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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (49 page)

BOOK: Cortafuegos
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En ese momento, sonó el teléfono y, al contestar, oyó la voz de Nyberg que, como de costumbre, fue derecho al grano: cualquiera que fuera la hora del día o de la noche en que llamase, el técnico presuponía que la persona con la que deseaba hablar estaba ya despierta. Y aquella presuposición era para él tan natural como su queja ante la circunstancia de que anduviesen despertándolo siempre a las horas más intempestivas.

—Acabo de llegar al garaje de Snapphanegatan —comenzó—, y resulta que, entre el respaldo y el asiento trasero, he encontrado algo que no vi ayer.

—¿Y qué es?

—Un chicle de la marca Spearmint, con sabor a limón.

—¿Está pegado en el asiento?

—Ni siquiera está abierto. Si hubiera estado pegado, lo habría visto enseguida ayer mismo.

Wallander se había levantado de la cama y estaba en pie, descalzo sobre el frío suelo.

—Bien —repuso terminante—. Ya hablaremos luego.

Media hora más tarde, tras haberse dado una ducha y ya vestido, salió para dirigirse a la comisaría: el primer café del desayuno tendría que esperar. Aquella mañana en la que no corría la menor brisa, el inspector había decidido ir a pie al trabajo, pero, una vez en la calle, cambió de opinión y tomó el coche, resuelto a no prestar demasiada atención al consiguiente cargo de conciencia. La primera persona a la que buscó al llegar a la comisaría fue Irene. Pero la joven no había llegado aún. «Ebba ya habría estado en su puesto», pensó agriamente. «Aunque ella también empezaba a las siete, y no antes. Ebba habría intuido que, esta mañana, yo necesitaba hablar con ella lo antes posible». Se arrepintió enseguida, no obstante, de su reproche, convencido de que estaba siendo injusto con Irene: en efecto, nadie podía compararse con Ebba. Se dirigió al comedor en busca de una taza de café. Aquel día se llevaría a cabo un gran control en las carreteras y Wallander intercambió unas frases con los colegas de tráfico que se quejaban de que cada vez hubiese más personas que conducían con exceso de velocidad tras haber consumido alcohol y, en algunos casos, sin tener siquiera el permiso de conducir. Wallander los escuchaba ausente pensando que el Cuerpo de Policía siempre se había caracterizado por ser una raza de cascarrabias quejumbrosos. Regresó a la recepción, donde Irene ya estaba quitándose el abrigo.

—¿Recuerdas que te pedí prestado un chicle hace unos días?

—Bueno, nadie puede prestarte un chicle. Te lo di. O, mejor dicho, se lo di a aquella joven.

—¿De qué marca era?

—La más normal, Spearmint.

Wallander asintió.

—¿Eso es todo lo que querías saber? —preguntó Irene atónita.

—¿Te parece poco?

Se dirigió entonces a su despacho, con el café salpicando en la taza. En efecto, necesitaba con urgencia seguir su razonamiento. Ya ante el escritorio, marcó el número particular de Ann-Britt Wallander oyó el lloriqueo infantil de fondo cuando ella contestó.

—Quiero que me hagas un favor —rogó—. Quiero que hables con Eva Persson y que le preguntes cuál es el sabor de chicle que más le gusta y si solía darle de sus chicles a Sonja.

—¿Puedo saber por qué es eso tan importante?

—Ya te lo explicaré cuando llegues.

Diez minutos más tarde, ella le devolvió la llamada, con el mismo alboroto de fondo.

—Estuve hablando con su madre. Según ella, su hija no tiene un sabor favorito, sino que va cambiando. Me imagino que no iba a mentirme al respecto.

—En otras palabras, que la madre sabe qué chicles suele mascar hija, ¿no?

—Bueno, las madres pueden llegar a saberlo casi todo de sus hijas —señaló ella.

—Ya, o no saber nada en absoluto.

—Exacto.

—¿Y de Sonja?

—Creo que podemos suponer que Eva Persson le daba de sus chicles.

Wallander emitió un chasquido.

—¡Pero, por Dios! ¿Por qué son tan importantes ahora los dichosos chicles? —inquirió Ann-Britt impaciente.

—Ya te lo contaré cuando llegues.

—Pues yo tengo un buen lío aquí. Por alguna razón que se me escapa, las mañanas de los martes son siempre las peores.

Wallander colgó el auricular pensando que todas las mañanas eran «las peores». «Al menos, cuando te despiertas a las cinco y no puedes: volver a dormirte», se dijo mientras se dirigía al despacho de Martinson. El colega no estaba allí, por lo que supuso que se encontraba ya en el despacho de la plaza de Runnerstroms Torg, junto con Modín. Tampoco Hanson había regresado de lo que sospechaba había sido un viaje totalmente inútil a Vaxjó.

Se sentó en su despacho dispuesto a elaborar un balance por su cuenta. No cabía, se dijo, la menor duda de que Sonja Hókberg había hecho su último viaje en el Golf azul oscuro que había estacionado en el garaje de la calle de Snapphanegatan. Jonas Landahl la había conducido hasta la central transformadora donde fue asesinada, antes de marcharse en uno de los transbordadores a Polonia.

Claro que había lagunas y deficiencias en su reconstrucción. En efecto, Jonas Landahl no tenía por qué haber conducido el coche personalmente, como tampoco tenía por qué ser él quien mató a Sonja. Pero era, a todas luces, sospechoso. Y, en cualquier caso, debían localizarlo lo antes posible para interrogarlo.

El ordenador, por su parte, constituía un problema mucho más grave. Si Jonas Landahl no había borrado la información, habría que suponer la intervención de otra persona. Además, estaba el disquete con las copias de seguridad que había hallado oculto bajo la librería.

Wallander se esforzaba por obtener una interpretación plausible, pero, transcurridos unos minutos, cayó en la cuenta de que había, de hecho, otra posibilidad: que el propio Jonas hubiese borrado el contenido, pero que otra persona hubiese estado allí después para comprobarlo.

Wallander abrió su bloc escolar y buscó un bolígrafo, antes de escribir una línea cronológica provisional con los diversos nombres según el orden de la primera aparición en el caso.

Lundberg, Sonja y Eva.

Tynnes Falk.

Jonas Landhal.

Entre todos ellos se había establecido una conexión, pero no habían dado con el móvil lógico de los asesinatos. «Seguimos sin entrever el fondo», concluyó. «Aún no hemos llegado al fondo».

La aparición de Martinson en el umbral de la puerta interrumpió sus pensamientos.

—Robert Modín ya está en pleno trabajo —anunció—. Pidió que lo recogieran a las seis. Hoy se llevó la comida de casa. Unos tés muy raros y unas tostadas más raras todavía, elaboradas con materias primas de cultivo ecológico, procedentes de Bornholm… Además, se llevó un reproductor de cintas. Según dice, trabaja mejor con música de fondo. Le eché un ojo a sus casetes y anoté los nombres.

Martinson sacó del bolsillo un trozo de papel.

—El Mesías de Hándel y el Réquiem de Verdi —leyó—. ¿Te dice eso algo?

—Sí, que Robert Modin tiene un gusto musical exquisito.

Wallander le refirió sus conversaciones telefónicas con Nyberg y Ann-Britt y la conclusión de que, a aquellas alturas, podían asegurar, sin temor a equivocarse, que Sonja había viajado en aquel coche.

—Ya, pero no tuvo por qué ser en su último viaje —observó Martinson.

—Cierto, pero, por el momento, partiremos de esa base, apoyándonos en la circunstancia de que Landahl se marchó después de una forma, cuando menos, precipitada.

—¿Es decir, búsqueda y captura?

—Exacto. Tendrás que hablar con el riscal.

Martinson hizo una mueca de disgusto.

—¿No podría hacerlo Hanson?

—Aún no ha vuelto.

—¿Y dónde coño está?

—Me dijeron que había ido a Váxjo.

—¿Para qué?

—Parece que el padre de Eva Persson arrastra su vida de alcohólico por aquellos lares.

—¿Tan importante es hablar con él?

Wallander se encogió de hombros.

—Bueno, yo no puedo dedicarme a ir diciendo qué es lo prioritario!

Martinson se puso en pie.

—Está bien, hablaré con Viktorsson. Y veré qué puedo averiguar sobre Landahl en cuanto los ordenadores empiecen a funcionar.

Wallander lo retuvo un instante.

—Oye, en realidad, ¿qué sabemos de todos esos grupos? Los ecologistas, o esos que se hacen llamar «veganos» entre otros.

—Hanson sostiene que son una especie de bandas de moteros, pero más refinados porque a lo que se dedican, en definitiva, es a irrumpir en los laboratorios que hacen pruebas con animales.

—¡Vaya! Eso no es muy justo por parte de Hanson.

—¿Quién ha podido alguna vez acusar a Hanson de ser justo?

—En cualquier caso, yo creía que eran grupos «incruentos». Desobediencia civil sin violencia…

—Sí, y así es, en la mayoría de los casos.

—Pero Falk estaba involucrado en uno de ellos.

—Ya, pero no olvides que no hay ninguna prueba irrefutable de que lo asesinaran.

—Pero a Sonja Hókberg sí. Y a Lundberg.

—Cierto, pero lo que eso significa, sinceramente, es que no tenemos ni idea de lo que se esconde detrás de todo esto.

—¿Tú crees que Robert Modín lo conseguirá?

—No es fácil saberlo. Pero yo no pierdo la esperanza, claro está.

—¿Y sigue empeñado en que el número veinte es importante?

—Así es. Está seguro. Yo no entiendo sus explicaciones más que a medias, pero, créeme, es muy convincente.

Wallander echó una ojeada a su almanaque.

—Estamos a 14 de octubre. El 20 será dentro de una semana.

—Sí, pero no sabemos si se trata de «ese» número veinte.

De pronto, Wallander recordó una cuestión.

—¿Qué sabemos de Sydkraft? Me imagino que habrán iniciado una investigación interna. ¿Cómo pudo producirse el incidente? ¿Por qué estaba rota la verja, pero no la puerta?

—Hanson es quien se encarga de este asunto. Pero, al parecer, Sydkraft se lo ha tomado muy en serio. Según Hanson, van a rodar muchas cabezas.

—Ya, la cuestión es si nosotros nos lo hemos tomado con la suficiente seriedad —observó Wallander pensativ—. ¿Cómo consiguió Falk aquellos planos? ¿Y para qué los quería?

—Sí, todo esto es tan turbio… —se lamentó Martinson—. Claro que no podemos excluir la posibilidad de que fuese un sabotaje. La distancia entre liberar visones y cortar el suministro eléctrico de una región entera tal vez no sea insalvable…, sobre todo si uno cuenta con la dosis de fanatismo suficiente.

Wallander sintió una nueva punzada de desasosiego.

—Ese número veinte me tiene aterrado —confesó—. Si, pese a todo, fuese el 20 de octubre, ¿qué es lo que se supone que ocurrirá entonces?

—Sí, y yo comparto ese temor —admitió Martinson—. Pero, como tú, ignoro la respuesta.

—Me pregunto si no deberíamos celebrar una reunión con Sydkraft. Por lo menos, para que comprueben sus planes de prevención ante las emergencias.

Martinson asintió sin convicción.

—El caso es que cabe ver el asunto de este modo: primero fueron los visones; luego el transformador. ¿Qué será lo siguiente?

Ambos guardaron un pesado silencio.

Martinson salió del despacho y Wallander dedicó las horas siguientes a revisar las montañas de papeles que se habían acumulado sobre su escritorio, obsesionado con hallar algún detalle que le hubiese pasado inadvertido hasta entonces. Pero nada encontró, salvo la confirmación de que seguían a la deriva en un agujero negro.

El grupo de investigación se reunió a última hora de la tarde. Martinson había hablado con Viktorsson. Jonas Landahl estaba ya en búsqueda y captura, tanto dentro como fuera del país. La policía polaca respondió en el acto al télex que les enviaron: Landahl había viajado a Polonia, en efecto, el día en que el vecino lo vio salir por última vez de su domicilio en la calle de Snapphanegatan, aunque no habían registrado su salida del país. Pese a todo, Wallander no estaba convencido de que Landahl estuviese en Polonia: su intuición le decía que no era así. Ann-Britt, por su parte, había mantenido una conversación sobre chicles con Eva Persson justo antes de la reunión. La chica le confirmó que Sonja compraba a veces los de limón. Pero no recordaba cuándo había sido la última vez que la vio con uno de aquellos paquetes. En cuanto a Nyberg, había registrado el coche de arriba abajo y había enviado al laboratorio, para su análisis, un sinnúmero de bolsas de plástico con restos de fibras y cabellos. Pero tendrían que esperar los resultados para estar seguros de que Sonja Hókberg había viajado en el coche de Landahl. Precisamente este extremo originó una discusión, a ratos acalorada, entre Martinson y Ann-Britt. Si era cierto Sonja Hókberg y Jonas Landahl eran novios, no debía resultar extraño que ella hubiese subido a su coche de vez en cuando y, aunque así hubiese sido, nada apuntaba al hecho de que lo hubiese hecho también el día de su muerte.

Wallander se mantuvo expectante, mientras ellos discutían. Ninguno de los dos tenía razón, pero ambos estaban cansados. El infructuoso intercambio de pareceres se extinguió, al fin, por sí solo. Por lo que a Hanson se refería, el agente había emprendido un viaje, ciertamente inútil, hasta Vaxjo. Fue en coche y, por si fuera poco, se equivocó de carretera y no lo descubrió hasta que fue demasiado tarde. El padre de Eva Persson vivía en una chabola increíble, a las afueras de Vislanda. Cuando Hanson logró dar con la dirección, lo encontró totalmente borracho e incapaz de proporcionarle la menor información de interés. Por otro lado, el hombre rompía a llorar cada vez que mencionaba el nombre de su hija ante la sola idea del porvenir de la joven, Hanson se marchó de allí tan pronto como pudo zafarse del sujeto.

Tampoco habían dado con ninguna furgoneta Mercedes que pudiese ser la que buscaban. Y Wallander había recibido un fax procedente de Hong Kong enviado desde las oficinas de American Express, en el que un jefe de policía llamado Wang le hacía saber que, en la dirección que les habían proporcionado, no vivía ningún Fu Cheng. Mientras ellos celebraban su reunión, recordaron que Robert Modín seguía manteniendo una lucha sin cuartel con el ordenador de Falk. Tras una prolongada y, en opinión de Wallander, absurda discusión, optaron por aguardar unos días antes de ponerse en contacto con los expertos informáticos de la brigada nacional.

A las seis de la tarde, ya no podían más. Wallander se vio rodeado de una serie de rostros ajados y ojerosos y supo que lo único que podían hacer era dar la reunión por terminada, no sin antes haber acordado que se verían de nuevo a las ocho del día siguiente. Wallander se quedó trabajando hasta las ocho y medía, hora a la que también él se marchó a casa. Se comió los restos de los espaguetis y se tumbó en la cama a leer un volumen sobre las guerras napoleónicas tan absolutamente aburrido que no tardó en dormirse con el libro sobre la cara.

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