Sus padres ya dormían. Un denso silencio se había apoderado de Lóderup. Y Martinson no se percató de que el muchacho grababa en sus ordenadores parte de la información a la que había logrado acceder en el aparato de Falk. Así pues, volvió a conectar sus dos ordenadores y comenzó a revisar los archivos una vez más en busca de nuevas vías de acceso; a la caza de otras grietas en el cortafuegos.
Una borrasca había ido cerniéndose sobre Luanda a lo largo de la tarde.
Carter se había dedicado a leer un informe en el que, con mirada critica, se examinaba la actuación del Fondo Monetario Internacional en algunos países del este africano. El análisis era duro y estaba bien formulado. El propio Carter no lo habría redactado mejor. Y aquello le había reafirmado en su convicción: ya no había otra salida; ningún cambio radical se cosecharía mientras se mantuviese el sistema financiero mundial.
Cuando dejó el informe, se apostó junto a la ventana a contemplar los rayos que rasgaban el firmamento. Los vigilantes nocturnos se acuclillaban en las sombras, al abrigo de un improvisado refugio.
A punto estaba de irse a la cama cuando un presentimiento lo hizo dirigirse al despacho. El aire acondicionado emitía su sordo silbido.
Nada más entrar, comprobó en la pantalla que alguien estaba irrumpiendo en su servidor. Sin embargo, se había producido cierto cambio.
Se sentó ante la pantalla y, tras unos minutos, comprendió de qué se trataba.
En efecto, de repente, ese alguien se había descuidado.
Carter se secó las manos con un pañuelo.
Hecho esto, se dio a la caza de la persona que amenazaba con desvelar el secreto.
Wallander se quedó en casa hasta cerca de las diez de la mañana del jueves. Se despertó temprano tras haber disfrutado de un sueño reparador. Era tal la satisfacción que experimentaba por haber dormido sin interrupciones durante toda una noche, que enseguida sintió un punto de cargo de conciencia ante el convencimiento de que, en lugar de descansar, debería haber estado trabajando. Tendría que haberse levantado a las cinco de la mañana, se decía, y haber invertido las primeras horas matinales en hacer algo útil. Él solía preguntarse de dónde procedía esta inclinación por el trabajo. Su madre había sido siempre ama de casa y jamás le oyó una queja por no tener una vida laboral fuera del hogar. O, al menos, él no lo recordaba.
En cuanto a su padre, tampoco había abordado jamás ninguna empresa que lo llevase a transgredir el límite que él mismo se había propuesto como deseable. En las contadas ocasiones en que había recibido encargos de mayor envergadura, solía mostrarse irritado ante la idea de no poder pintar a su propio ritmo. Después, cuando alguno de aquellos señores trajeados llegaba para retirar el pedido, todo volvía de inmediato al cadencioso compás habitual. Cierto que solía acudir a su taller muy temprano cada mañana, y que allí permanecía hasta bien entrada la noche, sin compartir con el resto de la familia más que tas pausas para las comidas. Pero Wallander, que gustaba de mirar a hurtadillas por la ventana, había descubierto en más de una ocasión que su padre no siempre se hallaba trabajando ante el caballete. Antes al contrario y según él mismo había comprobado, pasaba más de un rato tendido sobre un sucio colchón, entregado bien al sueño, bien a la lectora. Incluso lo había visto sentado ante la desvencijada mesa de su lugar de trabajo, haciendo solitarios. De modo que al inspector no le resultaba fácil identificarse con ninguno de sus progenitores por lo que a su actitud ante el trabajo se refería. En el físico, sin embargo, se parecía cada vez más a su padre, por más que su energía interior se componía, sin duda, de una serie de furias malévolas siempre insatisfechas.
Hacia las ocho de la mañana, llamó a la comisaría, donde sólo pudo contactar con Hanson. Dedujo que los demás miembros del grupo de investigación estaban ocupados en llevar a término sus respectivos cometidos, por lo que decidió que la reunión matinal bien podía aplazarse hasta el mediodía. Bajó a la lavandería de su edificio y comprobó, sorprendido, que estaba vacía y que nadie se había inscrito para las próximas horas, así que anotó allí su nombre rápida-mente y volvió al apartamento para recoger la primera tanda de ropa sucia.
Cuando, tras haber puesto en marcha la lavadora, subió de nuevo a buscar más ropa, encontró que había una carta en el suelo del vestí bulo. El sobre no llevaba remite y el nombre y la dirección de Wallander estaban escritos a mano. La dejó sobre la mesa de la cocina en la creencia de que sería alguna invitación o algún colegial interesado en cartearse con un policía. De hecho, no era insólito que le dejasen correspondencia directa, sin mediación del servicio de Correos. Tendió las sábanas a secar en el balcón y comprobó que las temperaturas había vuelto a bajar, aunque aún no había escarcha por las mañanas. Soplaba una leve brisa y una capa de nubes pendía sobre el cielo de la ciudad. Así pues, no se decidió a abrir la carta hasta algo más tarde, cuando se sentó a tomar la segunda taza de café de la mañana. Entonces descubrió que, dentro del sobre, había otro sobre cerrado y más pequeño, éste sin el nombre del destinatario. Lo abrió para leerlo. Al principio no comprendió nada, pero al final cayó en la cuenta de que, efectivamente, acababa de recibir una respuesta al anuncio que había enviado al periódico para la agencia de contactos Datamotet. Dejó la carta a un lado, dio unas cuantas vueltas alrededor de la mesa y volvió a leer la misiva.
La mujer que le escribía se llamaba Elvira Lindfeldt, pero a él se le ocurrió que la llamaría Elvira Madigan
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. Su corresponsal no había incluido en el sobre ninguna fotografía, pero el inspector decidió imaginar que sería sin duda muy hermosa. Tenía una letra derecha y clara, sin torceduras ni garabatos. Según decía, el periódico le había hecho llegar a ella el anuncio que él había enviado para Datamotet. Y ella lo había leído, le había resultado interesante y había contestado enseguida. Además, le hacía saber que tenía treinta y nueve años, también estaba separada y residía en Malmo. Trabajaba en una compañía de transportes llamada Heinemann Nagel y concluía el mensaje con su número de teléfono, con la esperanza, según confesaba, de que no tardarían en verse. Wallander se sentía como un lobo hambriento que, por fin, daba alcance a una presa. Lo invadía un acuciante deseo de llamarla de inmediato, pero se contuvo y, en cambio, optó por desechar la carta, persuadido de que el encuentro estaba abocado al más estrepitoso fracaso pues, según sospechaba, ella quedaría decepcionada al verlo tras habérselo imaginado distinto a como en realidad era.
Por si fuera poco, no tenía tiempo, inmerso como estaba en una de las investigaciones de asesinato más complejas de cuantas había tenido a su cargo. Dio unos cuantos paseos más en torno a la mesa para llegar finalmente a la certeza de lo absurdo que había sido enviar aquel anuncio a la agencia Datamotet. Tomó la carta, la hizo trizas y la arrojó a la basura. Hecho esto, se dispuso a procesar todas las hipótesis que había diseñado la noche anterior, tras la llamada de Ann-Britt. Antes de salir camino de la comisaría, bajó a recoger la colada y a poner otra lavadora. Lo primero que hizo al llegar al trabajo fue dejarse una nota donde se recordaba a sí mismo que tenía que sacar la ropa de la lavadora y de la secadora a las doce, a más tardar. En el pasillo, se cruzó con Nyberg, que llevaba una bolsa de plástico en la mano.
—Hoy obtendremos algunos resultados definitivos —anunció el técnico—. Entre otras cosas, hemos estado comprobando un montón de huellas dactilares por si aparecen en varios escenarios de forma recurrente.
—¿Qué fue lo que pasó exactamente en la sala de máquinas del transbordador?
—No puedo decir que envidie al forense. El cuerpo estaba tan aplastado que no creo que quedase un solo hueso entero. Ya lo viste tú mismo.
—Sonja Hókberg estaba muerta o inconsciente cuando la dejaron en la estación de transformadores —le recordó Wallander—. La cuestión es si no ocurriría otro tanto con Jonas Landhal. Si es que era él.
—Sí, sí, era él —confirmó raudo Nyberg.
—O sea, que se ha comprobado.
—Exacto. Al parecer, fue posible identificarlo por un lunar de lo más curioso que tenía en el tobillo.
—¿Quién se ocupó de que identificaran el cadáver?
—Creo que fue Ann-Britt. Al menos, fue ella quien me lo comunicó.
—Entonces, no cabe la menor duda de que era él, ¿no?
—Así lo interpreté yo. Por lo visto, también habían logrado dar con los padres.
—Bien, una incógnita menos —se alegró Wallander—. Primero Sonja Hokberg y luego su novio.
Nyberg pareció sorprendido.
—¿¡Cómo!? Yo pensaba que sospechabais que fue él quien la asesinó. En tal caso, su muerte debería interpretarse como un suicidio, ¿no? Por más que sea una forma insensata de quitarse la vida.
—Ya, bueno… Puede haber más opciones —señaló Wallander—. Pero lo importante por ahora es que sepamos con certeza que era él.
El inspector se encaminó a su despacho. Acababa de quitarse la cazadora y empezaba ya a lamentar el haber roto la carta de Elvira Lindfeidt cuando sonó el teléfono. Lisa Holgersson quería verlo lo antes posible. Embargado de un sinfín de malos presentimientos, se dirigió al despacho de la comisaria jefe. En condiciones normales, le gustaba hablar con ella, pero, desde que la comisaría le había mostrado su desconfianza manifiesta hacía poco más de una semana, él procuraba evitar encontrarse con ella, convencido de que no podrían invocan el buen tono que solía existir entre ambos. Lisa estaba sentada tras su escritorio y lucía una sonrisa imperceptible y algo forzada que en nada recordaba a aquella otra tan sincera y habitual en ella. Wallander tomó asiento preparado, gracias a su enojo, a responder a los ataques, cualquiera que fuera su naturaleza.
—Bien, iré derecha al grano —comenzó ella—. La investigación interna iniciada a propósito de lo sucedido entre Eva Persson, su madre y tú está ya en marcha.
—¿A cargo de quién?
—De un hombre de Hássleholm.
—¿Un hombre de Hássleholm? Suena como el título de una serie de televisión.
—Es agente de la brigada judicial. Además, se ha presentado una denuncia contra ti y, por cierto, contra mí también, ante la comisión de Justicia.
—Pero tú no le diste ninguna bofetada a la chica, ¿no?
—No, pero soy responsable de lo que sucede aquí.
—¿Quién ha presentado la denuncia?
—El abogado de Eva Persson. Un tal Klas Harrysson.
—Bien, bueno es saberlo —aseguró Wallander al tiempo que se ponía en pie. Estaba terriblemente irritado y no tenía la menor intención de permitir que se disipase la energía con que había comenzado aquella mañana.
—Aún no he terminado.
—Ya, es que tenemos una investigación muy complicada de la que hacernos cargo…
—Estuve hablando con Hanson esta mañana. Y estoy al corriente de lo que está pasando.
«¡Vaya, Hanson no me comentó nada de eso cuando hablé con él por teléfono!», exclamó para sí, de nuevo presa de la desagradable sensación de que sus colegas actuaban a sus espaldas o, al menos, no le contaban toda la verdad.
Wallander se dejó caer pesadamente sobre la silla.
—Ésta es una situación difícil —puntualizó ella.
—Bueno, en realidad, no tanto —la interrumpió Wallander—. Lo que sucedió en aquella sala entre Eva Persson, su madre y yo fue exactamente lo que yo dije desde el principio. Yo no he modificado ni una sola palabra de mi declaración y debe de notarse que ni transpiro ni me inquieto ni me indigno siquiera al hablar de ello. Lo único que me altera es que no me creas.
—¿Y qué quieres que haga?
—Sólo quiero que me creas.
—Pero tanto la muchacha como su madre sostienen otra versión de los hechos. Y ellas son dos.
—Podrían haber sido mi! Tú tendrías que haber dado crédito a mis palabras, no a las suyas. Además, ellas tienen motivos para mentir.
—Tantos como tú.
—¿Yo? ¿Por qué habría de mentir yo?
—Si la golpeaste sin razón.
En este punto, Wallander se levantó por segunda vez, con más vehemencia en esta ocasión.
—Me ahorraré los comentarios sobre lo que acabas de decir. Pero has de saber que lo interpreto como una clara ofensa.
Ella hizo amago de protestar, pero él volvió a interrumpirla.
—¿Alguna otra cosa que decir?
—Pues sí, sigo sin haber terminado.
Wallander permaneció en pie en esta ocasión. La tensión y la aspereza se respiraban en el ambiente. Pero él no tenía intención de ceder un ápice. Lo único que deseaba era salir de allí cuanto antes.
—Verás, resulta que la gravedad de la situación es tal que debo adoptar una medida muy concreta —explicó Lisa Holgersson—. Mientras la investigación interna esté en curso, quedarás suspendido de tus funciones.
Wallander escuchó sus palabras y las comprendió a la perfección.
De hecho, tanto el ya fallecido Svedberg como Hanson habían quedado temporalmente suspendidos del servicio en sendas ocasiones mientras se desarrollaban las investigaciones internas correspondientes a supuestos delitos de agresión cometidos por ellos. Wallander recordaba haber estado convencido de que las acusaciones eran falsas en el caso de Hanson. En cuanto a Svedberg, tuvo sus dudas… Sin embargo, en ninguno de los dos casos estuvo de acuerdo con Bjórk, entonces comisario jefe, sobre la conveniencia de impedir que los dos colegas continuasen con su trabajo, pues consideraba que no era de su competencia el declararlos culpables antes de que la investigación interna hubiese concluido.
De repente, la ira abandonó su espíritu y le embargó la calma más absoluta.
—Puedes hacer lo que quieras —declaró—. Pero si me suspendes del servicio, presento mi dimisión en el acto.
—Eso suena como una amenaza.
—Me importa dos cojones cómo lo interpretes, pero te aseguro que lo haré. Y no retiraré esa dimisión cuando lleguéis a la conclusión de que eran ellas las que mentían y yo quien decía la verdad.
—Piensa que la fotografía es una circunstancia en tu contra.
—Ya, bueno. Yo creo que en lugar de escuchar a Eva Persson y a su madre, el hombre de Hásslehoím y tú deberíais investigar si el individuo que tomó la fotografía no estaba haciendo algo ilegal cuando se paseaba por nuestros pasillos.
—Me gustaría que te mostrases más colaborador en lugar de amenazar con despedirte.