Una cuarta parte de Escania carecía de suministro. Desde Trellborg hasta Kristianstad, todo se hallaba sumido en la oscuridad. Los hospitales habían recurrido a sus propios generadores, pero en el resto de la zona la falta de corriente era absoluta. Entrevistaron a uno de los responsables de Sydkraft, quien informó de que la avería había sido localizada y que contaban con restablecer la situación en un plazo de media hora, aproximadamente, si bien algunas zonas se verían obligada a esperar algo más.
«No creo que tengamos luz dentro de media hora», auguró Wallander, que, por otro lado, se preguntaba si el hombre al que estaban entrevistando tenía idea de lo ocurrido.
«Hay que avisar a Lisa Holgersson», se dijo al tiempo que tomaba el móvil de Martinson y marcaba el número. La comisaria jefe tardo en atender la llamada.
—Hola, aquí Wallander. Ya te habrás dado cuenta de que no hay luz, ¿verdad?
—¿Qué pasa? ¿Se ha producido un corte? No sé, estaba durmiendo.
Wallander le refirió lo esencial, que fue suficiente para hacerla despertar del todo.
—¿Quieres que vaya?
—Creo que deberías ponerte en contacto con Sydkraft para hacerles ver que este corte eléctrico llevará aparejada, sin remedio, una investigación policial.
—Pero ¿qué ha sucedido exactamente? ¿Ha sido suicidio?
—No lo sé.
—¿Puede tratarse de un sabotaje o una acción terrorista?
—Es pronto para juzgar. Lo cierto es que no podemos excluir ninguna posibilidad.
—Está bien, llamaré a Sydkraft. Manténme informada.
Concluyeron la conversación y Wallander vio que Hanson se acercaba a la carrera bajo la lluvia. El inspector le abrió la puerta.
—Nyberg está en camino. ¿Qué aspecto tenía?
—No quedaba nada, ni el rostro…
Sin pronunciar palabra, Hanson se apresuró de nuevo bajo la lluvia en dirección a su coche.
Veinte minutos más tarde, Wallander atisbo en el espejo retrovisor las luces del coche de Nyberg. El cansancio se reflejaba en el rostro del técnico.
—Bien, ¿qué ha sucedido? Como de costumbre, Hanson se ha explicado de forma impenetrable.
—Tenemos un cadáver ahí dentro. Calcinado. Prácticamente reducida a cenizas.
Nyberg echó una ojeada a su alrededor.
—Sí, es lo que suele ocurrir cuando uno se quema por una descarga de alta tensión. ¿Es ésa la razón por la que nos hemos quedado a oscuras?
—Es lo más probable.
—¿Quiere eso decir que media Escania está pendiente de que yo termine con esto, para recuperar la normalidad?
—Bueno, no podemos tener en cuenta esta circunstancia. En cualquier caso, creo que están intentando restablecer el suministro, aunque no hayan empezado por aquí.
—Vivimos en una sociedad ciertamente vulnerable —sentenció Nyberg— al tiempo que empezaba a movilizar al perito ayudante.
«¡Vaya! Eso mismo dijo Hokberg», recordó Wallander. «Que vivimos en una sociedad vulnerable. Sus ordenadores estarán fuera de servicio, si es que se dedica a teclear por las noches para ganarse el sueldo».
Nyberg trabajaba con su habitual rapidez y eficacia, como delataban los focos ya instalados y conectados al generador de traqueteo tan familiar. Wallander se había sentado en el coche con Martinson, que hojeaba sus notas.
—A ver, parece ser que recibió la llamada de uno de los responsables de la estación de Sydkraft llamado Ágren, que ya tenía localizada la avería. Andersson vive en Svarte y le llevó veinte minutos llegar hasta aquí. Enseguida comprobó que la verja había sido forzada, pero la puerta de acero la habían abierto con llave. Cuando entró, descubrió el panorama.
—¿Te hizo algún comentario, alguna observación?
—Bueno, cuando él llegó, no había nadie por aquí.
Wallander meditó un instante.
—Bien, esto de las llaves tenemos que aclararlo —afirmó.
Cuando Wallander entró en el coche, Andersson, que estaba allí sentado hablando con Ágren, interrumpió enseguida su conversación.
—Supongo que estarás conmocionado —comenzó Wallander solícito.
—Jamás he visto algo tan espantoso. ¿Qué ha pasado?
—Aún no lo sabemos. Tengo entendido que encontraste la verja forzada al llegar, pero, al parecer, la puerta de acero estaba entreabierta y no presentaba daños. ¿Cómo te lo explicas?
—De ninguna manera.
—¿Quién o quiénes tienen llaves de esa puerta?
—Aparte de yo mismo, otro técnico reparador apellidado Moberg que vive en Ystad. Por supuesto que también hay un juego en la oficina principal. Aquí llevamos un control exhaustivo.
—Ya, pero, al parecer, alguien ha abierto la puerta con las llaves.
—Sí, eso parece.
—Me imagino que no es fácil hacer copias de estas llaves.
—Las cerraduras están fabricadas en Estados Unidos y se supone que no se pueden forzar con llaves falsas.
—¿Cuál es el nombre de pila de Moberg?
—Lars.
—¿Es posible que alguien haya olvidado cerrar con llave?
Andersson movió la cabeza con vehemencia.
—Eso implicaría el despido inmediato. Ya te he dicho que el control es exhaustivo, pues se trata de normas de seguridad básicas que, además, se han endurecido en los últimos años.
Wallander no tenía más preguntas que formular por el momento.
—Lo mejor será que esperes aquí —recomendó—. Por si surgen más dudas. Además, quiero que llames a Lars Moberg.
—Y eso, ¿por qué?
—Por ejemplo, para pedirle que compruebe si tiene las llaves de esta puerta.
Ya fuera del coche, Wallander comprobó que la lluvia era menos intensa. La conversación mantenida con Andersson había acentuado su desasosiego. Claro que el hecho de que una persona hubiese decidido quitarse la vida justo en aquella estación de transformadores podía tratarse de una pura casualidad. Pero no eran pocas las circunstancias que contradecían aquella hipótesis. Y una de ellas era, sin duda, que hubiesen abierto la puerta con las llaves. Wallander comprendió que aquello apuntaba más bien en otro sentido: alguien había resultado asesinado antes de ser arrojado entre la maraña de cables de alta tensión para ocultar lo que había sucedido en realidad.
Ocupado en aquellas reflexiones, acudió al lugar iluminado por los potentes haces de luz de los focos. El fotógrafo acababa de terminar con sus tomas y grabaciones. Nyberg estaba en cuclillas, realizando un primer análisis de los restos. Irritado, masculló algo ininteligible cuando Wallander se interpuso entre la luz y el cadáver, ensombreciéndolo.
—Bien, ¿qué te parece?
—Pues que el médico está tardando en venir más de lo deseable. Y yo necesitaría desplazar un poco el cuerpo para ver qué hay detrás.
—¿Qué crees que puede haber ocurrido?
—Como ya sabes, a mí no me gustan las adivinanzas.
—Ya, pero eso es lo que solemos hacer en todo momento, adivinar. Bueno, ¿qué piensas?
Nyberg reflexionó unos segundos antes de responder.
—Bien, lo cierto es que se trata de una manera de suicidarse, cuando menos, macabra, si es que ha sido un suicidio. Si, por el contrario, se trata de un asesinato, es uno de singular crueldad. Como ejecutar a alguien en la silla eléctrica.
«Exacto», convino Wallander para sí. «Lo que nos conduce a la posibilidad de que nos hallemos ante la ejecución de una venganza perpetrada en una silla eléctrica de índole más que especial».
Nyberg regresó a su trabajo. Uno de los técnicos criminalistas había empezado a estudiar la zona delimitada por la valla. Entonces, apareció el forense, que resultó ser una mujer a la que Wallander ya conocía de otras muchas ocasiones. Se llamaba Susan Bexell y era parca en palabras. De hecho, se puso manos a la obra sin más preámbulo, Mientras Nyberg iba por su termo para servirse un café. El técnico le ofreció uno a Wallander, que aceptó agradecido pues ya se había figurado que no tendría ocasión de dormir más aquella noche. Pero, en aquel momento, apareció Martinson, empapado y aterido de frío, y el inspector le cedió su taza.
—Ya han empezado a restablecer el suministro por los alrededores de Ystad —anunció Martinson—. ¡A saber cómo se las han arreglado!
—¿Sabes si Andersson ha hablado con su colega Moberg? Por lo de las llaves…
Martinson lo ignoraba, de modo que fue a consultar mientras Hanson, según Wallander pudo comprobar, permanecía inactivo tras el volante de su coche. Habida cuenta que el centro de Ystad seguía a oscuras y, según sospechaba, Hanson podría ser de más utilidad en la comisaría, Wallander le recomendó que volviese allí. El colega asintió lleno de gratitud y se marchó en el acto. Entonces Wallander se dirigió al lugar en que trabajaba la médico forense.
—¿Puedes decirnos algo sobre él?
Susan Blexell alzó la mirada hacia Wallander.
—Bueno, al menos puedo decirte que has errado tu suposición: no se trata de un hombre, sino de una mujer.
—¿Estás segura?
—Sí. Pero no pienso responder a más preguntas.
—Ya, pues yo tengo una más, por el momento. ¿La trajeron aquí ya cadáver o murió a consecuencia de la descarga eléctrica?
—No lo sé todavía.
Wallander se dio la vuelta meditabundo y contrariado. En efecto, él había supuesto en todo momento que el cadáver pertenecía a un hombre.
En aquel instante, advirtió que el técnico que había estado explorando la zona se encaminaba hacia Nyberg con un objeto en la mano Cuando el inspector se unió a los dos técnicos, comprobó que se trataba de un bolso.
Wallander se quedó mirándolo con fijeza.
En un primer momento pensó que estaba confundido.
Pero, al fin, supo con certeza que ya había visto aquel bolso tes. El día anterior, para ser exactos.
—Lo encontré en el tramo norte de la valla —aclaró el técnico, que se apellidaba Ek.
—¿No será el cadáver de una mujer lo que tenemos ahí dentro? —inquirió Nyberg perplejo.
—Más aún —puntualizó Wallander—. Incluso conocemos su identidad.
De hecho, aquel bolso había estado, hacía tan sólo unas horas, sobre la mesa de la sala de interrogatorios de la comisaría. Lo recordaba por el broche en forma de hoja de encina.
No, no se equivocaba.
—Este bolso pertenecía a Sonja Hókberg —declaró—. De modo que es ella quien yace muerta en el interior de esa caseta.
Eran ya las dos y diez minutos. La lluvia volvía a arreciar.
Poco después de las tres de la madrugada, la luz regresó a Ystad.
Wallander se hallaba todavía en la estación de transformadores junto con los técnicos cuando Hanson llamó desde la comisaría para comunicarles la noticia. Y de hecho, en la distancia, el inspector pudo observar la iluminación exterior de un establo que se alzaba en medio de los campos.
La forense había terminado su trabajo, el cuerpo había sido trasladado y Nyberg pudo continuar con su inspección técnica. Había recurrido a los conocimientos de Olle Andersson, que en el interior de la caseta le explicó los entresijos de la intrincada red de conexión de los transformadores. Entretanto, continuaban los trabajos de detección de posibles huellas en los alrededores de la zona vallada y ya acordonada. Pero la lluvia, que no cesaba, hacía que la tarea resultase más que ardua. En efecto, Martinson había resbalado antes de caer de lleno en el barro y recibir un fuerte golpe en el codo. Wallander tenía tanto frío que no cesaba de tiritar y de añorar sus botas de goma.
Minutos después de que el suministro se hubiese restablecido en Ystad, Wallander se llevó a Martinson a uno de los coches policiales donde, los dos juntos, revisaron la información de que disponían hasta el momento. Sonja Hókberg había huido de la comisaría unas trece horas antes de morir en la estación de transformadores, a la que bien-podía haber llegado a pie, pues había contado con el tiempo suficiente. Sin embargo, ni Wallander ni Martinson consideraban verosímil aquella posibilidad, pues no en vano eran ocho los kilómetros que separaban la estación de la comisaría.
—Tiene que haberla visto alguien —sostuvo Martinson—. Y nuestros coches estuvieron recorriendo toda la zona en su busca.
—Bien pero, para más seguridad, deberíamos comprobar que, en efecto, ningún coche cubrió este tramo sin advertir su presencia —observó Wallander.
—¿Qué otra posibilidad hay?
—Que alguien la hubiese traído hasta aquí en coche. Alguien que la dejó en este lugar y luego se marchó en su vehículo.
Ambos sabían lo que aquello implicaba. El averiguar cómo había muerto Sonja Hókberg era decisivo: ¿se había suicidado o la habían asesinado?
—¿Y lo de las llaves? —apuntó Wallander—. La verja estaba forzada, pero no la puerta interior. ¿Por qué?
Tanto uno como otro rebuscaban taciturnos en sus mentes una posible explicación.
—Hemos de procurarnos una lista de todas las personas que tienen acceso a las llaves —ordenó Wallander—. Quiero un informe sobre cada una de las llaves, quiénes las tienen y dónde se encontraban ayer noche.
—A mí me cuesta ver algo de lógica en todo esto —admitió Martinson—. Sonja Hókberg comete un asesinato y después ella misma resulta asesinada. La verdad es que, pese a todo, para mí es mucho más plausible el suicidio.
Wallander no hizo ningún comentario. Un mar de ideas se agitaba en su mente, pero no lograba engarzar unas con otras. Revisaba mentalmente, una y otra vez, la conversación mantenida con Sonja Hókberg, una conversación que había sido la primera y la última.
—Tú fuiste el primero en hablar con ella —comentó Wallander—. ¿Cuál fue tu impresión?
—La misma que la tuya, que no se arrepentía de nada: tan fácil le resultaba matar a un insecto como a un viejo taxista.
—Pues eso no concuerda con la hipótesis del suicidio. ¿Por qué habría de quitarse la vida si no estaba arrepentida?
Martinson paró los limpiaparabrisas. A través de la luna delantera, divisó a Olle Andersson sentado inmóvil en su coche y, unos metros más allá, distinguió a Nyberg, entregado a la tarea de desplazar uno de los potentes focos. Sus movimientos eran bruscos, de lo que Wallander dedujo que el técnico se sentía tan enfadado como impaciente.
—De modo que tú te inclinas por pensar que se trata de un asesinato, pero, en realidad, ¿qué apoya esa hipótesis?
—Nada —atajó Wallander—. Tiene el mismo fundamento que la del suicidio, de modo que, por el momento, habremos de tener en cuenta ambas posibilidades. Lo que sí podemos descartar es que se haya producido un accidente.