Cortafuegos (55 page)

Read Cortafuegos Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

BOOK: Cortafuegos
13.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

—He sido policía durante muchos años —replicó Wallander—. Y sé lo suficiente de esta profesión como para asegurar que no es en absoluto necesario adoptar esa medida de que hablas. Lo que ocurre es que alguien de las altas esferas se ha puesto nervioso por una fotografía que apareció en un periódico vespertino, de modo que hay que sentar un claro precedente. Y tú has optado por no oponerte.

—Estás totalmente equivocado —protestó ella.

—Sabes tan bien como yo que no. ¿Cuándo habías pensado suspenderme del servicio? ¿Ahora mismo? ¿Cuándo salga del despacho?

—El hombre de Hássíeholm trabajará tan aprisa como pueda. Y yo había pensado retrasarlo, dada la complejidad de la investigación de asesinato en que nos hallamos inmersos.

—Ya. Y eso, ¿por qué? Pon a Martinson al frente. Él lo hará de maravilla.

—Yo pensaba dejar las cosas como están esta semana.

—No —rechazó Wallander terminante—. Nada es como debe ser. O me suspendes ahora mismo, o no me suspendes en absoluto.

—Te aseguro que no acabo de comprender por qué me amenazas. Yo creía que tú y yo manteníamos una relación cordial.

—Sí, yo también lo creía. Pero parece que estaba equivocado.

Tras un breve silencio, añadió:

—Estoy esperando. ¿Estoy o no suspendido?

—No, no lo estás. Al menos, todavía no.

Wallander salió al pasillo y notó que estaba empapado en sudor. Volvió a su despacito, cerró la puerta y echó la llave. Y entonces dio rienda suelta a su indignación. Tanto daba si redactaba su renuncia allí mismo, recogía sus cosas y abandonaba la comisaría para siempre. La reunión del grupo de investigación fijada para aquella tarde tendría que celebrarse sin su participación. Nunca más volvería a asistir a ninguna.

No obstante, había algo en su interior que lo obligaba a oponer resistencia. En efecto, si se marchaba, todos lo interpretarían como prueba evidente de su culpabilidad. Y poco importaría después cuál fuese el resultado de la investigación interna. Siempre lo considerarían culpable.

Una resolución fue, poco a poco, tomando cuerpo en su mente. Por ahora, se quedaría en su puesto. Pero informaría a sus colegas en la reunión de la tarde. Lo más importante era, pese a todo, que se había opuesto a Lisa Holgersson. Y no pensaba doblegarse, ni amilanarse ni pedir clemencia.

Una suerte de paz interior empezó a colmarlo despacio. Abrió la puerta de par en par en un gesto ostensivo y continuó con su trabajo. A las doce del mediodía, se marchó a casa, sacó la ropa de la lavadora y metió las camisas en la secadora. Acto seguido, subió al apartamento, donde recuperó de la basura los restos de la carta que había destrozado, sin saber muy bien por qué. Al menos, Elvira Lindfeldt no era policía.

Almorzó en el restaurante de István mientras charlaba con uno de los contados amigos de su padre que aún seguían con vida, un comerciante de pinturas jubilado que había provisto al artista de cuantos lienzos, pinceles y pinturas había necesitado para su labor artística. Poco después de la una, salió del restaurante y regresó a la comisaría.

Atravesó las puertas de cristal presa de cierta tensión. Lisa Holgersson podría haber mudado de parecer, irritada, tal vez, por su actitud, y podría haber resuelto suspenderlo del servicio con efecto inmediato. La cuestión era, en tal caso, cómo debía reaccionar él. En el fondo, la sola idea de presentar su dimisión le parecía aterradora. No osaba imaginar cómo se desarrollaría su existencia a partir de aquel momento. Sin embargo, una vez en su despacho, comprobó que lo único que tenía sobre la mesa eran unos avisos de llamadas que podían esperar. Lisa Holgersson no había preguntado por él. Wallander respiró aliviado, al menos de momento, y llamó a Martinson, que seguía en el apartamento de la plaza de Runnerstróms Torg.

—Esto va lento, pero seguro —afirmó Martinson—. Ha conseguido descifrar otros dos códigos.

Wallander oyó el crujir de unos papeles antes de que la voz de Martinson regresase al auricular:

—Uno nos ha conducido a lo que parece ser un agente de Bolsa de Seúl y el otro a una compañía inglesa llamada Lonrho. Llamé al grupo de delincuencia económica de Estocolmo y hablé con un compañero que, según dicen, lo sabe casi todo sobre empresas extranjeras. Me dijo que Lonrho tiene su sede en África y que realizó no pocas operaciones ilegales en Rodesia del Sur durante el periodo de las sanciones.

—Ya, pero, todo eso ¿adónde nos lleva? —inquirió Wallander interrumpiendo su exposición—. Un agente de Bolsa en Corea y esa otra empresa, comoquiera que se llame ¿qué significa todo eso?

—Sí, es una buena pregunta. Pero según Robert Modin aquí hay unas ochenta ramificaciones en la red, como mínimo. Quizá debamos aguardar un poco más para poder encontrar algo que las una a todas.

—Sí, pero imagina que estás pensando en voz alta, ¿qué dirías entonces?

Martinson resopló.

—Dinero. Eso es lo que yo veo.

—¿Y qué más?

—¿No te parece bastante? El Banco Mundial, los agentes de Bolsa coreanos y las compañías inglesas con sede en África tienen, a mi entender, ese denominador común: ei dinero.

Wallander se mostró de acuerdo.

—Sí, quién sabe, quizás el papel protagonista de esta representación lo tenga el cajero automático ante el que murió Falk.

Martinson lanzó una risotada y Wallander concluyó la conversación no sin antes proponerle que se viesen a las tres.

Una vez que hubo colgado el auricular, el inspector siguió sentado, meditabundo… Pensaba en Elvira Lindfeldt e intentaba imaginarse cuál seria su aspecto. Pero era la imagen de Baiba la que acudía a su memoria. Y la de Mona. Incluso le pareció atisbar en sus figuraciones el rostro de otra mujer, aquella a la que había conocido en un café a las afueras de Vastervik.

Hanson apareció entonces en el umbral de la puerta, y truncó de este modo sus evocaciones. Wallander se sobresaltó, como si su mente hubiera sido transparente y sus pensamientos evidentes.

—Las llaves están controladas —irrumpió el colega. Wallander lo miró inquisitivo, pero no hizo comentario alguno, pues intuía que debería saber de qué llaves le hablaba.

—He recibido un informe de Sydkraft según el cual todos los empleados que estaban en posesión de un juego de llaves de acceso a la estación de transformadores pudieron dar cuenta de ellas.

—¡Estupendo! —exclamó Wallander—. Cuantos más puntos podamos borrar de la lista, más se simplifica todo.

—Lo que no he conseguido es dar con ninguna furgoneta Mercedes —se lamentó Hanson.

Wallander se balanceaba sentado en la silla.

—Creo que, por el momento, puedes dejarlo. Aunque nos veremos en la necesidad de identificarla tarde o temprano, ahora hay asuntos más urgentes.

Hanson asintió y trazó una línea en su bloc de notas, Wallander lo informó de que celebrarían la reunión a las tres y el agente se marchó. De este modo se disiparon las evocaciones de Elvira Lindfeldt. Se inclinó sobre sus papeles al tiempo que reflexionaba acerca de lo que Martinson le había contado. En ese momento, sonó el teléfono. Era Viktorsson, que deseaba saber cómo iba la investigación.

—Creía que Hanson te mantenía constantemente informado.

—Así es, pero tú eres el responsable de las pesquisas, ¿no?

El comentario de Viktorsson lo llenó de asombro. En efecto, él creía que las palabras de Lisa Holgersson eran producto de un acuerdo entre ella y Viktorsson. Pero ahora tenía la sensación de que el fiscal no estaba fingiendo y de que, en verdad, consideraba a Wallander el jefe de los trabajos de investigación. Y aquella sensación le inspiró una disposición favorable hacia Viktorsson.

—Iré a verte mañana por la mañana.

—A las ocho y media no tengo ningún compromiso.

Wallander tomó nota de la hora.

—Pero adelántame algo, ¿cómo va todo en estos momentos?

—Va despacio —declaró Wallander.

—¿Qué sabemos de lo sucedido ayer en el transbordador?

—Sabemos que el fallecido era Jonas Landahl. Además, hemos logrado establecer una conexión entre él y Sonja Hókberg.

—Según Hanson, parecía probable que Landahl hubiese asesinado a Hókberg, pero no supo motivar la sospecha.

—Ya te lo explicaré mañana —adujo Wallander esquivo.

—Eso espero. Tengo la impresión de que andáis dando palos de ciego.

—¿Quieres cambiar nuestras directrices?

—No, pero sí quiero un informe exhaustivo.

Concluida la conversación, el inspector dedicó media hora más a preparar la reunión. A las tres menos veinte, fue al comedor a hacerse con un café, pero la máquina estaba estropeada, lo que provocó en él una reflexión sobre lo que Erík Hokberg había dicho acerca de la vulnerabilidad de la sociedad en que vivían. Y aquello, a su vez, le sugirió otra idea, así que decidió que llamaría a Hokberg antes de que comenzase la reunión. Regresó a su despacho, aún con la taza vacía mí la mano. Hokberg respondió enseguida a su llamada y Wallander le ofreció un prudente resumen de lo acontecido desde la última vez que estuvieron en contacto, antes de preguntarle si había oído hablar de Jonas Landahl. Pero Hokberg le dio un rotundo no por respuesta que sorprendió al inspector.

—¿Estás completamente seguro?

—Con ese nombre tan poco habitual… Lo recordaría si lo hubiera oído con anterioridad. ¿Fue él quien mató a Sonja?

—Aún no lo sabemos. Pero se conocían. Incluso creemos, por los datos de que disponemos, que mantuvieron una relación.

Wallander consideró la posibilidad de comentarle lo de las violaciones, pero no le pareció el momento más oportuno, pues prefería no tratar aquel asunto por teléfono. Así pues, pasó a formular la pregunta que había motivado su llamada:

—El día que estuve en tu casa, me hablaste de todos los negocios que puedes hacer desde tu ordenador, y me dio la impresión de que, en realidad, no hay límites.

—Si uno puede conectarse a las grandes bases de datos del mundo, siempre está en el centro, muy cerca del núcleo, sin importar dónde resida.

—Lo que significa que puedes hacer negocios con un agente de Bolsa de Seúl, por ejemplo, si se te ocurre.

—Así es, en principio.

—Ya. ¿Y qué es lo que hay que saber para hacer tal cosa?

—En primer lugar, necesito su dirección de correo electrónico. Después, nuestras credenciales deben estar normalizadas, de modo que ellos puedan identificarme a mí y yo a ellos. Pero, por lo demás no hay ningún impedimento. Al menos no desde el punto de vista técnico.

—¿A qué te refieres?

—Pues que, como es natural, cada país cuenta con una legislación que regula el comercio de acciones. Y es preciso conocerla, a menos que uno pretenda dedicarse a hacer negocios fuera de la ley.

—Ya, pero, puesto que suele haber mucho dinero en juego, me imagino que la segundad será extrema.

—Lo es.

—¿Y a ti te parece que sea imposible romper los sistemas de seguridad?

—No creo que yo sea la persona adecuada para responder a esa pregunta, la verdad. Mis conocimientos son muy limitados. Pero tú, que eres policía, deberías saber que uno puede hacer cualquier cosa, si lo desea con la fuerza suficiente. Como se suele decir, si alguien desea de verdad asesinar al presidente de Estados Unidos, lo consigue. Oye, ¿por qué me haces todas estas preguntas?

—Bueno, parecías muy al corriente cuando hablamos la última vez.

—De un modo muy superficial. El mundo de la electrónica es tan complicado y avanza a tal velocidad que tengo serias dudas de que haya nadie que de verdad comprenda lo que sucede. Y mucho menos que lo controle.

Wallander prometió volver a llamarlo más tarde, o a la mañana siguiente, y colgó antes de encaminarse a la sala de reuniones. Hanson y Nyberg ya estaban allí, enfrascados en una acalorada conversación en torno a aquella máquina de café que no paraba de estropearse. Wallander los saludó con un gesto y tomó asiento. Ann-Britt y Martinson acudieron al mismo tiempo, mientras Wallander sopesaba la alternativa de si comenzaría o, por el contrario, finalizaría la reunión revelándoles el contenido de su conversación con Lisa Holgersson. Al final, decidió que aguardaría. A pesar de todo, se hallaba allí rodeado de un grupo de colegas que trabajaban duramente para sacar adelante una compleja investigación de asesinato, por lo que no quería abatirlos más de lo estrictamente necesario.

Abrieron la reunión con un repaso a los sucesos acaecidos en tomo a la muerte de Jonas Landahl. Los testimonios con los que contaban eran escasos en extremo. Nadie parecía haber visto nada. Ni los movimientos de Jonas Landahl en el interior de la embarcación ni cómo llegó a la sala de máquinas. Ann-Britt aportó un informe elaborado por el policía que había hecho el viaje a Polonia en el transbordador, y, al parecer, una camarera creyó reconocer a Landahl en la foto que el agente le mostró y declaró no sin cierta reserva que el joven había entrado en la cafetería tan pronto como abrieron las puertas y había pedido un bocadillo. Y eso era todo.

—¡Vaya! Esto es de lo más extraño —exclamó Wallander—. Nadie lo vio, ni a la hora de pagar el pasaje ni a bordo del barco, en cubierta! Y nadie lo vio entrar en la sala de máquinas. A mí no me parece lógico ese vacío de información.

—Es imposible que estuviese solo —intervino Ann-Britt—. Antes de venir estuve hablando con uno de los maquinistas para asegurarme Según aquel hombre, es imposible que Landahl quedase atrapado bajo el eje de la hélice por voluntad propia.

—En ese caso, alguien lo obligó —remató Wallander—. Lo que significa que hay, como mínimo, otro implicado, y puesto que no parece verosímil que ninguno de los empleados de la sala de máquinas sea culpable, ha de tratarse de otra persona. Alguien a quien nadie vio ni llegar en compañía de Landahl ni abandonar el barco. Lo que a su vez nos conduce a extraer otra conclusión: Landahl acudió al lugar por voluntad propia. Nadie lo obligó, pues, en tal caso, alguien lo habría notado. Por otra parte, habría sido imposible hacer bajar a Landahl por las angostas escalas en contra de su voluntad.

Durante otras dos horas estuvieron argumentando cada punto de la investigación. Cuando Wallander expuso sus hipótesis fruto, a su vez, de las reflexiones de Ann-Britt, la discusión alcanzó a ratos cotas de acaloramiento significativas. No obstante, nadie podía negar que la pista que tal vez los condujese a Carl-Einar Lundberg y, de ahí, hasta su padre pudiese abrirles nuevas vías. Pese a que apenas contaba con argumentos sólidos a favor de su tesis, Wallander insistió en que la clave de todo lo ocurrido era la persona de Tynnes Fallí. Él tenía el convencimiento de estar en lo cierto. A las seis de la tarde consideró que ya era suficiente. El cansancio había empezado a dejarse notar y las pausas para despejarse se producían cada vez con más frecuencia. De modo que el inspector decidió que no haría mención alguna de su conversación con. Lisa Holgersson. Simplemente, no le quedaban fuerzas.

Other books

Cowboy Under the Mistletoe by Linda Goodnight
Mated to the Pack by Alanis Knight
The Long Way Home by Lauraine Snelling
Trust by Cynthia Ozick
Comfort to the Enemy (2010) by Leonard, Elmore - Carl Webster 03
For Your Pleasure by Elisa Adams
Pucker Up by Seimas, Valerie
Jane Jones by Caissie St. Onge