concluida la conversación, fue tanteando las teclas del teléfono hasta componer otro número que no necesitaba consultar.

Wallander había caído vencido por el sueño en el sofá, mientras aguardaba que volviese la luz. Cuando el timbre del teléfono lo despertó, seguía rodeado de oscuridad. Al intentar descolgar el auricular, se le cayó el teléfono al suelo.

—Soy Martinson. Hanson acaba de llamar.

Wallander intuyó de inmediato que se trataba de algo grave y contuvo la respiración.

—Han hallado un cadáver en una de las instalaciones que Sydkraft tiene a las afueras de Ystad.

—¿Ha sido ésa la causa del corte?

—No lo sé, pero pensé que deberías estar al corriente de ello, aunque estés enfermo.

Wallander tragó saliva. El dolor de garganta persistía, pero ya no tenía fiebre.

—Tengo el coche estropeado, así que tendrás que venir a recogerme —advirtió el inspector.

—Me tendrás ahí dentro de diez minutos.

—Que sean cinco —lo apremió Wallander—. Ni uno más. Estamos su luz en toda la zona.

Se vistió a tientas en la oscuridad y bajó a la calle, donde lo recibió una fina lluvia. Transcurridos siete minutos, apareció Martinson. Atravesaron la ciudad a oscuras hasta que localizaron a Hanson, que los aguardaba en una de las rotondas de salida de la ciudad.

—Es una de las unidades de transformadores, justo al norte del vertedero municipal —aclaró Martinson.

Wallander sabía dónde se encontraba el lugar. De hecho, había estado paseando por un bosque cercano hacía algunos años, cuando recibió la visita de Baiba.

—¿Qué es lo que ha ocurrido exactamente?

—No sé mucho más de lo que ya te he dicho. Recibimos una llamada de Sydkraft. Hallaron un cadáver cuando se disponían a reparar el corte del suministro.

—¿Qué sabemos del alcance de la avería?

—Según Hanson, afecta a casi una cuarta parte de Escania.

Wallander lo miró incrédulo, pues no era frecuente que un fallo en la red eléctrica alcanzase tal envergadura. Cierto que podía suceder en alguna ocasión, en épocas en que violentos vendavales azotaban la región o, como tras el otoño de 1969, cuando se desató el huracán, pero nunca con los vientos que soplaban ahora.

Cuando se desviaron de la carretera principal, la lluvia ya había arreciado, de modo que el limpiaparabrisas de Martinson trabajaba a toda potencia. Wallander lamentó no haberse puesto un impermeable, y tampoco podía ponerse las botas de agua, pues estaban en el maletero del coche, que había quedado estacionado junto a la comisaría.

Finalmente, Hanson frenó. A la luz de las linternas, Wallander vio a un hombre que les hacía gestos con las manos.

—Esto es una estación de alta tensión —observó Martinson—. Así que, si es cierto que alguien ha quedado carbonizado ahí dentro, no debe de ofrecer un espectáculo muy agradable.

Salieron a la intemperie. Allí, en campo abierto, el viento azotaba con más violencia. Cuando ganaron la caseta, hallaron a un hombre conmocionado. Wallander vio disipadas sus dudas de que en verdad hubiese acontecido algo grave.

—Está ahí dentro —señaló el hombre.

Wallander fue el primero en entrar. La intensidad de la lluvia que le castigaba el rostro le impedía ver con claridad. Martinson y Hanson se situaron a su espalda mientras el técnico, aterrado, se mantenía algo apartado.

—Ahí, ahí dentro —repitió el hombre ya ante la puerta de la unidad de transformadores.

—¿Hay algún transmisor de corriente que aún funcione? —inquirió Wallander.

—Ya no. Ya no hay nada.

Tomó la linterna que llevaba Martinson y la enfocó hacia el interior.

Empezaba a percibir el olor. La pestilencia que emanaba de la carne humana carbonizada. Era un hedor al que no acababa de acostumbrarse, por más que lo hubiese experimentado en múltiples ocasiones en los casos de incendio en que las personas acababan ardiendo en el interior de los edificios. Una idea le pasó rauda por la mente: seguro que Hanson terminaría por vomitar, pues no soportaba el olor a cadáver.

El cuerpo estaba totalmente calcinado, ya sin rostro. Tenían ante sí un montón de hollín. Los restos humanos yacían atrapados entre cables y fusibles.

Se hizo a un lado, con el fin de que Martinson pudiese verlo.

—¡Joder! —gimió éste.

Wallander le ordenó a Hanson que llamase a Nyberg y que pidiese la intervención de todas las unidades.

—Por cierto que tendrán que traerse un generador, si quieren ver algo —advirtió.

Se volvió entonces a Martinson, antes de preguntar:

—¿Cómo se llama el hombre que descubrió el cadáver?

—Olle Andersson —declaró el colega.

—¿Y qué había venido a hacer aquí?

—Lo habían enviado de Sydkraft. Es uno de sus técnicos de emergencias, de los que están disponibles las veinticuatro horas, y esta noche estaba de guardia.

—Habla con él y procura que te dé las indicaciones horarias precisas. Y, sobre todo, no andéis pisándolo todo por aquí: ya sabes que Nyberg se pone frenético.

Martinson se llevó a Olle Andersson a uno de los coches. Una vez solo en el lugar de los hechos, el inspector se puso en cuclillas al tiempo que enfocaba la linterna hacia los restos humanos. Nada quedaba de la vestimenta y su aspecto era tal que Wallander creyó estar contemplando una momia, o un cuerpo de hacía mil años hallado en una turbera. Sólo que aquello era una unidad de transformadores moderna. Concentró sus esfuerzos en figurarse lo ocurrido. El corte de luz se había producido a eso de las once de la noche. Y ya era casi la una de la madrugada. Si fuella persona había sido la causante del cortocircuito, debía de haber ocurrido hacía dos horas, aproximadamente.

Se puso en pie, pero dejó la linterna sobre el suelo de cemento. ¿Qué había podido suceder? Una persona entra en una estación de transformadores apartada de la ciudad y provoca un corte en el suministro quitándose la vida. Wallander hizo un gesto con la cabeza. No, no podía ser así de sencillo. Las incógnitas se le acumulaban en la mente en precipitado tumulto. Se agachó entonces para recuperar la linterna y echó un vistazo a su alrededor. Lo único que podía hacer era aguardar la llegada de Nyberg.

Y, no obstante, se sentía presa del desasosiego. Dejó vagar la luz de la linterna sobre el cuerpo abrasado. Ignoraba la procedencia de aquella sensación y, sin embargo, le parecía reconocer en el cadáver algo que ya no se encontraba allí, pero que le había pertenecido.

Salió de la caseta y observó la imponente puerta de acero, pero no detectó en ella daño alguno, como tampoco había indicios de que hubiesen intentado forzar ninguna de las dos robustas cerraduras. Retrocedió sobre sus propios pasos para regresar al punto de partida, procurando pisar sólo donde la tierra estaba intacta y no presentaba huellas, llegar a la valla, inspeccionó con atención la verja, que sí aparecía forzada. ¿Qué podía significar aquello? La verja sí presentaba indicios de violencia, mientras que habían podido abrir la puerta de acero sin dañarla. Martinson se había acomodado en el coche del técnico reparador, en tanto que Hanson hablaba por teléfono desde el suyo. Wallander se sacudió el agua de lluvia antes de sentarse en el de Martinson El motor estaba encendido y los limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad. Puso la calefacción más fuerte, pues le dolía la garganta. Y encendió después la radio, para escuchar un espacio informativo extraordinario que estaban emitiendo en aquellos momentos. Mientras prestaba atención al locutor, fue tomando conciencia de la gravedad de la situación.

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