Lo despertó el zumbido del teléfono. Al principio, no sabía ni dónde estaba ni qué hora era. Contestó a la llamada, que procedía de la comisaría.
—Han dado la alarma desde uno de los transbordadores que se dirigen hacia Ystad —anunció el agente de guardia.
—¿Qué ha ocurrido?
—Al parecer, tuvieron complicaciones en el eje de una de las hélices. Y, cuando intentaron localizar el fallo, encontraron también la causa.
—¿Qué era?
—Han encontrado un cadáver en la sala de máquinas.
Wallander contuvo la respiración.
—¿Dónde está ahora el transbordador?
—A unos minutos del puerto.
—Voy para allá.
—¿Quieres que llame a alguien más?
Wallander reflexionó un instante.
—Sí, a Martinson y a Hanson. Y también a Nyberg. Diles que nos veremos en la terminal.
—¿Alguien más?
—Avisa a Lisa Holgersson.
—Está en Copenhague, en un congreso de la policía.
—Me importa un bledo. Llámala.
—¿Y qué le digo?
—Que un sospechoso de asesinato está a punto de volver a Suecia desde Polonia. Pero que, por desgracia, está muerto.
El inspector concluyó la conversación con la certeza de que ya no tendría que elucubrar más acerca del paradero de Jonas Landahl.
Veinte minutos más tarde, reunidos en la terminal, esperaban abatidos a que el gran transbordador atracase en el muelle.
Cuando Wallander bajó por la escalerilla que conducía a la sala de máquinas, lo hizo con la sensación de estar descendiendo al mismo infierno. Por más que la embarcación yacía inmóvil junto al muelle y que no se oía ya más que un sordo zumbido, él estaba persuadido de que lo que lo aguardaba allá abajo no era sino el averno. Un alteradísimo primer oficial y dos maquinistas no menos pálidos los recibieron en el barco. Wallander sabía ya que el cuerpo que flotaba en las aguas oleosas estaría tan destrozado que sería imposible reconocerlo. Alguien, quizá Martinson, lo había informado de que la forense estaba en camino. Y el coche de bomberos con personal de salvamento ya había acudido a la terminal de transbordadores.
Pero, pese a todo, era Wallander quien debía bajar primero. Martinson prefería no hacerlo en absoluto y Hanson no había llegado todavía. Wallander le pidió a Martinson que intentase hacerse una idea de lo sucedido, con la promesa de que Hanson le ayudaría tan pronto como apareciese.
Dicho esto, se puso en marcha, seguido muy de cerca por Nyberg. Descendieron por la escalerilla, acompañados por el maquinista que había descubierto el cadáver, que había recibido órdenes de guiarlos. En el último tramo, los desvió hacia la popa de la embarcación. Wallander se sorprendió de que la sala de máquinas fuese tan amplia. El maquinista se detuvo junto a la última escalerilla y señaló las profundidades. Wallander descendió. Cuando se encontraban en el último peldaño, Nyberg le pisó la mano. Wallander lanzó una maldición dé dolor y estuvo a punto de perder el equilibrio, pero logró mantenerse Finalmente, llegaron abajo y allí, en la sentina de aguas relucientes por el aceite, estaba el cuerpo.
El maquinista no había exagerado lo más mínimo. Wallander experimentó la sensación de que aquello que contemplaba no era, en el fondo, una persona. Era como si alguien hubiese arrojado al fondo del barco el cuerpo de un animal recién sacrificado. Nyberg lanzó un rugido a su espalda y Wallander creyó entender que el técnico gritaba algo así como que quería jubilarse de inmediato. El inspector, por su parte, estaba atónito, pues ni siquiera se había mareado. Durante su vida como policía, se había visto obligado a soportar espectáculos tremendos. Restos humanos tras violentas colisiones de vehículos, o los cuerpos de personas que habían yacido muertas en sus casas durante meses o años… Pero aquello era, ciertamente, de lo peor a lo que se había enfrentado nunca. En la pared del dormitorio donde halló la librería inclinada había una fotografía de Jonas Landahl. Un chico joven de aspecto normal. Ante aquella visión, Wallander intentaba ahora dilucidar si debía dar por confirmados los temores que empezó a albergar en cuanto sonó el teléfono. ¿Serían los restos de Landahl aquello que flotaba en el aceitoso líquido? El rostro estaba deshecho casi por completo, reducido a un sangriento muñón sin rasgos perceptibles.
El chico de la fotografía tenía el cabello rubio. Y la cabeza que sobresalía allá abajo, a sus pies, casi por completo desgajada del cuerpo, conservaba aún algunos mechones que ni se habían desprendido del cuero cabelludo ni se habían impregnado de aceite. Y aquellos mechones eran rubios. Wallander estaba seguro, aun sin poder probar nada, de que era Landahl. Se hizo a un lado para permitir que Nyberg viese el cuerpo y, en ese preciso momento, apareció la forense, Susann Bexell, escaleras abajo acompañada de dos bomberos.
—¿Cómo cojones pudo ir a parar ahí abajo? —rugió Nyberg.
Pese a que las máquinas estaban en ralentí, se vio obligado a gritar para hacerse oír. Wallander negó con un gesto, sin pronunciar palabra. Entonces sintió que debía salir de allí, alejarse de aquella pesadilla cuanto antes para poder pensar con claridad. Dejó a Nyberg, a la forense y a los bomberos y subió de nuevo por la escalerilla hasta llegar a cubierta, donde pudo, por fin, respirar hondo. De repente, sin saber cómo, se dio cuenta de que Martinson estaba a su lado.
—¿Qué tal?
—Peor de lo que puedas imaginar.
—¿Es Landahl?
No habían intercambiado ningún comentario acerca de aquella posibilidad, pero era evidente que Martinson también la había contemplado. El cuerpo de Sonja Hokberg en la central transformadora había provocado un corte de electricidad. Landahl moría bajo la sala de máquinas de uno de los transbordadores que iban a Polonia.
—Es imposible decirlo a simple vista —explicó Wallander—. Pero creo podemos dar por supuesto que es Jonas Landahl.
Dicho esto, intentó rehacerse y organizar el trabajo policial. Martinson había sido informado de que el transbordador debía partir de nuevo a la mañana siguiente, por lo que para entonces la inspección técnica había de quedar terminada y el cuerpo retirado del lugar.
—Pedí que me entregasen una copia de la lista de pasajeros —le adelantó Martinson—. El nombre de Jonas Landahl no figuraba en la de hoy.
—Es él —afirmó Wallander convencido—. Esté o no en esa lista, es él.
—Pues yo pensaba que, tras la catástrofe del Estonia, se habían endurecido las normas de control del número exacto de pasajeros y sus nombres.
—Ya, aunque puede haber subido a bordo bajo otro nombre —advirtió Wallander—. En cualquier caso, necesitamos esa lista de pasajeros. Y la de todos los componentes de la tripulación. Ya veremos si figura en ellas algún nombre que nos suene familiar o que podamos relacionar con el de Landahl.
—Es decir, que excluyes por completo la posibilidad de que haya sido un accidente, ¿estoy en lo cierto?
—Así es —repuso Wallander—. Es el mismo tipo de accidente que el ocurrido a Sonja Hókberg. Y los responsables son los mismos.
El inspector quiso saber si Hanson había llegado y Martinson le explicó que estaba hablando con el personal de la sala de máquinas.
Abandonaron la cubierta y pasaron al interior. La embarcación aparecía desierta. Tan sólo algunos miembros del personal de limpieza trabajaban en la gran escalinata que unía las diversas cubiertas. Wallander condujo a Martinson hasta la cafetería, que estaba tan solitaria como el resto de la embarcación. No había allí ni un alma, pero Wallander oyó el soniquete de los cacharros en la cocina. A través de los ojos de buey, se velan las luces de la ciudad de Ystad.
—Ve a ver si puedes conseguir un par de cafés —lo animó—. Tenemos que sentarnos a hablar.
Martinson se encaminó a la cocina mientras Wallander tomaba asiento ante una de las mesas, ¿Qué significaba que Jonas Landahl hubiese muerto? Poco a poco, fue construyendo en su mente las dos teorías provisionales que tenía intención de exponerle a su colega.
De repente, un hombre vestido de uniforme apareció junto a él.
—¿Podría explicarme por qué no ha abandonado usted la embarcación?
Wallander observó a aquel hombre de poblada barba larga y rostro enrojecido. En las hombreras lucía unas bandas amarillas. «Estos transbordadores son grandes», se dijo el inspector. «Seguro que no todo el mundo se ha enterado de lo ocurrido en la sala de máquinas».
—Soy policía —aclaró Wallander—. ¿Quién eres tú?
—Soy el tercer oficial de la nave.
—Muy bien. Pues ve a hablar con el capitán o con el primer oficial, y sabrás por qué estoy aquí.
El hombre pareció dudar, pero resolvió que lo más probable era que Wallander estuviese diciendo la verdad y no fuese un pasajero despistado, de modo que desapareció. En ese momento, apareció Martinson abriéndose paso con una bandeja a través de las puertas abatibles.
—Estaban comiendo —aclaró—. Y no sabían nada de lo ocurrido, aunque sí habían notado que la embarcación navegó a velocidad de crucero durante gran parte de la travesía.
—Sí. Por aquí ha pasado un oficial y tampoco él estaba enterado —comentó Wallander.
—¿No crees que hemos cometido un error?
—¿A qué te refieres?
—¿No deberíamos haber impedido que nadie abandonase el barco? Al menos, hasta que hubiésemos comprobado los nombres y revisado los vehículos.
Wallander comprendió que Martinson tenía razón, pero una operación de tal envergadura habría requerido la intervención de demasiadas personas. Por otro lado, dudaba de que les hubiese proporcionado ningún resultado positivo.
—Tal vez —repuso lacónico—. Pero ya es tarde.
—Yo soñaba con la mar cuando era joven —declaró Martinson.
—Claro, y yo también. Como todo el mundo, ¿no? —replicó el inspector antes de ir derecho al asunto—. Hemos de buscarle una interpretación a lo sucedido —comenzó—. Ya estábamos dispuestos a creer que fue Landahl quien condujo a Sonja Hókberg a la central transformadora antes de asesinarla. Y que ése fue el motivo por el que se marchó huyendo de su domicilio de la calle de Snapphanegatan. Pero resulta que ahora también él ha sido asesinado. Y la cuestión es en qué forma modifica el cuadro esa circunstancia.
—Es decir, que tú excluyes la posibilidad del accidente.
—¿Y tú no?
Martinson removió el café en la taza.
—A mi modo de ver, existen dos teorías probables —prosiguió Wallander—. Una, que Jonas Landahl acabase realmente con la vida de Sonja Hókberg por razones que ignoramos pero que intuimos que es-tan relacionadas con la necesidad de silenciar a la joven. Ella sabía algo Que Landahl no deseaba que saliese a la luz. Entonces Landahl se marcha, sin que nos sea dado determinar si lo hizo presa del pánico o según un plan prefijado. Y entonces él mismo resulta muerto, ya sea en venganza, ya porque el propio Landahl, de repente, constituye un riesgo para alguien que desea eliminar toda posible huella.
Wallander guardó silencio, pero Martinson no hizo comentarios por lo que el inspector continuó.
—La otra posibilidad es, claro está, que todo se haya desarrollado de modo distinto por completo, que sea un desconocido quien haya asesinado tanto a Sonja Hókberg como a Landahl.
—Pero, entonces, ¿cómo explicas que Landahl se marchase de forma tan precipitada?
—Pues porque se dio cuenta de lo sucedido a Sonja, se asustó e intentó desaparecer. Pero alguien lo alcanzó.
Martinson asintió y Wallander pensó que, en aquellos momentos, estaban dilucidando juntos una posible solución.
—Sabotaje y asesinato —sintetizó Martinson—. Electrocutan a Hokberg, cortando así el suministro en Escania. Y después arrojan a Landahl entre los ejes de las hélices.
—Recuerda lo que dijimos antes: primero los visones liberados; después el corte eléctrico; ahora un transbordador con destino a Polonia: ¿qué será lo siguiente?
Martinson movió la cabeza con resignación.
—Bien, pero todo esto es un despropósito —sentenció—. Puedo comprender lo de los visones. Me imagino a una banda de defensores de los animales que se oponen al uso comercial de las pieles y decide atacar. Incluso puedo explicarme lo del corte eléctrico como un deseo de demostrar el grado de vulnerabilidad de la sociedad en que vivimos. Pero ¿qué quieren demostrar provocando el caos en la sala de máquinas de un transbordador?
—Sí, es como un juego de dominó. Si una ficha cae, todo se derrumba, como una reacción en cadena. Falle era la primera ficha.
—¿Dónde encajas el asesinato de Lundberg?
—Sí, ése es el problema. No logro encajarlo. Lo que me está sugiriendo otra posibilidad.
—Que no debamos incluir a Lundberg en el pían general.
Wallander asintió, satisfecho al comprobar la rapidez mental del colega.
—En efecto. Ya nos ha ocurrido con anterioridad que nos hemos topado con dos sucesos que se interfieren de modo fortuito —le recordó Wallander—. Y, en general, nos ha costado detectar la colisión y nos hemos empeñado en que estaban relacionados cuando, en el fondo, todo era pura casualidad.
—¿Quieres decir que deberíamos establecer dos investigaciones distintas? Claro que Sonja Hókberg desempeña un papel importante en ambas.
—Exacto. Ésa es la cuestión —precisó Wallander—. Supón que no sea ése el caso, que sea todo lo contrario que su papel sea mucho menor de lo que hemos estado creyendo.
En ese preciso instante, Hanson entró en la cafetería y miró con envidia sus tazas de café. Iba acompañado de un hombre de cabello gris y mirada cálida, cuyas hombreras estaban repletas de bandas amarillas. Wallander se puso en pie y saludó al que le presentaron como capitán Sund. Para su sorpresa, Sund se expresaba en un dialecto que Wallander reconoció como propio de la región de Dalarna.
—¡Es terrible! —se lamentó Sund.
—Nadie ha visto nada —explicó Hanson—. Pero de algún modo debió de llegar Landahl hasta la sala de máquinas.
—En otras palabras, no hay testigos.
—No. He estado hablando con los dos maquinistas que estuvieron de servicio durante el viaje desde Polonia. Pero ninguno de los dos se percató de nada.
—Y las puertas de la sala de máquinas, ¿se mantienen bajo llave o no? —inquirió Wallander.
—Pues no, las normas de seguridad lo prohíben. Lo que sí hay, como es lógico, son indicadores con la leyenda de «prohibida la entrada». Cuantos trabajan allí reaccionarían de inmediato si viesen a alguien ajeno a la zona. Ni que decir tiene que algún que otro pasajero más cargado de la cuenta se deja caer de vez en cuando, pero jamás pensé que pudiese ocurrir nada semejante —confesó Sund.