Read Cortafuegos Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (16 page)

BOOK: Cortafuegos
10.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Lo que oyes. Podría ir a La Scala de Milán y pedir trabajo como ayudante de escenario.,. 'Qué cojones! No creerás que los telones todavía se suben y se bajan de forma manual, ¿verdad?

—Supongo que algún que otro componente del escenario sí que habrá que trasladarlo a mano. ¿Te imaginas? Estar allí, detrás del escenario todas las noches… Y escuchar las óperas, claro, sin tener que paga. Incluso podría ofrecerme a trabajar gratis.

—¿Y eso es lo que has decidido hacer?

—No. La verdad es que se me han ocurrido muchas ideas. A veces incluso me pregunto si no debería irme hacia el norte, a Norrland. Y enterrarme en un montón de nieve frío y desagradable de verdad. No lo sé aún. Lo único de lo que estoy seguro es de que venderé la finca y me marcharé. Pero, en fin, ¿qué es de ti?

Wallander se encogió de hombros sin contestar. Había bebido demasiado y comenzaba a sentirse abotargado.

—¿Continúas persiguiendo la destilación clandestina de alcohol?

Wallander percibió el sarcasmo en el tono de su voz y se enfureció.

—Persigo a asesinos —atajó—. Gente que mata a sus semejantes martillazos. Me figuro que habrás oído hablar de la muerte del taxista ¿no?

—Pues no.

—Dos chicas jovencísimas lo mataron la otra noche a golpes y a cuchilladas. Ése es el tipo de gente a la que yo persigo. No a los que destilan alcohol en sus casas.

—No comprendo cómo lo aguantas.

—Yo tampoco. Pero es un trabajo que hay que hacer y, al parecer yo lo hago mejor que otros.

Sten Widén le dedicó una sonrisa burlona.

—Bueno, bueno, no te lo tomes así, hombre. Estoy seguro de que eres un buen policía. Siempre lo he creído. La cuestión es si te quedará tiempo para hacer otra cosa en la vida.

—Yo no soy de los que huyen.

—¿Quieres decir como yo?

Wallander guardó silencio. Entre ellos acababa de abrirse un abismo, aunque, de repente, no supo si no habría existido desde hacía ya tiempo sin que ellos mismos se hubiesen percatado de ello. Hubo un tiempo, cuando eran jóvenes, en que fueron buenos amigos. Después, sus vidas discurrieron por senderos diferentes. Cuando se encontraron, muchos años más tarde, echaron mano de los lazos amistad que antaño los habían unido. Pero tal vez no hubiesen sabido ver que las circunstancias eran ya muy distintas. En aquel momento Wallander comprendió cuál era la situación real y lo más probable era que también a Sten Widén se le hubiesen abierto los ojos.

—El padre de una de las chicas que mataron al taxista es adoptivo —explicó Wallander—. Erik Hókberg.

Sten Widén lo miró perplejo.

—¿En serio?

—En serio. Y lo más seguro es que ahora ella también haya sido asesinada. Así que me temo que no tengo tiempo para marcharme, aunque quisiera.

Volvió a guardar la botella de whisky en la bolsa de plástico.

—¿Puedes llamar a un taxi?

—¿Ya te vas?

—Sí, creo que será lo mejor.

Una pincelada de decepción se reflejó en el rostro de Sten Widén. También Wallander fue presa del mismo sentimiento. Los lazos de la amistad de antaño se habían roto o, más bien, por fin habían descubierto que aquello se había terminado hacía ya mucho tiempo.

—Está bien, te llevaré a casa.

—No —rechazó Wallander—, has bebido.

Sin replicar, Sten Widén llamó para pedir un taxi.

—Estará aquí dentro de diez minutos.

Dicho esto, salieron a una clara tarde otoñal en la que no se dejaba sentir la menor brisa.

—En realidad, ¿qué nos creíamos cuando éramos jóvenes? —inquirió de pronto Sten Widén.

—Yo ya no me acuerdo. Pero, a decir verdad, tampoco suelo volver atrás la mirada. Ya tengo bastante con lo que sucede en el presente. Y con las preocupaciones por el futuro.

En ese momento, llegó el taxi.

—Bueno, escríbeme y me cuentas qué decides al fin.

—No te preocupes, lo haré.

Wallander se acomodó en el asiento posterior y el vehículo partió hacia Ystad hendiendo la oscuridad.

Acababa de entrar en su apartamento cuando sonó el teléfono.

—¡Vaya, ya estás en casa! —oyó ironizar a Ann-Britt—. Llevo toda la tarde intentando localizarte. ¿Por qué nunca llevas el móvil?

—¿Qué ha sucedido?

—Hice un nuevo intento de que me adelantasen alguna novedad en el departamento de Patología de Lund. Al final hablé con ellos y se negaron a confirmar nada, pero me revelaron que habían descubierto algo interesante. Sonja Hókberg presentaba una fractura en la parte posterior del cráneo.

—Es decir, que estaba muerta cuando le sobrevino la descarga.

—Puede que no. Pero no cabe duda de que estaba inconsciente.

—¿No pudo herirse ella misma?

—La forense está totalmente segura de que es imposible que ella misma se hubiese causado tal fractura.

—Bien, en tal caso, ya sabemos que fue asesinada —concluyó Wallander.

—¿Acaso no lo hemos sabido desde el principio?

—No —negó categórico el inspector—. Lo sospechábamos, pero no lo sabíamos. Hasta ahora.

Al fondo empezó a oírse el llanto de un niño y la colega se apresuró a concluir la conversación, no sin antes haber acordado que se verían a las ocho de la mañana siguiente.

Wallander se sentó ante la mesa de la cocina pensando en Sten Widén, en Sonja Hókberg y, sobre todo, en Eva Persson.

«Ella lo sabe. Ella tiene que saber quién es el asesino de Sonja Hókberg».

10

De forma un tanto brusca, Wallander se vio arrancado del sueño algo después de las cinco de la madrugada del jueves. Tan pronto como abrió los ojos, supo cuál había sido la causa de tan súbito despertar. En efecto, había olvidado una cosa: la promesa hecha a Ann-Britt Hóglund de que aquella misma tarde acudiría en su lugar a dar una charla sobre el trabajo de la policía ante una asociación literaria femenina de Ystad.

Quedó inmóvil, en la oscuridad, aterrado ante la idea de haber olvidado aquello por completo. De hecho, no había preparado nada en absoluto, y ni siquiera había elaborado un guión que sirviese de apoyo a su exposición.

Sintió cómo el desasosiego se le asentaba en el estómago. Lo más probable era que aquellas mujeres ante las que tendría que hablar hubiesen visto la fotografía de Eva Persson. Por otro lado y a aquellas alturas, Ann-Britt ya les habría anunciado que sería él, y no ella misma, quien daría la conferencia.

«No lograré salir airoso», se lamentó. «Todas esas señoras no verán ante sí más que a un brutal maltratador de mujeres y no al hombre que soy en realidad, quienquiera que sea».

Permaneció tendido en la cama mientras se esforzaba por hallar una escapatoria. El único que podría haber dispuesto de tiempo para sacarlo de aquel atolladero era Hanson, pero ya sabía que era imposible, Ann-Britt lo había hecho reparar en el detalle de que Hanson era, en efecto, incapaz de expresarse en público a menos que la exposición versase sobre caballos. Todos sabían que la vida del colega transcurría en un murmullo perpetuo y que tan sólo quienes lo conocían bien lograban comprender qué quería decir exactamente.

Wallander se levantó a las cinco y media, consciente de que no le cabía albergar la menor esperanza de rehuir aquella responsabilidad. Se sentó ante la mesa de la cocina y extrajo su bloc de notas. En el enjaezado de la hoja plasmó el título: Conferencia. Acto seguido se preguntó qué les habría contado Rydberg a un grupo de mujeres sobre su profesión de policía, si hubiese estado vivo. Sin embargo, sospechaba que Rydberg jamás se habría dejado convencer para aceptar una intervención pública de aquella índole.

A las seis de la mañana, la misma palabra seguía ocupando la hoja tan solitaria como al principio. A punto estaba de darse por vencido cuando, de pronto, se le ocurrió qué podía hacer. Les contaría lo que estaban haciendo en aquellos momentos; sí, les hablaría acerca de la investigación del asesinato del taxista. Podría incluso, ¿por qué no?, comenzar por el entierro del joven Stefan Fredman. «Unos días en la vida de un policía…». Tal y como era, sin adornos ni eufemismos. De modo que logró escribir unas cuantas columnas con palabras clave y decidió que no evitaría tocar el asunto del suceso con el fotógrafo. Era consciente de que podrían interpretarlo como una apología de sí mismo, lo que, por otro lado, no sería más que la pura verdad. No obstante, él era el único que conocía la realidad de los hechos.

A las seis y cuarto dejó el bolígrafo. La sensación de malestar ante lo que se le avecinaba no se había atenuado lo más mínimo, pero, al menos, ya no se sentía tan vulnerable. Cuando se disponía a vestirse, procuró hacerlo con una camisa limpia que pudiese utilizar por la noche. Sólo le quedaba una en el fondo del armario, pues el resto de sus camisas se hallaban arrumbadas en un gran montón en el suelo: en efecto, hacía ya mucho tiempo que no ponía una lavadora.

Minutos antes de las siete llamó al taller para preguntar por el coche. La conversación resultó deprimente: al parecer, estaban considerando la posibilidad de reemplazar todo el motor. El dueño del taller le prometió que le daría un presupuesto a lo largo del día. El termómetro que tenía en el marco exterior de la ventana de la cocina indicaba que estaban a siete grados. Soplaba una leve brisa y algunas nubes quebraban el azul del cielo, pero no llovía. Siguió con la mirada el penoso caminar de un hombre de edad que avanzaba por la calle. El anciano se detuvo junto a una papelera y se puso a rebuscar con la mano en el interior, pero no halló nada. Wallander pensó en la noche anterior. La animosa sensación de envidia se había extinguido ya y ocupaba ahora su lugar un vago sentimiento de nostalgia. No en vano, cuando Sten Widén desapareciese de su existencia, ¿quién quedaría como testigo de sus lazos con los años vividos? Muy pronto no le quedaría nadie.

Pensó en Mona, la madre de Linda. Ella también había roto los vínculos que los unían. El día en que ella le hizo saber que pensaba dejarlo, él se quedó inerme, sin opción a nada, pese a que, en el fondo de su corazón, él ya presentía que aquello sucedería. Sabía que ella había vuelto a casarse no hacía mucho. Hasta entonces y a intervalos de tiempo más o menos regulares, había estado intentando convencerla de que volviese con él, de que podían empezar de nuevo. Ahora, después del nuevo matrimonio de su ex mujer, no acertaba a comprenderse a sí mismo. En el fondo, él no deseaba retomar su relación con Mona. Lo cierto era que no soportaba la soledad, pero que jamás habría podido volver a compartir la vida con ella. A decir verdad, aquella ruptura era necesaria, además de haberse producido demasiado tarde. Como quiera que fuese, ella estaba ya casada con un asesor de seguros aficionado al golf. Wallander no lo había visto jamás, aunque sus voces se habían cruzado al teléfono en alguna que otra ocasión. El individuo tampoco era del gusto de Linda, pero Mona parecía encontrarse satisfecha, incluso tenían una casa en algún lugar de España, de modo que, por lo que parecía, el hombre tenía dinero, algo que Wallander jamás había podido ofrecerle a ella.

Abandonó aquellos pensamientos en el mismo momento en que salía de su apartamento. Ya camino de la comisaría, retomó la reflexión acerca de lo que diría en su charla de aquella noche. Un coche patrulla pasó a su lado y el conductor le preguntó si quería que lo llevasen, pero Wallander rechazó agradecido el ofrecimiento, pues prefería ir a pie.

A la puerta de la comisaría había apostado un hombre para él desconocido. Cuando Wallander se disponía a entrar, el hombre se dirigió a él. Wallander lo reconoció sin poder ubicarlo.

—Kurt Wallander, ¿no es así? —preguntó el hombre—. ¿Tienes un minuto?

—Eso depende. ¿Quién eres?

—Harald Tórngren.

Wallander movió la cabeza.

—Yo fui quien tomó la fotografía.

Wallander cayó entonces en la cuenta de que reconocía aquel rostro de la última conferencia de prensa.

—¿Quieres decir que fuiste tú quien se escurrió a hurtadillas por el pasillo de la comisaría?

Harald Tórngren, que rondaba la treintena, tenía el rostro alargado y llevaba el pelo corto, exhibió una sonrisa elocuente.

—Lo cierto es que iba buscando unos servicios. Y nadie me dio el alto ni me preguntó adonde iba.

—Bien, ¿y qué quieres?

—Bueno, pensé darte la oportunidad de hacer algún comentario a Propósito de la fotografía. Me gustaría hacerte una entrevista.

—Sí, claro. Lo que sucede es que no piensas escribir lo que yo diga.

—Y tú, ¿cómo lo sabes?

Wallander consideró la opción de pedirle que se largase, pero, mismo tiempo, entendía que de aquel modo se le ofrecía al menos una posibilidad.

—De acuerdo, pero quiero que alguien presencie la entrevista y escuche todo.

La sonrisa volvió a dibujarse en el rostro de Tórngren.

—¿Un testigo presencial?

—Sí. Mis experiencias con los periodistas no han sido muy positivas.

—Si lo deseas, puedes llevar diez testigos.

Wallander miró el reloj, que indicaba las siete y veinticinco.

—Bien, te concedo media hora. Ni un minuto más.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

Entró seguido del periodista. En la recepción, Irene le comunicó que Martinson ya había llegado. Wallander le pidió a Tórngren que aguardase mientras él se dirigía al despacho del colega, al que halló entregado a la búsqueda de algún documento en su ordenador. Wallander le explicó brevemente su encuentro con el periodista.

—¿Quieres que me lleve una grabadora?

—No, será suficiente con que tú estés presente. Siempre que, después, recuerdes lo que yo haya dicho, claro está.

De repente, Martinson pareció vacilar.

—¿No sabes las preguntas que piensa hacerte?

—No. Pero sé lo que ocurrió.

—Ya, con tal de que no estalles…

Wallander se sorprendió.

—Yo siempre digo lo que pienso, ¿no?

—Bueno, a veces.

El inspector comprendió que Martinson tenía razón.

—Está bien. Lo tendré en cuenta. Vamos allá.

Se sentaron en una de las salas de reuniones más pequeñas. Torngren colocó sobre la mesa su minúscula grabadora mientras Martinsor se mantenía algo apartado.

—Ayer estuve hablando con la madre de Eva Persson —comenzó Torngren—. Han decidido denunciarte.

—¿Cuál será el motivo de la denuncia?

—Agresión. ¿Tienes algún comentario que hacer al respecto?

—No hubo agresión, en ningún momento.

BOOK: Cortafuegos
10.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Souvenir by Louise Steinman
Tell Me Lies by Jennifer Crusie
A Paradigm of Earth by Candas Jane Dorsey
Blood and Guts by Richard Hollingham
Low Country by Anne Rivers Siddons
Illusions of Evil by Carolyn Keene
Hot Water by Erin Brockovich
Flash and Filigree by Terry Southern
Bloodhounds by Peter Lovesey