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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (22 page)

BOOK: Cortafuegos
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Después levantó el cartapacio para ver si había algo debajo, pero no halló más que una receta recortada de una revista: fondue de pescado. Comenzó entonces a revisar los cajones. Todo tenía el mismo sello de un orden modélico. En el tercer cajón, encontró un libro bastante grueso que, según rezaba en la cubierta, grabado en letras doradas, era un cuaderno de bitácora. Wallander lo abrió por la última página. El domingo 5 de octubre, Tynnes Falk había plasmado sus últimas anotaciones en lo que, a todas luces, no era sino su diario personal. Decía allí que el viento había amainado y que estaban a tres grados de temperatura. El cielo estaba despejado. Había limpiado el apartamento, tarea en la que había invertido tres horas y veinticinco minutos, lo que suponía un ahorro de diez minutos con respecto a la vez anterior.

Wallander frunció el entrecejo, algo desconcertado ante las anotaciones sobre la limpieza.

Después leyó la última línea: «Por la noche, paseo corto».

Wallander estaba no poco sorprendido. Cuando Falk murió junto al cajero automático, no pasaban más que unos minutos de las doce de la noche de aquel 6 de octubre. ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso había dado ya aquel paseo nocturno y salió a caminar por segunda vez?

El inspector retrocedió hasta las anotaciones del 4 de octubre:

«Sábado, 4 de octubre de 1997.

»E1 viento ha persistido racheado todo el día. Según el Instituto Sueco de Meteorología e Hidrología, sopló a una velocidad de entre ocho y diez metros por segundo. Un banco de nubes desgarradas ha estado circulando por el cielo. La temperatura era de siete grados a las seis de la mañana. A las dos de la tarde, había ascendido a ocho, para descender de nuevo por la noche hasta los cinco grados. El espacio aparece hoy vacío y abandonado. No hay mensajes. C. no contesta a mis llamadas. Todo está tranquilo».

Wallander releyó las últimas frases, pues no las comprendía. Había en ellas un mensaje misterioso que él era incapaz de descifrar. Siguió hojeando el libro y comprobó que Falk anotaba a diario las condiciones climáticas bajo las que se encontraban. Además, solía referirse al «espacio», que unas veces se presentaba vacío y otras le hacía llegar mensajes, si bien no era posible dilucidar cuál pudiera ser su naturaleza o contenido. Finalmente, cerró el libro.

Había allí otro detalle que le resultaba, cuando menos, extraordinario: aquel hombre no mencionaba el nombre de ninguna persona en todo el libro, ni siquiera el de sus hijos.

El cuaderno de bitácora contenía exclusivamente informes meteorológicos y las anotaciones relativas a los mensajes recibidos o no desde el espacio. Aquí y allá aparecían también las indicaciones horarias precisas de su limpieza dominical, con la duración exacta de la misma.

Wallander volvió a dejar el libro en el cajón.

Empezaba a preguntarse si Tynnes Falk estaría cuerdo, pues aquellas notas parecían redactadas por un maníaco o por un perturbado mental.

Se levantó para volver a colocarse junto a la ventana. La calle guía desierta. Era ya más de la una.

Regresó al escritorio y continuó con su inspección de los cajones. Tynnes Falk había sido propietario de una sociedad anónima de cuyas acciones él era propietario único y de cuyos estatutos conservaba una copia en una carpeta. Se dedicaba, asimismo, a la asesoría y el mantenimiento de sistemas informáticos de nueva instalación. Sin embargo, no había ninguna aclaración ulterior acerca de en qué consistía realmente aquella actividad o, al menos, Wallander no supo interpretarlo. En cambio, sí que tomó nota de que, en la cartera de clientes de Falk, figuraban varios bancos y también la central de suministro energético Sydkraft.

Por lo demás, no halló ningún dato sorprendente o llamativo.

Y cerró el último cajón.

«Tynnes Falk es una de esas personas que no dejan tras de sí rastro alguno», pensó. «Todo cuanto lo rodeaba resulta paradigmático e impersonal, todo limpio y neutro. Imposible atisbar su personalidad».

Wallander se puso en pie dispuesto a examinar el contenido de la librería. Convivía en ella una mezcla de todo tipo de literatura en sueco, inglés y alemán. Pero había, asimismo, una notable cantidad de libros de poesía. Wallander extrajo uno, al azar. Sus páginas se abrieron por sí solas, lo que indicaba que había sido objeto de repetidas lecturas. En otro apartado de la librería halló también una serie de gruesos volúmenes sobre historia de las religiones y sobre filosofía, así como algunos títulos de astronomía y acerca del arte de la pesca del salmón. Dejó la librería y se puso en cuclillas ante el equipo de música. Comprobó que el asesor informático poseía una colección musical bastante variada, pues había tanto ópera y cantatas de Bach como ediciones musicales recopilatorias de Elvis Presíey y de Buddy Holly. Por último, componían la colección algunos discos con sonidos grabados del espacio y del fondo del mar. En un mueble situado junto al equipo, aparecían bien ordenados algunos viejos LP de vinilo. Wallander no salía de su asombro, pues había entre ellos grabaciones de Siw Malmkvist
[6]
, pero también del saxofonista John Coltrane. Sobre el aparato de vídeo había varias películas originales. Una sobre los osos de Alaska, otra, editada por la NASA, en la que se describía la época de los Challenger en la historia espacial americana. Entre todas ellas había también una película pornográfica.

Wallander se levantó, pues empezaban a dolerle las rodillas. Ahí se quedó, incapaz de hallar ninguna otra conexión más clara. Pese a todo, estaba convencido de que dicha conexión existía.

El asesinato de Sonja Hokberg tenía que estar relacionado con la muerte de Tynnes Falk, de un modo u otro. Así como con el hecho de que su cuerpo hubiese desaparecido.

¿No estarían aquellos hechos relacionados a su vez con Johan Lundberg?

Wallander sacó la fotografía que se había guardado en el bolsillo y «restituyó a su lugar. En efecto, no deseaba que nadie descubriese su visita nocturna. Tal vez la ex mujer de Falk tuviese un juego de llaves y los dejase entrar un día y, en ese caso, no quería que ella echas» nada en falta.

Comenzó a apagar las luces y descorrió después las cortinas. Escuchó con suma atención antes de abrir la puerta con cuidado. Se aseguró de que las ganzúas no habían dejado ningún arañazo.

Ya en la calle, permaneció inmóvil durante un instante y miró su alrededor. La ciudad estaba vacía y silenciosa. Echó a andar calle abajo, hacia el centro. Era la una y veinticinco.

En ningún momento se percató de la sombra que, silenciosa y apartada, iba siguiendo sus pasos.

13

El timbre del teléfono despertó a Wallander.

Fue arrancado del sueño como si, en realidad, no hubiese hecho otra cosa que estar allí tumbado aguardando el sonido de la llamada. En el preciso momento en que asía el auricular, miró el reloj: eran las cinco y cuarto de la mañana.

La voz que le hizo llegar el aparato le era desconocida.

—¿Kurt Wallander?

—Sí, soy yo.

—Disculpa si te he despertado.

—No, estaba despierto.

«¿Por qué habré dicho semejante mentira?», acertó a preguntarse Wallander. «¿Acaso hay algo vergonzoso en el hecho de estar durmiendo aún, cuando no son más que las cinco de la mañana?».

—Verás, me gustaría hacerte algunas preguntas acerca de la agresión.

Wallander terminó de despertarse en el acto, ya sentado en el borde de la cama. El hombre le dio su nombre y el del periódico para el que trabajaba. Y Wallander pensó que debería haber previsto aquella eventualidad mucho antes; que era perfectamente posible que algún periodista lo llamase por la mañana temprano. No debería haber contestado pues, si alguno de sus colegas quería ponerse en contacto con «por algún asunto urgente», lo habrían llamado también al móvil, cuyo número había logrado mantener secreto hasta el momento.

Pero ya era demasiado tarde y no le quedaba otro remedio que responder.

—Ya he dejado bien claro que no hubo agresión alguna.

—¿Quieres decir que la imagen miente?

—No, sólo que no revela toda la verdad.

—Y, en ese caso, ¿por qué no me la cuentas tú?

—No lo haré mientras la investigación esté en curso.

—En fin, supongo que habrá algo que puedas decir.

—Así es. Pero ya lo he dicho: no hubo agresión.

Dicho esto, colgó el auricular y desconectó el teléfono. Se imaginaba los titulares: «LE CUELGA EL AURICULAR A NUESTRO PERIODISTA. EL POLICÍA PERSISTE EN SU SILENCIO». Abatido, se hundió de nuevo entre los almohadones. La farola de la calle que veía a través de la ventana se mecía al viento mientras que la luz que se colaba por entre las cortinas deambulaba por la pared.

Cuando lo despertaron, estaba soñando algo. Y las imágenes de su ensoñación empezaban a emerger lentamente a su conciencia.

Era el otoño del año anterior, y había emprendido un viaje por el archipiélago de Óstergótland. Había recibido una invitación de un hombre que vivía en una de las islas y que se encargaba del reparto del correo en archipiélago. Se habían conocido durante uno de los peores casos en 1os que Wallander se había visto envuelto. Había aceptado la invitación inmerso en una profunda incertidumbre y fue a visitarlo. Una mañana muy temprano, su anfitrión lo llevó a uno de los grupos de islotes alejados, donde las rocas surgían del mar como petrificados animales prehistóricos. Anduvo recorriendo el árido suelo del islote imbuido de una extraña sensación de clarividencia y de perspectiva. Con no poca frecuencia, revivía aquella hora solitaria durante la cual el bote lo aguarda amarrado a la orilla. Y en varias ocasiones experimentó la apremiante necesidad de hacer renacer, alguna vez, las vivencias de aquel día…

«Debe de haber algún mensaje cifrado en ese sueño», se dijo. «Pero ¿cuál puede ser?».

Permaneció tendido en la cama hasta que dieron las seis menos cuarto. Entonces, volvió a conectar el teléfono. El termómetro que tenía fijado al marco exterior de la ventana indicaba que estaban a tres grados y vio que el viento soplaba racheado. Mientras se tomaba café, repasó de nuevo lo ocurrido. Había surgido un elemento de conexión, para él inesperado, entre el ataque al taxista, la muerte de Sonja Hókberg y el hombre cuyo apartamento él había visitado la noche anterior. Revisó mentalmente los acontecimientos. «¿Qué es lo que, se me oculta?», se preguntaba. «Aquí hay un fondo que no acabo distinguir. ¿Cuáles son las preguntas que debería plantearme?».

A las siete de la mañana decidió darse por vencido. Lo único que había conseguido era determinar lo que se presentaba como lo absolutamente primordial: hacer que Eva Persson comenzase a decirles 1 verdad. ¿Por qué se habían cambiado de lugar ella y Sonja Hókberg en el restaurante? ¿Quién era el hombre que entró mientras ellas estaban allí? ¿Cuál era el motivo real de que matasen al taxista? ¿Cómo su que Sonja Hókberg estaba muerta? Aquéllas eran las cuatro cuestiones por las que había que empezar.

Se dirigió a pie hacia la comisaría. Hacía más frío de lo que se había figurado. Lo cierto era que aún no se había habituado al otoño y lamentaba no haberse puesto un suéter más grueso. Mientras caminaba, notó que se le mojaba el pie izquierdo, de modo que se detuvo para observar la suela y comprobó que tenía un agujero. Aquel descubrimiento lo hizo perder los estribos hasta el punto de que tuvo que dominarse para no arrancarse los zapatos de los pies y continuar descalzo.

«Esto es lo que me queda», se lamentó. «Después de todos estos años como policía, no tengo más que un par de zapatos rotos».

Un hombre que pasaba por allí le lanzó una mirada inquisitiva que le hizo comprender que había pronunciado aquellas palabras en voz alta.

Ya en la comisaría, se paró a preguntarle a Irene quién había llegado, a lo que la recepcionista contestó que tanto Martinson como Hanson estaban allí. Wallander le pidió que les comunicase que los esperaba en su despacho. Pero después cambió de opinión, pues prefería verlos en una de las salas de reuniones, adonde también quería que enviase a Ann-Britt tan pronto como apareciese.

Martinson y Hanson entraron en la sala al mismo tiempo.

—¿Qué tal fue la charla? —quiso saber Hanson.

—Mira, mejor lo dejamos, ¿vale? —atajó Wallander iracundo para, al punto, lamentar que Hanson hubiese tenido que convertirse en la víctima de su mal humor de aquella mañana—. Estoy cansado —adujo a modo de disculpa.

—¿Y quién coño no lo está? —replicó Hanson—. Sobre todo cuando hay que leer estas cosas.

Hanson llevaba un diario en la mano. Wallander pensó que debería interrumpirlo de inmediato, pues no tenían tiempo que perder departiendo sobre lo que Hanson había leído en un periódico. Sin embargo, no lo hizo, sino que se sentó en su lugar habitual.

—La ministra de Justicia se ha pronunciado —anunció Hanson—. «Se está llevando a cabo una reestructuración necesaria de la actividad policial en el país. Se trata de una labor de reforma que ha implicado grandes esfuerzos, pero la policía va por buen camino».

Hanson arrojó el periódico sobre la mesa con una expresión amarga.

—¿Por buen camino? ¿Qué cojones quiere decir eso? Deambulamos en torno a una encrucijada sin tener idea de adonde nos dirigimos. No dejan de llegarnos instrucciones sobre las nuevas prioridades. Por el momento son los homicidios, las violaciones, los delitos relacionados con la infancia y los delitos económicos, pero ¿y mañana? Nadie lo sabe.

—Ya, pero no es ése el problema —objetó Martinson—. La cuestión es que todo sucede tan aprisa que resulta difícil determinar qué es lo que no es una prioridad en cada momento. Pero puesto que no cesan de re cortar el presupuesto y las dotaciones, lo que deberían hacer es indicarnos cuáles son los campos de los que no debemos preocuparnos.

—Sí, lo sé —convino Wallander—. Pero también sé que aquí, en Ystad, tenemos en estos momentos cuatrocientos sesenta y cinco casos sin resolver. Y no quiero que éste sea otro.

Dicho esto, dejó caer las manos sobre la mesa en señal de que la pausa de las lamentaciones había llegado a su fin. Bien sabía él, mejor que nadie, que tanto Martinson como Hanson tenían razón. Pero, al mismo tiempo, ante la adversidad se sentía embargado de una voluntad inquebrantable de apretar los dientes y seguir adelante con el trabajo.

Claro que aquello podía deberse, pensaba, al hecho de que estuviese empezando a sentirse tan agotado que ya no le quedaban fuerzas para protestar cuando, a intervalos cada vez más breves, se anunciaban nuevas reformas en la policía.

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