Cortafuegos (13 page)

Read Cortafuegos Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

BOOK: Cortafuegos
2.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

El tema de conversación se agotó y, al cabo de un rato, Wallander le pidió a Martinson que se encargase de reunir al grupo de investigación a las ocho de la mañana. Dicho esto, salió del coche. La lluvia había cesado. Tomó conciencia de su cansancio, del frío que sentía y de lo mucho que le dolía la garganta. Se dirigió hacia Nyberg, que estaba a punto de concluir su trabajo en la estación de transformadores.

—¿Has encontrado algo?

—No.

—¿Qué opina Andersson?

—¿Sobre qué, sobre mi modo de trabajar?

Wallander contó mentalmente hasta diez antes de proseguir. Nyberg estaba de muy mal humor y, si lo provocaba, resultaría imposible seguir hablando con él.

—Él no es capaz de decir qué ha sucedido —explicó Nyberg tras un instante—. Sabe que fue el cuerpo lo que provocó el corte del suministro, pero no puede determinar si fue un cadáver o una persona viva lo que arrojaron entre los cables. Eso es algo que sólo los forenses podrán establecer. Si es que alguien puede.

Wallander asintió. Miró el reloj de pulsera. Eran las tres y media y su presencia allí no era ya de ninguna utilidad.

—Bien. Yo me marcho ya, pero nos reuniremos a las ocho.

Nyberg barbotó una respuesta inaudible, que Wallander interpretó como su confirmación de que acudiría a la hora prevista, antes de regresar al coche en que Martinson seguía ocupado con sus notas.

—Nos vamos —anunció—. Tendrás que llevarme a casa.

—¿Qué le pasa a tu coche?

—El motor está en las últimas.

Regresaron a Ystad sin decirse nada durante el trayecto. Una vez en el apartamento, Wallander se preparó un baño. Mientras llenaba la bañera, se tomó los últimos analgésicos que le quedaban, por lo que lo añadió a la lista que seguía sobre la mesa de la cocina y que no cesaba de crecer. Resignado, se preguntó de dónde sacaría el tiempo para ir a la farmacia.

Su cuerpo, sumergido en el agua caliente del baño, recuperó la temperatura normal. Con la mente en blanco, se adormeció durante unos instantes. Pero las imágenes de Sonja Hókberg y de Eva Persson acudieron enseguida a su conciencia. Con morosidad premeditada, recorrió mentalmente los acontecimientos. Procuraba avanzar con cautela con el fin de no pasar por alto ningún detalle. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. ¿Por qué habían asesinado a Johan Lundberg? ¿Cuál había sido el móvil auténtico de Sonja Hókberg? ¿Qué había movido a Eva Persson a participar en el crimen? Estaba convencido de que no se trataba de una urgencia inopinada y repentina por obtener algo de dinero. En todo caso, el dinero había de invertirse en algo muy concreto. A menos que el trasfondo de la historia fuese otro muy distinto.

En el bolso de Sonja Hókberg, que habían hallado junto a la unidad de transformadores, no había más que treinta coronas, pues la policía se había incautado del dinero del robo.

«La joven huyó», recapituló para sí. «De repente, se le presentó una oportunidad de escapar. Eran las diez de la mañana. Es imposible que lo hubiese planeado. De modo que abandonó la comisaría y estuvo desaparecida durante trece horas, al cabo de las cuales hallamos su cadáver a ocho kilómetros de Ystad».

Se preguntaba cómo pudo llegar hasta allí. «Claro que pudo haber hecho autostop, pero también cabe la posibilidad de que se hubiese puesto en contacto con alguien para que la recogiese. ¿Y qué sucedió después? ¿Le pidió a esa persona que la llevase a un lugar en el que había decidido suicidarse, o resulta asesinada? ¿Quién puede tener las llaves de la puerta interior de acceso a la caseta, pero no de la verja exterior?».

Wallander salió de la bañera. «Hay dos porqués», resolvió. «Dos cuestiones que, en estos momentos, resultan decisivas y que apuntan en dos direcciones distintas. Si realmente había decidido quitarse la vida, ¿por qué eligió para ello una unidad de transformadores? ¿Y de dónde sacó las llaves? Si, por el contrario, fue asesinada, ¿por qué la mataron?».

Sumido en aquella reflexión, el inspector se acurrucó en la cama. Eran las cuatro y media de la mañana. Las ideas se precipitaban en su cabeza, pero estaba demasiado cansado para pensar con un mínimo de eficacia. Tenía que dormir, pero antes de apagar la luz puso la alarma del despertador, que colocó en el suelo, tan lejos como pudo, de modo que se viese obligado a levantarse para pararlo.

Cuando despertó, lo hizo con la sensación de no haber dormido más que unos minutos. Probó a tragar y comprobó que la garganta seguía molestándole, aunque menos que el día anterior. Se tocó la frente, pero no tenía fiebre. La nariz, sin embargo, seguía taponada. Se dirigió al cuarto de baño para sonarse, aunque evitó mirarse al espejo. Le dolía todo el cuerpo de puro cansancio. Mientras se calentaba el agua para el café, se puso a mirar por la ventana. El viento seguía soplando, pero los nubarrones habían desaparecido y estaban a cinco grados. De modo fugaz, se preguntó cuándo tendría un momento para arreglar lo del coche.

Poco después de las ocho, se hallaban reunidos en una de las salas de la comisaría. Wallander observó los rostros estragados de Martinson y de Hanson sin dejar de preguntarse cuál sería el aspecto que él mismo presentaba. Por el contrario, Lisa Hoígersson, que tampoco había podido dormir mucho más, no parecía afectada por la falta de sueño. Ella fue quien abrió la sesión.

—Hemos de tener presente que el corte de suministro sufrido la pasada noche en Escania ha sido uno de los más graves y de mayor envergadura hasta la fecha. Lo que revela el grado de vulnerabilidad. Lo que sucedió era, supuestamente, imposible. Pero sucedió. Las autoridades, las compañías eléctricas y protección civil volverán a revisar las mejoras que conviene introducir en materia de seguridad. Esto no ha sido más que una introducción.

Dicho esto, hizo a Wallander una señal para que continuase y el inspector les ofreció una síntesis de los hechos.

—En otras palabras —dijo para concluir—, ignoramos lo que aconteció realmente y si la muerte se produjo por accidente, suicidio o asesinato; aunque, claro está, por lógica, creo que podemos excluir el accidente. Ya fuese ella sola o en compañía de alguien, la joven forzó la verja exterior. Pero, para la puerta siguiente, sí tenía llaves. Lo cual es, cuando menos, bastante curioso.

Observó los rostros congregados en torno a la mesa, Martinson los informó de que le habían confirmado que hubo varios coches patrulla circulando por aquella carretera en busca de Sonja Hókberg.

—Bien, en ese caso ya sabemos que alguien la condujo hasta allí —dedujo Wallander—. ¿Había alguna huella de neumático?

Aquella pregunta iba dirigida a Nyberg, que se encontraba sentado ante uno de los extremos de la mesa, con los ojos enrojecidos y el cabello desordenado y crespo. Wallander sabía que el técnico deseaba ver el día de su jubilación.

—Aparte de las nuestras y las de Andersson, el operario de la compañía eléctrica, hallamos dos, pero con la jodida lluvia las marcas no estaban muy claras.

—Es decir, que otros dos coches estuvieron por allí.

—Así es, pero Andersson cree que unas podían pertenecer al coche de su colega Moberg, así que lo estamos investigando.

—Bien, en tal caso nos queda un coche con conductor desconocido.

—Exacto.

—Y me figuro que no pudisteis establecer a qué hora llegó ese coche al lugar de los hechos…

Nyberg lo observó perplejo.

—¿Cómo íbamos a averiguar tal cosa?

—Ya sabes que tengo plena confianza en tu capacidad.

—Sí, pero todo tiene un límite.

Ann-Britt Hóglund, que había permanecido en silencio hasta el momento, alzó la mano para intervenir.

—¿De qué podría tratarse, si no de asesinato? —preguntó—. En realidad, a mí me cuesta tanto como a vosotros imaginar que Sonja Hókberg se quitase la vida. Incluso si hubiese decidido poner fin a su existencia, no creo que hubiese recurrido jamás al procedimiento de achicharrarse hasta morir.

Al oír sus palabras, el recuerdo de un suceso acontecido años atrás asaltó la memoria de Wallander. En efecto, una muchacha de Centroamérica se había suicidado en un campo de colza prendiendo fuego a su propio cuerpo tras haberlo rociado con gasolina
[3]
. De hecho, aquél era uno de sus recuerdos más horrendos, pues él mismo había presenciado el suceso y había visto arder a la joven sin poder hacer nada por evitarlo.

—Las mujeres se suicidan con pastillas —prosiguió Ann-Britt—. Rara vez se pegan un tiro y, desde luego, tampoco parece verosímil que se arrojen entre un montón de cables.

—Sí, creo que tienes razón —admitió Wallander—. Pero también opino que hacemos bien en aguardar el resultado de los forenses antes de pronunciarnos. Quienes estuvimos allí anoche fuimos incapaces de determinar qué sucedió realmente.

Nadie tenía más preguntas.

—Lo más importante son las llaves —prosiguió el inspector—. Hemos de controlar que no hayan robado ningún juego. Ése ha de ser nuestro primer objetivo. Por otro lado, tenemos una investigación de asesinato a medias, Sonja Hókberg está muerta, pero no Eva Persson. Aunque sea menor de edad, tenemos que poner punto final a ese trabajo.

Martinson se hizo responsable de averiguar el asunto de las llaves y la reunión se disolvió, Wallander se encaminó a su despacho, no sin antes acudir al comedor para hacerse con una taza de café. Ya ante su escritorio, sonó el teléfono. Era Irene, que llamaba desde la recepción.

—Tienes visita —anunció.

—¡Vaya! ¿De quién?

—Se llama Enander y es médico.

Wallander rebuscó en su memoria sin caer en quién podía ser aquel sujeto.

—¿Qué quiere?

—Hablar contigo.

—¿Sobre qué?

—Se niega a decírmelo.

—Pues remítelo a otro agente.

—Sí, ya lo he intentado, pero insiste en que quiere hablar contigo. Y asegura que es importante.

Wallander suspiró.

—Está bien, ya salgo —prometió antes de colgar el auricular.

El hombre que lo aguardaba en la recepción era de mediana edad. Llevaba el pelo cortado al cepillo y vestía un chándal. Wallander tomó nota de su poderoso apretón de manos cuando el individuo se presentó como David Enander.

—Lo cierto es que estoy muy ocupado —se excusó Wallander—. ¿De qué se trata?

—No nos llevará mucho tiempo, pero es muy importante.

—Ya, bueno. El fallo eléctrico de anoche ha originado un buen lío, así que no podré concederte
[4]
más de diez minutos. ¿Deseas presentar una denuncia?

—No, sólo quería aclarar un malentendido.

Wallander aguardaba una continuación que no se produjo, de modo que lo invitó a su despacho. Cuando Enander tomó asiento, el brazo de la silla cayó al suelo.

—Déjalo, la silla está rota —dijo el inspector a modo de disculpa.

David Enander fue derecho al grano.

—Bien, se trata de Tynnes Falk, que falleció hace unos días.

—Ese caso está archivado por lo que a nosotros respecta. Murió por causas naturales.

—Ya, ése es precisamente el malentendido que deseo aclarar —señaló Enander al tiempo que se mesaba el cabello.

Wallander percibió la preocupación del hombre que tenía sentado frente a sí.

—Bien, te escucho.

David Enander se tomó el tiempo necesario antes de comenzar y eligió sus palabras con gran esmero.

—Yo fui el médico de Tynnes Falk durante muchos años. Acudió a mí por primera vez en 1981, es decir, hace más de quince años. Lo que lo llevó a mi consulta en aquella ocasión fue un brote alérgico que le produjo eccemas en las manos. Por aquel entonces, yo trabajaba en la sección de dermatología del hospital. Sin embargo, en el año 1986 abrí mi propia consulta, cuando se estableció la clínica Nya. Tynnes Falk siguió solicitando mis servicios en el nuevo local. Nunca o tan sólo rara vez se ponía enfermo. Los problemas de alergia habían desaparecido, pero se sometía a controles y revisiones periódicas. Él quería conocer en todo momento cuál era su estado de salud. Por otro lado, su estilo de vida era, en ese sentido, ejemplar y se cuidaba bien: comida sana, ejercicio y vida ordenada.

Wallander comenzaba a preguntarse adonde quería ir a parar Enander. Su impaciencia crecía por momentos.

—El caso es que yo estaba de viaje cuando falleció —prosiguió Enander—. Me enteré de la noticia ayer, cuando llegué a casa.

—¿Cómo te enteraste?

—Recibí una llamada de su ex mujer.

Wallander le hizo un gesto animándolo a continuar.

—Y ella me dijo que la causa de la muerte había sido un infarto agudo.

—Sí, ésa es la información que nosotros tenemos.

—Ya, claro, lo que ocurre es que eso no puede ser cierto.

Wallander alzó las cejas lleno de asombro.

—Y, ¿por qué no?

—Muy sencillo. No hace más de diez días que examiné a fondo el estado de salud de Falk. Su corazón se hallaba en excelentes condiciones, como el de un joven de veinte años.

Wallander reflexionó un instante.

—¿Qué insinúas, que los médicos cometieron un error?

—Sé bien que, en casos excepcionales, una persona completamente sana también puede sufrir un infarto. Pero me niego a creer que eso le sucediese a Falk.

—Entonces, ¿cuál crees tú que fue la causa de su muerte?

—No lo sé. Sólo quería que quedase claro el error, que no pudo ser el corazón.

—Bien, transmitiré tu mensaje. ¿Alguna otra cosa?

—Tiene que haber ocurrido algo —sugirió Enander—. Si no me equivoco, presentaba una herida en la cabeza. Yo creo que lo atacaron y lo asesinaron.

—Ya, pero no hay nada que respalde esa versión. Ni siquiera le habían robado.

—Bueno. Pero el corazón no fue —repitió Enander resuelto—. No soy médico forense ni experto en medicina legal, de modo que no puedo afirmar de qué murió. Pero sé que no fue el corazón. Estoy convencido de ello.

Wallander hizo algunas anotaciones y escribió en un papel la dirección y el número de teléfono de Enander. Hecho esto, se puso en pie dando así por concluida la conversación. Ya no tenía más tiempo que perder.

Se despidieron en la recepción.

—Estoy totalmente seguro de lo que digo —insistió Enander—. No fue el corazón lo que mató a mi paciente Tynnes Falk.

Wallander regresó al despacho donde, tras haber dejado las notas sobre Tynnes Falk en un cajón del escritorio, se aplicó a redactar un informe sobre los sucesos de la pasada noche.

Other books

Heat by Buford, Bill
Surprise Mating by Jana Leigh
Breath of Heaven by Holby, Cindy
The Tyrant's Daughter by Carleson, J.C.
Heroine Complex by Sarah Kuhn
Tapping the Source by Kem Nunn
Payback by Sam Stewart