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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (51 page)

BOOK: Cortafuegos
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—Me figuro que, en estos momentos, el transbordador estará vacío, que no habrá quedado ningún coche, ¿no? —inquirió Wallander.

Sund llevaba en la mano un radioteléfono y lo utilizó para ponerse en contacto con la cubierta de vehículos. Un carraspeo se dejó oír junto con la respuesta:

—Todos los vehículos han salido del barco y la cubierta está vacía —afirmó.

—¿Qué hay de los camarotes? ¿No habrán encontrado ninguna maleta olvidada?

Sund se marchó, dispuesto a averiguar si era así. Hanson tomó asiento y Wallander reconoció que había sido extremadamente exhaustivo a la hora de recabar la información sobre lo sucedido.

Según sus pesquisas, cuando el transbordador salió de la ciudad de Swinoujscie, la duración estimada de la travesía hasta Ystad era de unas siete horas. Wallander quiso saber si los maquinistas habían podido determinar la hora aproximada a la que el cuerpo fue a caer en los ejes de la hélice. ¿Cabía la posibilidad de que hubiese ocurrido mientras el transbordador estaba aún atracado en aguas polacas, o habría ocurrido poco antes de que notasen las primeras anomalías? Pero Hanson, que ya les había hecho la misma pregunta a los maquinistas, cuyas respuestas, por otro lado, coincidieron, le aclaró que, según ellos, el cuerpo podría haber caído allí mientras estaban en Polonia.

Aparte de aquella información, no tenían mucho más que añadir Nadie había visto nada ni parecía haber reparado en Landahl A bordo de la nave viajaban unos cien pasajeros, la mayor parte de ellos camioneros polacos. Además, había una delegación de representantes de la industria sueca del cemento que había estado de visita en Polonia con el fin de realizar un estudio sobre futuras inversiones.

—Necesitamos saber si Landahl iba solo o acompañado —aseguró Wallander una vez que Hanson hubo concluido—. Eso es lo más importante. Necesitamos, además, una fotografía de Landahl. Alguien tendrá que hacer un viaje de ida y vuelta en el transbordador y mostrar la fotografía a los trabajadores del barco por si alguno lo reconoce.

—Sólo espero que no me mandes a mí: yo me mareo muchísimo en alta mar.

—Pues elige tú mismo al afortunado. Busca a un cerrajero y vete a la casa de Snapphanegatan para recoger la fotografía del chico. Después, pregunta a la persona que trabaja en la ferretería si reconoce en ella a Jonas Landhal —ordenó Wallander.

—¿Te refieres al chico que se llama Ryss?

—Exacto. Supongo que habrá visto a su rival en alguna ocasión, ¿no?

—El barco sale mañana, a las seis de la mañana.

—Pues déjalo todo listo esta misma noche —le advirtió el inspector.

Hanson estaba ya a punto de marcharse, cuando a Wallander se le ocurrió otra pregunta.

—¿Había algún pasajero asiático en el transbordador?

Ambos comenzaron a buscar en la lista que les había proporcionado Martinson, pero no vieron ningún nombre asiático.

—Bien, pues quien vaya mañana a Polonia tendrá que preguntar si alguien vio a bordo a un pasajero de aspecto oriental.

Hanson se fue, pero Wallander y Martinson permanecieron sentados aún un instante, transcurrido el cual apareció Susann Bexell, que fue a hacerles compañía. El rostro de la forense era de una palidez extrema.

—Jamás había visto nada parecido —aseguró—. Primero, una chica carbonizada en unas instalaciones de alta tensión. Y ahora, esto.

—¿Podemos presuponer que se trata de un hombre joven? —quiso saber Wallander.

—Sin lugar a dudas.

—Pero imagino que no puedes aventurar la causa ni la hora de la muerte, ¿no es así?

—¡Tú mismo has visto el aspecto que tenía aquello! Ese pobre chico está totalmente machacado. Uno de los bomberos llegó a vomitar. Y la verdad es que lo comprendo.

—¿Sabes si Nyberg sigue allí?

—Creo que sí.

Susann Bexell se marchó y el capitán Sund no había vuelto aún cuando el teléfono de Martinson empezó a sonar. Era Lisa Holgersson, que llamaba desde Copenhague. Martinson le tendió el teléfono a Wallander, pero éste lo rechazó con un gesto.

—No, habla tú con ella.

—¿Y qué le digo?

—Pues la verdad. ¿Qué le vas a contar si no?

Wallander se levantó y se puso a recorrer la cafetería desierta. La muerte de Landahl había obstruido una vía que parecía practicable, pero lo que más lo inquietaba era la sospecha de que podían haberla evitado. Si Landahl había huido porque tenía miedo, porque otra persona, y no él, había cometido un crimen…

Wallander se reprochaba no haber reflexionado a conciencia y haberse contentado con el motivo más fácil en lugar de establecer desde el principio varias teorías alternativas. Ahora Landahl estaba muerto y, aunque no estaba seguro, se preguntaba si no habría sido posible evitarlo.

Martinson concluyó su conversación y el inspector regresó a la mesa.

—Te aseguro que no parecía estar del todo sobria… —le confió Martinson.

—¿Y qué quieres? Está en una fiesta de jefes de policía —le recordó—. En cualquier caso, ahora ya está al corriente de lo que nos traemos entre manos.

En ese momento, el capitán Sund entró en la cafetería.

—Bueno, pues resulta que se han olvidado una maleta en uno de los camarotes.

Los dos agentes se pusieron en pie al mismo tiempo, dispuestos a seguir al capitán a través de los inestables pasillos, hasta que llegaron a un camarote donde aguardaba una mujer polaca que vestía el uniforme de la compañía naviera y que no hablaba muy bien el sueco.

—Según la lista de pasajeros, este camarote había sido reservado alguien llamado Jonasson.

Wallander y Martinson intercambiaron una mirada elocuente.

—¿Hay alguien que pueda describir a esa persona?

El capitán hablaba el polaco casi con la misma fluidez que su pro pió dialecto de Dalarna, y le preguntó a la mujer en su lengua, pero tras haberlo escuchado, ella negó con un gesto.

—¿Reservó el camarote él solo?

—Así es.

Wallander entró en el habitáculo, que era de dimensiones muy reducidas y no tenía ojos de buey. El inspector se estremeció ante la sola idea de tener que pasar una noche de tormenta encerrado en semejante reducto. Sobre la litera que había fijada a la pared había una maleta con ruedas. Martinson le dio a Wallander un par de guantes de plástico, que éste se enfundó antes de abrirla. Pero, contra todo pronóstico, ésta estaba vacía. En vano rebuscaron por el camarote.

—Nyberg tendrá que echarle un vistazo —afirmó cuando ya habían perdido toda esperanza de encontrar nada—. Y el taxista que llevó a Landahl al transbordador también. Puede que la reconozca.

Wallander salió de nuevo al pasillo mientras Martinson daba instrucciones al capitán para que no limpiasen aquel camarote. Entretanto, el inspector observaba las puertas de los camarotes situados a uno y otro lado de aquél, el trescientos nueve y el trescientos once. Ante ambas puertas yacía un bulto de toallas y sábanas.

—Intenta averiguar quiénes ocupaban estos camarotes —ordenó—. Es posible que hayan oído algo, o que hayan visto a alguien salir o entrar.

Martinson tomó nota en su bloc antes de ponerse a hablar con la mujer polaca. Como en tantas otras ocasiones, Wallander le envidió su buen inglés. El suyo era, desde luego, pésimo, e incluso Linda solía burlarse de él cuando viajaban juntos al extranjero, por su deficiente pronunciación. El capitán Sund acompañó a Wallander escaleras arriba.

Se acercaba ya la medianoche.

—¿Me permites que te invite a una copa después de este plato tan exquisito? —preguntó el capitán.

—Lo siento, no puede ser —repuso Wallander.

En ese momento, el radioteléfono de Sund volvió a carraspear. El hombre contestó y, tras disculparse, se marchó. Wallander se sintió aliviado al verse solo. Le remordía la conciencia. Se preguntaba, en efecto, si Landahl no habría estado aún con vida de haber razonado él de otro modo. No obstante, sabía que no había respuesta; tan sólo aquella monódica acusación que él dirigía contra sí mismo y ante la que no encontraba el modo de defenderse.

Veinte minutos más tarde, apareció Martinson de nuevo.

—En el camarote trescientos nueve se alojaba un noruego llamado Larsen que a estas horas estará en su coche camino de Noruega. Pero tengo el número de teléfono de su domicilio en la ciudad de Moss. El trescientos once lo ocupaba una pareja de Ystad, el señor y la señora Tomander.

—Bien, mañana mismo hablarás con ellos —le advirtió Wallander—. Por si acaso.

—Me topé con Nyberg en la escalera y tenía manchas de grasa hasta la cintura. Pero me prometió venir a ver el camarote en cuanto se hubiese puesto un mono limpio.

—Bien, aunque me pregunto si avanzaremos mucho más esta noche —se lamentó Wallander.

Fueron juntos a través de la solitaria terminal. Unos jóvenes dormían a pierna suelta sobre un par de bancos. Las ventanillas de venta de billetes estaban cerradas. Cuando llegaron al coche de Wallander, se despidieron.

—Mañana hemos de estudiarlo todo desde el principio —aseguró—. Nos vemos a las ocho.

Martinson lo observaba atento.

—¿Te ocurre algo? Pareces preocupado.

—Y lo estoy. Como siempre que no alcanzo a comprender lo que está sucediendo.

—¿Sabes algo de la investigación interna?

—No, no he oído nada más al respecto. Ni tampoco he recibido más llamadas de periodistas. Pero eso quizá dependa de que suelo tener el teléfono de casa desconectado.

—Es triste que ocurran esas cosas —comentó Martinson.

Wallander intuyó que las palabras de Martinson tenían un doble sentido y no sólo se puso en guardia enseguida sino que, además, se enojó.

—¿Qué quieres decir exactamente?

—Pues eso, que es lo que más solemos temer, que perdamos el control y nos dé por agredir al personal, ¿no?

—Le di una bofetada para proteger a su madre.

—Ya. Pero aun así…

«¡Vaya! Él no me cree», constató para sí ya sentado ante el volante. «Tal vez nadie lo haga».

Aquel pensamiento lo conmocionó por dentro, jamás le había ocurrido algo semejante; jamás se había sentido traicionado o, al me nos, abandonado por sus colegas más próximos. Permaneció sentado en el coche, sin poner el motor en marcha. De repente, aquel sentimiento dominaba sobre todos los demás. Incluso sobre el que le provocaba la imagen del joven que había muerto destrozado bajo el eje de una hélice.

Y, por segunda vez durante aquella semana, se sintió herido y lleno de amargura. «¡Bah, me retiro!», exclamó para sí. «Entregaré mi solicitud de despido mañana mismo. Y que se las arreglen ellos solos para aclarar este maldito caso».

Cuando llegó a casa, aún se sentía indignado; tanto más cuanto que no vela el fin de la acalorada conversación que, mentalmente, había entablado con Martinson.

Y, de hecho, le costó conciliar el sueño.

A las ocho de la mañana del miércoles se hallaban todos en la sala de reuniones. Incluido Víktorsson y hasta Nyberg, que aún llevaba restos de grasa en los dedos. Wallander se había despertado con un estado de ánimo algo más halagüeño que el que sufría en el momento de dormirse, por lo que había mudado de parecer y ya no pensaba dejar su puesto de trabajo ni dar lugar a un enfrentamiento con Martinson. En todo caso, aguardaría hasta que los resultados de la investigación interna demostrasen lo que en verdad había ocurrido en aquella sala de interrogatorios. Después, escogería el momento más adecuado para hacer partícipes a sus colegas de la opinión que le había merecido su desconfianza.

De modo que examinaron con detenimiento los sucesos de la noche anterior. Martinson ya había hablado con el señor Tomander, pero ni él mismo ni su mujer habían visto ni oído nada en el camarote contiguo. El noruego llamado Larsen, vecino de Moss, aún no había llegado a casa. La mujer que respondió al teléfono y que debía de ser la señora Larsen le había asegurado, no obstante, que esperaba el regreso de su marido aquella misma mañana.

Wallander, por su parte, desarrolló las dos teorías que había elaborado durante su conversación con Martinson. Nadie parecía tener objeción alguna que oponer y la reunión del grupo de investigación se desarrollaba a un ritmo lento y metódico. Sin embargo, Wallander percibía la urgencia que todos sentían por volver cuanto antes a sus respectivos cometidos.

Cuando por fin terminaron, Wallander estaba resuelto a concentrar todas sus energías en la persona de Tynnes Falk. En efecto, hasta tal punto estaba convencido de que aquel hombre era el origen de todo el enredo. Les quedó, eso sí, por determinar la relación existente entre el asesinato del taxista y el resto de los acontecimientos. Las cuestiones cuyas respuestas Wallander se había propuesto encontrar eran bien sencillas: ¿qué fuerzas misteriosas debieron de desencadenarse la noche en que Falk cayó muerto durante su paseo nocturno, justo en el momento en que acababa de obtener el comprobante de un cajero automático? ¿Habría sido aquélla una muerte natural? Llamó de nuevo a la sección de Patología de Lund y no cejó en su empeño hasta que logró hablar con el forense que había practicado la autopsia. ¿Cabía la posibilidad de que, pese a todo, Falk hubiese fallecido víctima de algún acto violento? ¿Habían examinado todas las opciones? Llegó incluso a llamar al doctor Enander, el médico que había ido a visitarlo a la comisaría. Las opiniones de las causas que podían considerarse como verosímiles y las que ni siquiera eran discutibles se enfrentaban entre sí. Pero, al final, cuando ya pasado el mediodía Wallander se sentía tan hambriento que le crujía el estómago, decidió que había suficientes elementos de juicio como para asegurar que la muerte se había debido a causas naturales. Pese a todo, era incuestionable que aquella muerte natural ante un cajero había puesto en marcha una serie de procesos diversos.

Se hizo con un bloc escolar y anotó:

«Falk».

«Visones».

«Angola».

Tras contemplar un instante lo que había plasmado en el papel, añadió aún otra línea:

«20».

Hecho esto, se quedó mirando fijamente aquellas palabras, que parecían agotarse en sí mismas. ¿Qué era lo que su mente era incapaz de ver con claridad? Con el fin de paliar su irritación y su impaciencia, salió de la comisaría para dar un paseo y despejarse. Se detuvo a almorzar en una pizzería antes de regresar a su despacho y, a las cinco de la tarde, estaba ya dispuesto a abandonar. Por alguna razón, no conseguía ver a través de los acontecimientos para vislumbrar el móvil, aquella guía que tanto necesitaban. No, no lograba acceder a aquel punto.

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