—Hola, soy Wallander. Quería hablar con Marianne Falk.
—¡Vaya, cómo me alegro! Estaba esperando tu llamada.
La mujer tenía una voz limpia y agradable y Wallander pensó que sonaba exactamente igual que la de Mona. Un amago de punzada, quizá de pesadumbre, le atravesó fugaz el alma.
—¿Se puso en contacto contigo el doctor Enander? —inquirió la mujer.
—Así es. Estuve hablando con él.
—Entonces ya sabes que Tynnes no murió de un infarto.
—Bueno, puede que ésa sea una conclusión precipitada.
—¿Por qué? Estoy segura de que lo atacaron.
La mujer hablaba con total convencimiento, lo que despertó en el acto el interés de Wallander.
—Parece que lo esperases.
—¿Qué esperase qué?
—Que le sucediese aquello, que lo atacasen.
—Pues claro que no. Pero Tynnes tenía muchos enemigos.
Wallander extrajo su bloc y tomó un bolígrafo. Con las gafas encajadas sobre la nariz, se preparó para tomar notas.
—¿Ah, sí? ¿Qué clase de enemigos?
—Yo qué sé. El caso es que siempre estaba inquieto.
Wallander rebuscó en su memoria alguno de los comentarios que había leído en el informe de Martinson.
—Era asesor informático, ¿no es cierto?
—Exacto.
—Pues no parece que ésa sea una profesión de alta peligrosidad.
—Bueno, eso depende de a qué te dediques exactamente.
—¿Y a qué se dedicaba él?
—Pues no lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Pues no.
—Y aun así crees que fue atacado.
—Yo conocía a mi marido, aunque no fuimos capaces de vivir juntos. Pero el último año lo pasó en permanente zozobra.
—¿Y nunca te explicó por qué?
—Él no era de los que hablaban sin necesidad.
—Bien, Acabas de decir que tenía enemigos, ¿no es así?
—Esas eran sus palabras.
—¿Qué enemigos?
La respuesta de la mujer se hizo esperar.
—Ya sé que puede resultar algo extraño el hecho de que no sea capaz de ofrecer más detalles, pese a haber vivido juntos durante tanto tiempo y a que tuvimos dos hijos.
—Bueno, uno no utiliza la palabra «enemigo» así como así.
—Él viajaba mucho por todo el mundo. Siempre lo hizo. E ignoro quiénes eran las personas con las que se vela durante sus viajes. Lo que sí sé es que, en algunas ocasiones, llegaba a casa de muy buen humor, mientras que otras veces, cuando iba a recogerlo al aeropuerto de Sturup, lo vela preocupado.
—Muy bien, pero algo debió de decirte sobre por qué tenía enemigos y quiénes eran.
—Era poco hablador, pero yo sabia leérselo en la cara.
Wallander empezaba a intuir que aquella mujer estaba sometida a una fuerte tensión.
—¿Querías comentarme alguna otra cosa?
—Yo sé que no fue un infarto. Y quiero que la policía llegue al fondo del asunto.
Wallander reflexionó un instante antes de responder.
—Bien, he tomado nota de cuanto me has dicho. SÍ precisamos de tu colaboración, volveremos a ponernos en contacto contigo.
—Confío en que averigüéis lo que sucedió en realidad. Es cierto que Tynnes y yo estábamos separados, pero yo seguía queriéndolo.
En aquel punto, abandonaron la conversación, Wallander se preguntaba, ausente, si no sería posible que Mona aún lo amase también, pese a estar ya casada con otro hombre. Albergaba serias dudas sobre ello y se cuestionaba incluso si Mona lo habría amado alguna vez. Ahuyentó enojado aquellos pensamientos y trató de meditar sobre todo cuanto había oído de labios de Marianne Falk. Su desazón no parecía fingida, pero tampoco podía afirmarse que le hubiese proporcionado ningún dato especialmente revelador. De hecho, la idea que, gracias a la información de que disponía, pudiera forjarse acerca de la personalidad de Tynnes Falk seguía antojándosele bastante difusa. Buscó el informe redactado por Martinson y marcó el número del departamento de Patología de Lund, sin dejar de aguzar el oído, atento por si los pasos de Ann-Britt Hogíund resonaban por el pasillo. Lo que en realidad le interesaba era el desarrollo y posterior desenlace de la conversación con Eva Persson, pues él estaba persuadido de que Tynnes Falk había fallecido a causa de un infarto y aquel convencimiento no se vería cuestionado por el simple hecho de que su ex mujer estuviese tan preocupada que viese el cadáver de su marido rodeado de supuestos enemigos. No obstante, volvió a hablar con el médico que le había practicado la autopsia a Tynnes Falk para referirle la conversación mantenida con la ex esposa.
—Bueno, no es insólito que el infarto se produzca sin necesidad de historia clínica de insuficiencia cardíaca —aseguró el patólogo—. El nombre al que yo le practiqué la autopsia había muerto por esa causa, sin duda, según reveló la intervención. Lo que me comentaste con anterioridad o lo que acabas de referirme ahora no modifica esa circunstancia en ningún sentido.
—¿Y la herida de la cabeza?
—Se la causó el golpe que recibió al caer sobre e! asfalto.
Wallander le dio las gracias antes de colgar el auricular. Una vaga sensación desapacible seguía atormentándolo pese a todo, pues a Marianne Falk no te cabía la menor duda de que Tynnes Falk estaba inquieto.
No obstante, no tardó en cerrar el informe de Martinson, animado por el hecho de que, ciertamente, no tenía tiempo que dedicar a lo que no podían ser más que figuraciones de la gente.
Fue al comedor por un café cuando eran ya casi las doce. Martinson y Hanson seguían fuera, aunque nadie sabía dónde. Wallander regresó a su despacho y revisó una vez más el montón de recados telefónicos. Comprobó que Anita, la administrativa de American Express, no había intentado ponerse en contacto con él. Se colocó junto a la ventana a contemplar el depósito de agua donde unos cuervos chillaban sin cesar. Se sentía impaciente y contrariado. La decisión de Sten Widén de romper con su vida actual lo llenaba de desasosiego, pues lo hacía sentirse como si él hubiese quedado el último en una carrera en la que tal vez no confiase en poder ganar, pero en la que tampoco deseaba llegar en el último puesto. Lo cierto era que no se sentía capaz de formular aquella idea con más claridad, aunque él sabía bien que lo que en realidad lo importunaba era la sensación de que el tiempo, veloz, se le estuviese escapando de las manos.
—No puedo vivir así —exclamó en voz alta—. Aquí tiene que pasar algo, y pronto.
—¿Con quién hablas?
Wallander se dio la vuelta. Martinson se hallaba en el umbral de la puerta y, claro está, él no lo había oído acercarse ya que, en toda la comisaría, nadie se movía de forma más silenciosa que Martinson.
—Pues verás, hablaba conmigo mismo —declaró Wallander resuelto—. ¿A ti no te ocurre nunca?
—Bueno, según mi mujer, yo hablo en sueños. Eso es algo parecido, ¿no crees?
—Ya, bien, ¿qué querías?
—He comprobado en nuestros registros los nombres de quienes están en poder de las llaves de la unidad de transformadores, pero ninguno de ellos figura allí.
—Ya, pero tampoco confiábamos en que así fuese, ¿no?
—He estado pensando en por qué forzaron la cerradura de la verja —reveló Martinson—. Y a mi parecer, no hay más que dos posibilidades. Una es que, simplemente, no tenían la llave de la verja. La otra es hayan querido hacernos creer algo que aún no hemos comprendido.
—¿Algo como qué?
—Robo, vandalismo, yo qué sé.
Wallander hizo un gesto pausado con la cabeza.
—No, abrieron la puerta de acero con llave de modo que, a mi entender, existe una tercera posibilidad: que quien forzó la verja no fuese la misma persona que abrió la puerta de acero.
Martinson lo miró sin comprender.
—¡Vaya! ¿Y cómo lo explicarías tú?
—No tengo ninguna explicación. Simplemente, ofrezco otra posibilidad.
Agotado el tema de conversación, Martinson abandonó el despacho cuando eran ya las doce en punto. Wallander seguía a la espera hasta que, a las doce y veinticinco, Ann-Britt apareció por fin.
—La verdad, no se la puede acusar de ir demasiado aprisa, precisamente. Me pregunto cómo es posible que una persona tan joven hable tan despacio.
—Tal vez tuviese miedo de decir lo que no debía —sugirió Wallander.
Ann-Britt se había sentado en la silla de las visitas.
—Indagué sobre lo que querías —aclaró la colega—. Ella no vio a ningún chino en el restaurante.
—Yo no dije chino, sino asiático.
—Ya, bueno, pero no había visto a nadie, según dijo. Se cambiaron de sitio porque Sonja se quejó de que había corriente.
—¿Cómo reaccionó a la pregunta?
—Tal y como tú preveías, no se la esperaba. Y ella respondió con una mentira.
Wallander dio una palmada sobre la mesa.
—Bien, entonces, ya podemos estar seguros de que existe alguna relación entre ellas y aquel hombre que entró en el restaurante.
—¿Qué tipo de relación?
—Eso es algo que aún ignoramos, pero te aseguro que no se trata de un asesinato normal y corriente, de los que suelen ser víctima los taxistas.
—De acuerdo, pero no acabo de comprender cómo piensas continuar por esa línea.
Wallander le habló de la llamada que esperaba recibir de American Express.
—Eso nos dará un nombre —observó—. Y, una vez que lo tengamos, habremos dado un paso adelante. Mientras, quiero que hagas una visita la casa de Eva Persson, que le eches un vistazo a su habitación y que averigües quién es y dónde está su padre.
Ann-Britt hojeó sus documentos antes de aclarar:
—Se llama Hugo Lóvstrom. La madre y él nunca estuvieron casad.
—¿No vive aquí, en Ystad?
—No, al parecer tiene su domicilio en Vaxjo.
—¿Cómo que «al parecer»?
—Pues que, según su hija, es un borracho que vive en la calle. Esa chica rebosa odio. No sabría decirte a quién detesta más, si a su padre o a su madre.
—¿Sabes si padre e hija mantienen alguna relación?
—No lo creo.
Wallander reflexionó un instante.
—Bien, no hemos llegado al fondo —concluyó—. Hemos de dar con la clave de todo este entramado. Es probable que yo esté equivocado, que la gente joven de hoy en día, no sólo los chicos, considere que el asesinato no es nada excepcional. En ese caso, me rendiré…, pero todavía no. Tiene que haber algo que las haya impelido a hacer tal cosa.
—Tal vez deberíamos verlo como un triángulo trágico —aventuro Ann-Britt.
—¿A qué te refieres?
—Estaba pensando que quizá deberíamos estudiar a Lundberg forma un poco más exhaustiva.
—¿Qué te hace pensar que eso pueda darnos alguna pista? Ellas no podían saber qué taxista iría a recogerlas, ¿no te parece?
—Sí, claro, tienes razón.
Wallander cayó en la cuenta de que la colega estaba meditando acerca de alguna idea, y decidió esperar.
—A ver, a ver, ¿y si lo enfocamos de otra manera? —propuso reflexiva—. ¿Y si, a pesar de todo, se tratase de una acción fruto del impulso del momento? Pidieron un taxi y quizá logremos averiguar adonde pretendían que las llevase, pero imagínate que una de ellas, o quizás ambas, reaccionan al descubrir que el conductor del taxi es precisamente Lundberg.
Wallander comprendió su planteamiento.
—¡Claro, tienes razón! Existe esa posibilidad.
—Las muchachas iban armadas con un cuchillo y un martillo, ese dato ya lo conocemos. Pero recuerda que el equipamiento estándar de las mochilas o los bolsillos de la juventud de hoy en día incluye, cada vez con más frecuencia, algún tipo de arma. Así que las chicas ven que Lundberg es el conductor, lo atacan y terminan quitándole la vida Aunque suene rebuscado, los hechos pueden haberse desarrollado de este modo.
—Lo cierto es que no resulta más rebuscado que cualquier otra posibilidad —señaló Wallander—. Veamos si Lundberg ha tenido alguna relación con la policía.
Ann-Britt se puso en pie antes de dejarlo a solas en el despacho. Wallander tomó su bloc de notas y comenzó a ordenar y organizar la información que Ann-Britt le había proporcionado. Dio la una en el reloj sin que pudiese sentir la satisfacción de haber avanzado lo más mínimo. Estaba hambriento, de modo que fue al comedor para ver si quedaba algún bocadillo, pero la mesa estaba limpia, así que salió de la comisaría, en esta ocasión con el móvil en el bolsillo, y tras haberle dejado a Irene instrucciones precisas de que le pasase las llamadas de American Express. Se dirigió al restaurante más próximo a la comisaría, donde se percató de que los allí presentes lo reconocían al entrar. Dedujo que la fotografía del periódico habría sido tema de conversación entre buena parte de los habitantes de Ystad, lo que lo hizo sentirse incómodo y lo impulsó a comer a toda prisa. Acababa de salir a la calle cuando sonó el teléfono. Anita estaba al aparato.
—Lo hemos encontrado —anunció la joven administrativa.
Wallander buscó en vano un lápiz y un trozo de papel en el que anotar la información.
—¿Puedo llamarte dentro de diez minutos? —preguntó.
La joven le proporcionó su número directo y Wallander se apresuró a volver al despacho. Una vez allí, la llamó.
—La tarjeta se expidió a nombre de un tal Fu Cheng.
Mientras Wallander anotaba, la joven prosiguió:
—El lugar de expedición es Hong Kong y tenemos una dirección en Kowloon.
Wallander le pidió que le deletrease el nombre de la ciudad.
—El único problema es que la tarjeta es falsa.
Wallander quedó atónito.
—¡¿Cómo?! Entonces, estará bloqueada, ¿no?
—No, no, es aún más grave. No es que la hayan robado, es que se trata de una falsificación. American Express no ha expedido jamás una tarjeta a nombre de nadie llamado Fu Cheng.
—¿Qué quiere decir eso exactamente?
—Para empezar, que no ha estado nada mal descubrirlo tan pronto y que, por desgracia, el propietario del restaurante no llegará a ver el dinero, a menos que su seguro cubra ese tipo de riesgo.
—En otras palabras, que el señor Fu Cheng no existe.
—¡Oh, no! Seguro que existe, pero su tarjeta de crédito es tan falsa como su dirección.
—¿Por qué no me lo has dicho de inmediato?
—Lo intenté…
Wallander le dio las gracias por su colaboración antes de despedirse. Así pues, alguien procedente tal vez de Hong Kong se había presentado en Ystad, en el restaurante de István, donde había pagado su cuenta con una tarjeta de crédito falsa y donde había intercambiado unas miradas con Sonja Hokberg.