—Bueno, es que me surgió un imprevisto… —se excusó Wallander—. Ya sabes lo que suele ocurrir.
—¿Debería saberlo?
Wallander masculló una respuesta inaudible.
—¿Me permites que te invite a un café?
—Como sabes, se ha producido un robo en el piso de arriba, así que no tengo tiempo.
Ella señaló su cerradura.
—Yo me agencié una puerta blindada hace ya varios años, como casi todos los vecinos, salvo Falk.
—¿Lo conocías bien?
—No, era muy reservado. Nos saludábamos si nos velamos por la escalera, pero nada más.
Wallander intuyó enseguida que era muy posible que no estuviese diciendo toda la verdad, pero no se molestó en seguir indagando. Lo único que deseaba era marcharse de allí.
—Podemos dejar el café para otra ocasión —sugirió el inspector.
—Ya veremos.
Cuando ella cerró la puerta, Wallander notó que estaba empapado en sudor. Se apresuró a subir el último tramo de escalera al tiempo que caía en la cuenta de que la mujer había hecho una observación importante. En efecto, según ella, la mayor parte de los vecinos del edificio habían cambiado las antiguas puertas por otras blindadas. Pero Tynnes Falk, que a decir de su ex mujer siempre se sentía temeroso y rodeado de enemigos, no había adoptado esta medida.
Ya en el piso superior, comprobó que la puerta aún no había sido reparada. Entró en el apartamento, donde Nyberg y sus técnicos habían dejado el mismo desbarajuste original.
Se sentó en una silla de la cocina dispuesto a esperar a la señora Falk. Un pesado silencio reinaba en la casa. Miró el reloj, que indicaba las tres menos diez, cuando le pareció oír sus pasos por la escalera, «Está claro, es posible que Tynnes Falk fuese un tacaño», se decía. «Una puerta blindada puede costar entre diez y quince mil coronas. Al menos eso afirman los folletos publicitarios que me han dejado en el buzón de casa alguna que otra vez. Sin embargo, también cabe la posibilidad de que Marianne Falk esté en un error, que todos esos enemigos no sean más que una invención». Wallander no terminaba de decidirse al respecto. Recordó las misteriosas anotaciones que había leído en el cuaderno de bitácora; el cuerpo cadáver de Tynnes Falk desaparecido del depósito y, poco después, el robo en el apartamento, del que desaparecen una fotografía y un diario personal, como mínimo.
Súbitamente, lo vio todo muy claro. Había alguien que deseaba a toda costa evitar que lo reconociesen o que el diario fuese sometido a un estudio exhaustivo.
En su fuero interno, volvió a maldecir el no haberse llevado la fotografía. Por otro lado, las anotaciones del cuaderno de bitácora eran extrañas por demás, como escritas por un lunático, pero, de haber tenido la posibilidad de analizarlas con detenimiento, tal vez hubiesen podido extraer más información.
El ruido de pasos procedente de la escalera se aproximaba. De pronto se abrió la puerta. Wallander se puso en pie con la intención de ir a recibirla, de modo que salió de la cocina camino del vestíbulo.
Su instinto lo hizo presentir el peligro. Se dio la vuelta.
Pero ya era demasiado tarde. El violento retumbar de un disparo atravesó el aire.
Wallander se arrojó a un lado.
Sólo después llegó a comprender que había sido precisamente aquel movimiento veloz lo que le había salvado la vida. Pero, para entonces, Nyberg y sus técnicos ya habían extraído el proyectil que se había incrustado en la pared contigua a la puerta de entrada. A raíz de la posterior reconstrucción de los hechos y, muy especialmente, del análisis de la cazadora de Wallander, pudieron establecer lo que había sucedido con exactitud. Así, concluyeron que todo se produjo de modo que, cuando salió al pasillo para recibir a Marianne Falk, Wallander estaba de espaldas a la puerta, pero que, de forma instintiva, intuyó que había alguien detrás de él y que ese alguien constituía una amenaza. Alguien que, por supuesto, no era Marianne Falk. Sobresaltado, tropezó con el borde de la alfombra. Y aquello fue suficiente para que el proyectil que, en ese mismo momento, salía en dirección a su pecho, le pasase entre el tórax y el brazo izquierdo, si bien rozó la cazadora, en la que dejó un rasguño; pequeño, pero no menos perceptible.
Aquella misma noche buscó en casa una cinta métrica. La cazadora estaba en poder de la policía para ser sometida a un examen más detallado, pero midió la distancia que separaba la cara interior de la manga de la camisa del lugar en que suponía se hallaba su corazón, operación que arrojó un resultado de siete centímetros. La conclusión que extrajo, mientras se servía un whisky, fue que, en efecto, el borde de la alfombra le había salvado la vida. Por enésima vez recordó entonces aquella ocasión en que, siendo un joven policía destinado en Malmö, sufrió una herida de navaja. La hoja había atravesado su pecho a ocho centímetros a la derecha del corazón. Aquel día formuló para sí mismo una máxima: «Hay un momento para vivir, otro para morir». Y ahora le sobrevino la inquietante sospecha de que, durante aquellos treinta años, el margen había disminuido en un centímetro.
Lo que había sucedido en realidad, quién podía haber sido la persona que le disparó, era un enigma. De hecho, en ningún momento percibió otra presencia que la de una sombra, un ser que, fugaz, apenas vislumbró al pasar y que se desintegró en el violento chasquido provocado por el proyectil y su propia caída sobre íos abrigos y chaquetones que Tynnes Falk tenía colgados en la entrada.
Él pensó, en un principio, que el disparo lo había alcanzado. Cuando, aún con el retumbar del eco del balazo en los oídos, oyó un grito, llegó a pensar que era él mismo quien lo había proferido. La realidad era, no obstante, muy distinta. En efecto, el grito procedía de la garganta de Marianne Falk, a quien la sombra, que ya había emprendido la fuga, había atropellado hasta hacerla caer. Tampoco ella pudo ver su aspecto. Cuando, después del suceso, la interrogó Martinson, la mujer confesó que siempre se miraba los pies cuando subía una escalera y que, si bien había oído el estallido del disparo, tuvo la sensación de que procedía de abajo, por lo que se había detenido y se había vuelto a mirar. Después, al darse cuenta de que alguien bajaba hacia ella a la carrera, volvió a mirar hacia arriba, pero entonces recibió un golpe en la cara que la derribó.
En cualquier caso, lo más extraño fue que ninguno de los dos policías que vigilaban desde el coche patrulla aparcado ante el edificio hubiesen notado nada de particular. El hombre que disparó contra Wallander tuvo que abandonar el bloque de apartamentos por la puerta principal, pues la del sótano estaba cerrada con llave. Pero los agentes no observaron que nadie hubiese cruzado el portal precipitadamente, aunque sí el momento en que Marianne Falk entró. Después oyeron el disparo sin comprender de inmediato de qué se trataba exactamente y sin que ellos hubiesen visto a nadie abandonar el edificio.
Aquella versión apenas convenció a Martinson, que rebuscó por todo el bloque obligando a los aterrados pensionistas, así como a una fisioterapeuta algo más sosegada, a abrir sus puertas para examinar todos los armarios y mirar debajo de cada una de las camas. Nada halló, sin embargo y, de no ser por la bala que quedó incrustada en la pared, el propio Wallander habría empezado a creer que todo habían sido figuraciones suyas.
Pero él sabía bien lo que había ocurrido. Y sabía algo que, por el momento, había decidido reservarse: que, de hecho, le debía más de un servicio al borde de la alfombra, pues no sólo había salvado la vida a! tropezar con él, sino que además el hecho de que hubiese caído habría convencido al hombre que efectuó el disparo de que lo había alcanzado de verdad. El proyectil que Nyberg extrajo del hormigón era de los que abren en la persona alcanzada una herida similar a un cráter. Y cuando el técnico le mostró la bala, Wallander comprendió porqué el individuo sólo había realizado un disparo. En efecto, estaba seguro de que ese único disparo sería mortal.
Tras la confusión inicial, comenzó la persecución. La escalera quedó inundada de hombres armados con Martinson a la cabeza. Pero nadie sabía con exactitud qué buscaban, y ni Marianne Falk ni Wallander eran capaces de ofrecer la más vaga descripción. Los coches patrulla circulaban a toda velocidad por las calles de Ysíad; dieron la alarma regional, pero, naturalmente, todos sabían que no lograrían efectuar ninguna detención. Martinson y Wallander se quedaron en la cocina mientras Nyberg y sus peritos se dedicaban a la detección de huellas y a extraer de la pared el proyectil reventado. Marianne Falk se había marchado a casa a cambiarse de ropa y Wallander entregó su cazadora a los expertos. Aún le dolían los oídos a causa de la detonación. Lisa Holgersson llegó acompañada de Ann-Britt, y Wallander se vio obligado a referir de nuevo lo ocurrido.
—Lo interesante seria saber por qué disparó —apuntó Martinson—. Aquí ya ha ocurrido un robo y ahora resulta que alguien vuelve armado.
—Claro, lo que debemos preguntarnos, en ese caso, es si se trata del mismo hombre —observó Wallander—. ¿Por qué habría de volver? Lo único que se me ocurre es que estuviese buscando algo que no consiguió llevarse la primera vez.
—Bueno, en realidad la pregunta también podría ser: ¿a quién quería disparar? —señaló Ann-Britt.
Wallander ya se había formulado la misma pregunta. ¿No estaría aquello relacionado con la noche en que él acudió solo a visitar el apartamento? ¿Habría sido certera su intuición y su sospecha de que allí se ocultaba alguien lo que lo movió a acercarse a la ventana en aquellas dos ocasiones para otear la oscuridad? Pensó que debería revelarles la verdad, pero algo seguía impidiéndoselo.
—¿Por qué iban a querer dispararme a mí? —inquirió Wallander—. Simplemente, dio la casualidad de que yo estaba aquí justo en el momento en que el hombre regresó. De modo que lo que debemos preguntarnos es qué buscaba, lo que a su vez implica que Marianne Falk debe volver aquí lo antes posible.
Martinson abandonó la calle de Apelbergsgatan junto con Lisa Holgersson. Los técnicos estaban concluyendo ya su trabajo. Ann-Britt se quedó sentada en la cocina haciendo compañía a Wallander. Marianne Falk, por su parte, los llamó para advertir de que ya estaba en camino.
—¿Qué tal te encuentras? —quiso saber Ann-Britt.
—Tú ya sabes cómo se siente uno en estas situaciones. Fatal.
En efecto, Ann-Britt Hóglund había recibido un disparo, hacía ya algunos años, en un barrizal a las afueras de Ystad. Wallander había sido parcialmente culpable, pues él le había ordenado que se adelantase sin apercibirse de que la persona a la que pretendían detener había encontrado la pistola que Hanson había perdido momentos antes. La colega recibió una herida tan grave que la obligó a estar de baja durante un largo período de tiempo. El día en que, por fin, volvió a ocupar su puesto, parecía haber sufrido un cambio. Y en varias ocasiones le había hablado a Wallander acerca de aquel temor que la perseguía hasta lo más profundo de sus sueños.
—A mí no me ha ido mal —prosiguió Wallander—. Me dieron un navajazo en una ocasión, pero, hasta ahora, me he librado de los disparos.
—Pues yo creo que deberías hablar con alguien —sugirió ella—. Ya sabes que hay grupos de terapia para este tipo de situaciones críticas.
Wallander hizo un gesto vehemente con la cabeza.
—No, gracias, no es necesario. Y, además, no quiero seguir hablando del asunto.
—La verdad, no me explico por qué eres tan terco. Ya sé que eres un buen policía, pero no por ello dejas de ser una persona como los demás. Claro que tú puedes ir por la vida pensando cualquier otra cosa, pero me temo que te equivocas.
Wallander quedó atónito ante la reacción de la colega y pensó que, en efecto, ella tenía toda la razón. Bajo el papel de policía que representaba a diario se ocultaba un ser humano que él había echado en el olvido.
—Bueno, por lo menos, deberías irte a casa —concluyó Ann-Britt.
—¿Y qué arreglaría con eso?
En ese preciso instante, Marianne Falk entró en el apartamento y Wallander vio la oportunidad de zafarse de las fastidiosas preguntas de su compañera.
—Bueno, prefiero hablar con ella a solas —explicó el inspector—. Gracias por tu ayuda.
—¿Qué ayuda?
Ann-Britt se marchó sin haber obtenido respuesta. Al levantarse, Wallander sufrió un ligero y breve mareo.
—¿Qué fue lo que sucedió? —inquirió Marianne Falk.
Wallander observó que, de su mandíbula izquierda, empezaba a emerger una hinchazón considerable.
—Llegué unos minutos antes de las tres. Cuando oí que alguien se: acercaba a la puerta, pensé que serías tú. Pero me equivoqué.
—¿Y quién era?
—Lo ignoro. Y, según parece, tú tampoco lo sabes.
—Ni siquiera pude verle la cara.
—Pero ¿estás segura de que era un hombre?
Ella quedó algo desconcertada ante la pregunta, sobre cuya respuesta reflexionó un instante antes de asegurar:
—Así es, era un hombre.
Aun sin tener pruebas de ello, Wallander estaba convencido de que, en efecto, se trataba de un hombre.
—Bien, empecemos por la sala de estar —propuso el inspector—. Quiero que te des una vuelta por la habitación para ver si echas algo en falta. Después, haremos lo propio con las demás. Tómate el tiempo que necesites. Si lo deseas, puedes ir abriendo cajones y mirando tras las cortinas.
—Tynnes jamás habría permitido tal cosa, pues no eran pocos los secretos que guardaba.
—Bueno, ya hablaremos después —la interrumpió Wallander—. Ahora comienza a recorrer la sala de estar.
Era evidente que la mujer estaba esforzándose al máximo. Él la seguía con la mirada desde el umbral de la puerta, y cuanto más la miraba, más hermosa le parecía. Hasta el punto de que llegó a preguntarse cómo habría formulado un anuncio capaz de provocar su respuesta. La mujer continuó hacia el dormitorio mientras él prestaba la máxima atención a la menor señal de vacilación o de sospecha de que algo faltase. Más de media hora después, regresaban a la cocina.
—Ni siquiera has abierto los armarios —señaló Wallander.
—No tengo ni idea de lo que guardaba dentro, así que no habría podido decir si faltaba algo.
—¿No has notado la ausencia de ningún objeto?
—No, nada.
—Pero, en realidad, ¿hasta qué punto conocías su apartamento?
—La verdad es que nunca llegamos a vivir juntos aquí. Tynnes se mudó cuando nos separamos. Él me llamaba a veces y, en alguna que otra ocasión, cenábamos juntos. Pero los niños lo visitaban más a menudo que yo.