Cortafuegos (52 page)

Read Cortafuegos Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

BOOK: Cortafuegos
12.57Mb size Format: txt, pdf, ePub

Acababa de regresar al despacho con una taza de café, cuando sonó el teléfono, que le trajo la voz de Martinson.

—Estoy en la plaza de Runnerstróms Torg —aclaró—. Ya está.

—¿El qué?

—Robert Modín acaba de desbloquear el código. Y ha accedido al ordenador de Falk. No quiero contarte la de cosas extrañas que aparecen en la pantalla.

Wallander colgó el auricular bruscamente.

«Por fin», se felicitó. «Lo conseguimos».

28

Cuando Wallander llegó a la plaza de Runnerstróms Torg y cerró el coche, debió echar una ojeada a su alrededor. De haberlo hecho, habría tenido ocasión de entrever la silueta que, veloz, se esfumó adentrándose en las sombras hacia el final de la calle. Por otro lado, habría comprendido que no se trataba simplemente de que hubiese alguien que los tuviese sometidos a vigilancia constante, sino que, además, esa persona sabía en todo momento dónde se hallaban, qué hacían y casi hasta qué pensaban. Los coches que no cesaban de patrullar la calle de Apelbergsgatan y la plaza de Runnerstróms Torg en modo alguno podían evitar que alguien se ocultase en la negrura.

Pero Wallander no miró en torno suyo sino que, simplemente, cerró el coche y se apresuró a cruzar la calle para alcanzar el edificio en el que, a decir de Martinson, estaban produciéndose en el ordenador una serie de acontecimientos dignos de admiración. Cuando entró en la habitación, comprobó que tanto Robert Modin como Martinson, en tensa concentración, miraban con fijeza la pantalla. Ante su sorpresa, observó que Martinson se había llevado algo que parecía una silla plegable de las que se usan en los safaris. Asimismo, había ahora dos ordenadores más en la sala. Modin y Martinson musitaban señalando aquí y allá en la pantalla. Wallander experimentó la sensación de estar accediendo a una sala en la que se desarrollaba una operación electrónica de gran complejidad…, o una especie de ritual religioso, que le trajo a la memoria el altar que Falk se había dedicado a sí mismo.

La pantalla tenía ahora un aspecto diferente. En efecto, nada quedaba ya de la incontrolada sucesión de cifras que, en las ocasiones anteriores, había visto pasar a velocidad de vértigo para luego desaparecer en un espacio desconocido, y aunque seguían siendo números lo que los dos expertos observaban, aquellos aparecían ahora estáticos. Robert Modin no tenía ya puestos los auriculares y sus dedos describían un curioso itinerario entre los tres teclados. Sus manos se movían con rapidez inusitada, como si se tratase de un virtuoso que interpretase una pieza sobre tres instrumentos a la vez. El inspector aguardaba paciente. Martinson sostenía en la mano un bloc de notas y, de vez en cuando, Modin le pedía que escribiese algo. Era éste quien, sin lugar a dudas, dominaba aquella situación. Diez minutos más tarde, parecieron advertir por fin la presencia de Wallander y cesó el traqueteo de los teclados.

—¿Qué pasa? —inquirió el inspector—. ¿Por qué tenéis varios ordenadores?

—SÍ uno no puede escalar la montaña, tendrá que rodearla —sentenció Modin, que tenía el rostro sudoroso pero satisfecho, con la expresión de aquel que ha logrado abrir una puerta que se resistía a todos.

—Será mejor que te lo explique Robert —advirtió Martinson.

—No conseguí dar con la contraseña que facilita el acceso, de modo que me traje mis ordenadores, los conecté al de Falk y me colé por la puerta trasera —explicó el joven.

Ya aquel comienzo se le antojó a Wallander demasiado abstracto: bien sabía él que los ordenadores tenían «ventanas», pero nunca antes había oído hablar de que tuviesen puertas…

—Yo pensaba que estaba entrándole de frente, pero después comprendí que lo que estaba haciendo en realidad era perforar poco a poco un acceso subsidiario.

—Ya, y eso ¿cómo se hace?

—Bueno, no es fácil de explicar. Además, es una especie de secreto profesional.

—Bien, en ese caso, pasemos a otra cosa. ¿Qué habéis encontrado?

En ese punto, Martinson tomó las riendas.

—Falk disponía, como comprenderás, de conexión permanente a Internet. En un fichero que, curiosamente, se llama «La ciénaga de Jakob», hallamos una serie de números de teléfono dispuestos en un orden de sucesión muy especial. Al menos, eso creíamos nosotros. Sin embargo, hemos llegado a la conclusión de que no se trata de números de teléfono, sino de códigos, distribuidos en dos grupos, una palabra y una combinación de cifras. Y en estos momentos estamos intentando averiguar qué significan.

—En el fondo, son tanto códigos como números de teléfono —apuntó Modín—. Además, hay una larga serie de números almacenados que son nombres codificados de diversas instituciones de todo el mundo: Estados Unidos, Asia y Europa. También hay algo en Brasil incluso en Nigeria.

—¿Qué tipo de instituciones?

—Eso es lo que estamos intentando averiguar —explicó Martinson—. Pero Robert reconoció el nombre de una de ellas. Por eso te llamé.

—¡Vaya! ¿Cuál es?

—El Pentágono —reveló Modin.

Wallander no supo determinar si fue un retintín de triunfo lo que resonó en la voz del joven al pronunciar aquellas palabras, o si era más bien cierto velado temor.

—¡Vamos a ver! ¿Qué es todo esto?

—Aún no lo sabemos —admitió Martinson—. Aunque sí podemos adelantarte que en este ordenador hay almacenada una gran cantidad de información de suma importancia, tal vez secreta. Simplemente, puede significar que Falk tenía acceso a todas estas instituciones.

—A mí me da la sensación de que quien ha estado manipulando este aparato era alguien como yo —declaró Modin de repente.

—¿Quieres decir que también Falk se dedicaba a piratear otros sistemas informáticos?

—Eso parece.

A Wallander todo aquello se le antojaba cada vez más inextricable. Y, aun así, notó cómo la preocupación volvía a reinar en su interior.

—¿Para qué puede utilizarse esa información? —inquirió el inspecto—. ¿Puede deducirse alguna finalidad en todo esto?

—Es pronto todavía —lo frenó Martinson—. Lo primero que hemos de hacer es identificar a todas esas instituciones. Puede que entonces podamos forjarnos una idea más clara de la situación. Pero nos llevará tiempo. Todo esto es muy complejo. Ten en cuenta que se supone que ninguna persona ajena podrá acceder a la información o comprobar qué hay en el ordenador.

Dicho esto, se incorporó de la silla plegable donde estaba sentado, antes de añadir:

—Tengo que pasar por casa y quedarme allí durante una hora. Es el cumpleaños de Terese. Pero volveré —prometió al tiempo que le tendía su bloc de notas a Wallander.

—¡Vaya! Salúdala de mi parte —rogó—. ¿Cuántos cumple?

—Dieciséis.

El inspector la recordaba muy pequeña. En efecto, él mismo había estado en su quinto cumpleaños, en casa de Martinson, degustando una deliciosa tarta. Al mismo tiempo, se le ocurrió pensar que era dos años mayor que Eva Persson.

Martinson desapareció para regresar enseguida.

—Se me olvidaba comentarte que he estado hablando con Larsen, el noruego de Moss —aclaró.

A Wallander le llevó varios segundos descubrir de quién le hablaba el colega.

—Asegura que oyó ruido en el camarote contiguo. Se ve que las paredes no son muy gruesas. Pero no llegó a ver a nadie. Según declaró estaba muy cansado, de modo que pasó durmiendo toda la travesía desde Polonia.

—¿Qué fue lo que oyó?

—Eso mismo le pregunté yo, pero, al parecer, nada que indicase que se hubiese organizado una pelea.

—¿Oyó voces?

—Sí, pero no estaba seguro de cuántas personas pudo haber allí dentro.

—Bien, en cualquier caso no es frecuente que la gente hable sola —observó Wallander—. De lo que podemos deducir que, como mínimo, había dos personas.

—En fin. Yo le pedí que se pusiera en contacto con nosotros si recordaba algún otro detalle —señaló Martin son antes de marcharse.

Wallander tomó asiento, con gran cautela, en la silla plegable que había ocupado Martinson, mientras Robert Modin seguía trabajando. El inspector consideró que sería absurdo hacer preguntas. En su opinión, al tiempo que los ordenadores se adueñaban de los sistemas que dirigían la sociedad, ésta precisaría de otro tipo de policías muy diferente al tradicional. Así, el Cuerpo ya había empezado a preparar a los agentes según otros modelos en una medida, no obstante, insuficiente, ya que los delincuentes solían llevarles ventaja, como de costumbre. Las bandas del crimen organizado de Estados Unidos habían sido pioneras a la hora de descubrir los posibles usos de la electrónica y, si bien estaba aún por probar, se decía que los grandes carteles de la droga de Sudamérica contaban ya con medios de comunicación vía satélite que los mantenían al corriente del control aduanero americano y de los turnos de los aviones que vigilaban el espacio aéreo, entre otros datos. Por supuesto, también utilizaban redes de telefonía móvil que, en ocasiones, no servían más que para realizar una única llamada antes de ser desmanteladas, con el fin de que resultase imposible localizar a la persona que la había efectuado.

Robert Modin pulsó una tecla y se retrepó en la silla. El testigo del módem que había junto al ordenador empezó a parpadear.

—¿Qué estás haciendo? —quiso saber Wallander.

—Estoy intentando enviar un mensaje de correo electrónico para ver adonde va a parar. Pero lo estoy enviando desde mi ordenador.

—¡Pero si lo has escrito desde el aparato de Falk!

—Así es, pero los tengo en red.

La pantalla empezó a parpadear. Robert Modin se sobresaltó y se inclinó para ver mejor. Después, se puso a teclear de nuevo, mientras Wallander aguardaba.

De repente, cuanto había en la pantalla desapareció y, tras un instante, ésta se apagó. Poco después, las hileras de cifras volvieron a aparecer en alocada sucesión.

Robert Modin frunció el entrecejo.

—Y ahora, ¿qué?

—Pues no estoy seguro, pero me han negado el acceso. Tengo que borrar mis huellas, pero no me llevará más que unos minutos.

El monótono teclear prosiguió mientras la paciencia de Wallander comenzaba a agotarse.

—¡Vaya! Otra vez —masculló Modin.

Entonces, sucedió algo que movió al joven a saltar literalmente de su asiento. Durante un buen rato, se dedicó a estudiar la pantalla.

—El Banco Mundial —anunció por fin.

—¿Qué quieres decir?

—Que una de las instituciones cuya identidad está codificada en el ordenador es el Banco Mundial. Si no me equivoco, se trata de una de las secciones que se encargan de una especie de inspección financiera global.

—O sea, primero el Pentágono y ahora el Banco Mundial, que no son precisamente unas tenduchas de nada —ironizó Wallander.

—Bien, creo que es el momento de celebrar una pequeña reunión —declaró Modin—. Será mejor que consulte a mis amigos. Les pedí que estuviesen preparados.

—¿Y dónde están tus amigos?

—Uno de ellos vive a las afueras de Ráttvik. El otro en California.

Wallander empezaba a tomar conciencia de la necesidad de ponerse en contacto con los expertos informáticos de la brigada de Estocolmo. Por otro lado, intuía ya con malestar la naturaleza de los problemas a los que se vería obligado a enfrentarse. No debía, en efecto, hacerse ilusiones respecto de las severas críticas que, con toda certeza, recibiría por haber recurrido a los servicios de Modín, por más que el joven hubiese dado muestras de gran profesionalidad.

Mientras Modin se comunicaba con sus amigos, Wallander se dedicó a pasear por la habitación y a pensar en Jonas Landhal, al que habían hallado muerto en la sentina de un barco; y en el cuerpo carbonizado de Sonja Hókberg. Y ahora, aquel extraordinario despacho de la plaza de Runnerstroms Torg en el que se encontraba. Percibió asimismo una comezón, un incipiente temor a haber emprendido un caí mino totalmente erróneo. Era su cometido dirigir el trabajo del grupo de investigación, y ya no creía estar capacitado para ello. A todo aquello había que sumar, por cierto, el que sus colegas hubiesen comenzó do a sospechar de él. Sospecha que, por otro lado, tal vez no sólo afectase a la cuestión de lo sucedido en la sala de interrogatorios cuando le propinó una bofetada a Eva Persson y aquel reportero gráfico acertó a tomar la fotografía. Él temía que, en el fondo, anduviesen murmurando a sus espaldas que ya no estaba a la altura de las circunstancias, que quizás había llegado el momento de que Martinson lo relevase en el cargo de director del grupo de investigación cada vez que tuviese entre manos crímenes de envergadura.

Se sentía herido e imbuido de un sentimiento de autocompasión que convivía, no obstante, con la ira que todo aquello alumbraba su interior. No entraba en sus planes rendirse tan blandamente, no,: Además, él no tenía ningún lugar como el Sudán de Ákeson en el que comenzar una nueva vida ni tampoco una finca que vender, al igual que Widén. A lo único que podía aspirar era a una menguada pensión estatal.

En aquel punto de su meditar, cesó a sus espaldas el golpeteo del teclado. Modin se levantó para desentumecerse un poco.

—Tengo hambre —confesó el joven.

—¿Qué te dijeron tus amigos?

—Nos hemos tomado una pausa para la reflexión. Una hora, más o menos. Después retomaremos la charla.

Wallander también se sentía hambriento y le propuso que fuesen a comer una pizza. Pero le dio la impresión de que a Modin le resultó ofensiva la propuesta.

—Yo jamás como pizza —sentenció—. No es saludable.

—Y, entonces, ¿qué comes?

—Germen.

—¿Eso es todo?

—Bueno, unos huevos con vinagre tampoco están mal.

Wallander se preguntaba qué restaurante de Ystad sería capaz de ofrecer un menú que fuera del gusto de Robert Modin. En realidad, dudaba de que existiese alguno.

Modin empezó a mirar el interior de las bolsas de plástico en las que guardaba la comida que se había traído de casa, pero nada de lo que allí había pareció despertar su apetito.

—Bueno, en el peor de los casos, una ensalada normal y corriente puede valer —aclaró.

Salieron del edificio y Wallander preguntó si quería recorrer en coche las escasas manzanas que los separaban del centro, pero el muchacho aseguró que prefería caminar. Al salir, comprobó que el coche patrulla camuflado seguía en su puesto.

—Me pregunto qué esperan que suceda —comentó Modin una vez que dejaron atrás el vehículo.

—Sí, es una buena pregunta —replicó Wallander.

Other books

The Empty Chair by Bruce Wagner
The War Cloud by Thomas Greanias
Unsung by Shannon Richard
The Secret of Mirror Bay by Carolyn G. Keene
And So To Murder by John Dickson Carr
The Lesser Bohemians by Eimear McBride
Deception by Gina Watson
Sex at Dawn: The Prehistoric Origins of Modern Sexuality by Ryan, Christopher, Jethá, Cacilda