Cortafuegos (20 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

BOOK: Cortafuegos
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Wallander se esforzaba por hallar alguna conexión que le permitiese seguir adelante, pero sin éxito. En efecto, no parecía haber ningún eslabón. «Es posible que no sean más que figuraciones mías», concluyó. «Puede que Sonja Hokberg y Eva Persson sean los monstruos de los nuevos tiempos, del todo indiferentes ante el valor de la vida humana».

Quedó asombrado ante el vocablo que había elegido para referirse a las jóvenes. No en vano había calificado de monstruos a una chica de diecinueve años y a otra de catorce…

Apartó los documentos con gesto cansino. Ya no podría aplazar por más tiempo la preparación del discurso que había prometido pronunciar aquella noche. Pese a tener ya más que decidido que hablaría exclusivamente acerca del trabajo y de la investigación en la que se hallaba involucrado en aquel momento, era imprescindible, al menos, ampliar el guión que habría confeccionado. De lo contrario, los nervios se adueñarían de él.

Comenzó a escribir, aunque no le resultaba fácil concentrarse. El cuerpo carbonizado de Sonja Hokberg se resistía a disiparse ante su mirada interior. Llamó a Martinson por teléfono.

—Comprueba sí tenemos algo sobre el padre de Eva Persson —ordenó—, Hugo Lovstrom, alcohólico y sin techo, que debe de andar por Vaxjo.

—En ese caso, lo mejor será localizarlo a través de los colegas de Vaxjo —apuntó Martinson—. Además, yo estoy comprobando los posibles antecedentes de Lundberg.

—¡Vaya! ¿De quién fue la idea? ¿Tuya?

Wallander estaba sorprendido.

—No, lo cierto es que me lo pidió Ann-Britt. Me dijo que ella iba a visitar a Eva Persson en su domicilio. Me pregunto qué creerá que va a encontrar allí.

—Ya, bueno. El caso es que tengo otro nombre para tu ordenador —advirtió Wallander—. Fu Cheng.

—¿Cómo?

Wallander le deletreó el nombre asiático.

—¿Y ése quién es?

—Ya te lo explicaré. Deberíamos celebrar una reunión a primera hora de esta tarde. Yo propongo que nos veamos a las cuatro y media, No nos llevará mucho tiempo.

—¿De verdad que se llama Fu Cheng? —inquirió Martinson incrédulo.

Pero Wallander no respondió.

El inspector dedicó el resto de la tarde a reflexionar sobre lo que diría aquella noche. Apenas había comenzado a trabajar sobre su intervención, pero ya sentía un profundo rechazo por lo que se le venía encima. El año anterior había impartido, en la Escuela Superior de Policía, lo que él mismo consideró una clase lamentable sobre sus experiencias como investigador criminal. Sin embargo y contra todo pronóstico, varios de los alumnos se le acercaron después para manifestarle su gratitud. Ni que decir tiene que él nunca comprendió cuál podía ser el motivo de tal agradecimiento.

A las cuatro y media en punto abandonó la tarea de redacción mientras pensaba que aquello no saldría ni más ni menos que como tuviese que salir. Reunió sus papeles y se dirigió a la sala de reuniones, pero la halló vacía. Intentó pergeñar mentalmente una síntesis de lo que conocían hasta el momento, pero el curso de su pensamiento parecía bifurcarse en direcciones opuestas.

«Es que esto no cuadra», sentenció para sí. «La muerte de Lundberg no encaja en absoluto con las dos muchachas. Las cuales, a su vez, tampoco encajan con la muerte de Sonja Hokberg en la unidad de transformadores. La totalidad de esta curiosa investigación carece de una base lógica. Estamos al corriente de lo sucedido, pero nos falta un 'porqué', inmenso y decisivo».

En aquel preciso instante apareció Hanson seguido de Martinson y, poco después, también Ann-Britt se presentó en la sala. Wallander se sintió aliviado al comprobar que Lisa Holgersson no parecía dispuesta a asistir.

La reunión fue bastante breve. Ann-Britt había realizado su visita a la casa de Eva Persson, y les refirió sus impresiones.

—Todo parecía normal —aclaró—. Viven en un apartamento de Stod-gatan. La madre trabaja como cocinera en el hospital y la habitación de la chica tenía el aspecto que cabía esperar.

—¿Viste si tenía pósters en las paredes? —quiso saber Wallander.

—Pues sí, de grupos de música pop desconocidos para mí —repuso ella—. Pero nada llamativo ni fuera de lugar. ¿Por qué lo preguntas?

Wallander no contestó.

La transcripción del interrogatorio con Eva Persson estaba lista, de modo que Ann-Britt les entregó una copia a cada uno. Wallander les refirió lo acontecido durante su visita al restaurante de István, que a su vez lo condujo al descubrimiento de la tarjeta de crédito falsificada.

—Hemos de encontrar a ese sujeto, aunque sólo sea para eliminarlo como sospechoso o implicado en el caso.

Continuaron con la revisión de los resultados de la jornada. El primero en exponer los suyos fue Martinson, seguido de Hanson, que había estado hablando con Kalle Ryss, a quien Eva Persson había señalado como uno de los novios de Sonja Hókberg. Sin embargo, a decir de Hanson, el joven no tenía gran cosa que contar sobre Sonja, salvo que la conocía muy poco.

—Según él, era una joven muy misteriosa —concluyó Hanso—. ¡A saber lo que quiso decir con eso!

Veinte minutos más tarde, Wallander les ofreció una breve síntesis de los hechos.

—Lundberg fue asesinado por una de las chicas, si no por ambas —comenzó—. Y, según ellas mismas sostienen, el móvil fue que necesitaban dinero, así, sin más. Ahora bien, yo no creo que la explicación sea tan simple. De ahí que debamos seguir indagando sobre el móvil. Por otro lado, Sonja Hókberg resultó asesinada, y es evidente que debe de existir entre ambos hechos una relación que nosotros no hemos detectado todavía, un fondo que nos es desconocido. Por eso hemos de seguir trabajando sin menospreciar ninguna posibilidad y sin partir de ninguna en concreto. Sin embargo, es cierto que hay algunas cuestiones que se presentan como más urgentes que otras. ¿Quién condujo a Sonja Hókberg hasta la unidad de transformadores? ¿Por qué la golpearon hasta matarla? Debemos seguir localizando a todos cuantos se hallan en su círculo de amigos y conocidos. Me temo que nos llevará mucho más tiempo del que pensábamos encontrar una solución a todas las incógnitas.

Poco antes de las cinco, dieron por concluido el encuentro y Ann-Britt le deseó suerte en su intervención de aquella noche.

—Me acusarán de agresión contra las mujeres —auguró Wallander en tono quejumbroso.

—No hombre, seguro que no. ¡Con la buena fama que tienes a tus espaldas!

—Ya, sólo que esa buena imagen está más que destruida desde hace tiempo.

Se encaminó a casa, donde halló una carta procedente de Sudán que le enviaba Per Ákeson. La dejó sobre la mesa de la cocina. Tendría que leerla más tarde. Se dio una ducha y se cambió de ropa antes de salir a las seis y media camino del lugar en el que lo aguardaban todas aquellas señoras a las que no conocía. Se detuvo por un instante en la oscuridad a observar la casa iluminada antes de acceder al interior, armado de valor.

Cuando salió del edificio, empapado en sudor, eran ya más de las nueve. Había estado hablando más tiempo del que él había previsto. También las preguntas fueron más de las que él esperaba. En efecto, aquellas mujeres le habían brindado la inspiración necesaria; la mayoría de ellas eran de su misma edad y se sintió halagado por la concentrada atención que, a todas luces, le habían prestado. Tanto fue así que cuando puso punto final a la charla sintió que, en el fondo, le habría gustado quedarse un poco más.

Caminó a casa despacio, sin saber ya a ciencia cierta qué era lo que había dicho exactamente. Pero ellas lo habían escuchado. Y eso era lo más importante.

Por otro lado, había allí una mujer de su misma edad a la que él prestó especial atención. Poco antes de marcharse, intercambiaron unas palabras. Ella le dijo que se llamaba Solveig Gabrielsson. Y Wallander no podía dejar de pensar en ella.

Una vez en casa y sin estar seguro de por qué, escribió su nombre en el bloc de la cocina.

Aún no se había quitado el chaquetón cuando sonó el teléfono y acudió a responder.

Enseguida oyó la voz de Martinson.

—¿Qué tal ha ido la conferencia? —preguntó solícito.

—Muy bien, pero no me habrás llamado sólo para eso, ¿verdad?

A Martinson parecía costarle continuar.

—Aún sigo en el trabajo —prosiguió al fin—. Me pasaron una llamada con la que no sé muy bien qué hacer. Era del departamento de Patología de Lund.

Wallander contuvo la respiración.

—¿Te acuerdas de Tynnes Falk? —continuó Martinson.

—Sí, claro, el del cajero automático. ¿Cómo no iba a acordarme?

—Pues parece que su cuerpo ha desaparecido.

Wallander frunció el entrecejo.

—Pero un cadáver sólo puede desaparecer en un ataúd, ¿me equivoco?

—Si, eso sería lo más lógico; comoquiera que sea, mucho me temo lo han robado.

Wallander no sabía qué decir en tanto que se esforzaba por halla una explicación.

—Pero aún hay más —anunció Martinson—. En la camilla del depósito ha aparecido un objeto en lugar del cuerpo.

—¿Ah, sí?

—Sí, un relé estropeado.

Wallander no estaba muy seguro de saber qué era un relé exactamente, aunque creía que tenía algo que ver con la electricidad.

—Y no era un relé normal —añadió Martinson—. Sino uno de le grandes.

Wallander notó que su corazón empezaba a latir con acelerada violencia.

—Ya. Un relé de gran tamaño y que se utiliza para…

—Uno de esos que se encuentran en las unidades de transformadores como aquella en la que encontramos el cuerpo de Sonja Hokberg.

Wallander guardó silencio durante un instante.

Por fin se había manifestado una conexión.

Sólo que de una naturaleza diferente a la que él había imaginado.

12

Martinson esperaba sentado en el comedor.

Eran las diez de la noche del jueves. El tenue parloteo de una radio se oía procedente de la sala de operaciones, a la que llegaban todas las urgencias nocturnas. El resto del edificio estaba sumido en un apacible silencio. Martinson tenía ante sí una taza de té y estaba mordisqueando una galleta cuando Wallander se sentó frente a él sin quitarse el chaquetón.

—¿Qué tal fue la conferencia?

—Eso ya me lo has preguntado antes.

—Yo solía disfrutar hablando en público, pero eso era antes. Hoy ya no sé si podría.

—Estoy convencido de que lo harías mucho mejor que yo. Pero, si de verdad deseas saberlo, pude contar hasta diecinueve mujeres, todas ellas de mediana edad, que me escuchaban llenas de admiración, si bien con algo de repulsa cuando llegué al punto de los aspectos más sangrientos de esa labor policial que tan útil resulta para la sociedad. Todas se mostraron muy amables y formularon preguntas educadas y algo absurdas que yo respondí de un modo que, con total certeza, habría hecho las delicias del director nacional de la policía. ¿Estás satisfecho?

Martinson asintió mientras retiraba con la mano las migas de galleta de la mesa antes de tomar su bloc de notas.

—A ver, empezaré por el principio. A las nueve menos diez minutos suena el teléfono de la centralita. El agente de guardia me pasa la llamada, puesto que no se trata de ninguna redada ni movilización de urgencia y sabe que yo me he quedado trabajando. De no haber estado yo aquí, el agente le habría pedido a la persona que llamaba que volviese a ponerse en contacto con nosotros mañana. Quien llamó era un hombre llamado Pálsson, Sture Pálsson, aunque no alcancé a oír bien todos sus títulos y cargos. Pero es el responsable del depósito del departamento de Patología de Lund que, por lo que se ve, ya no se llama depósito; en fin, tú sabes a qué me refiero, a las cámaras frigoríficas, destinadas a la conservación de los cadáveres que esperan la autopsia o que los recojan de la funeraria. A eso de las ocho notó que una d las cámaras no estaba totalmente cerrada. Al sacar la camilla comprobó que el cuerpo había desaparecido y que un relé eléctrico ocupaba su lugar. Llamó al conserje que había estado de servicio en el turno anterior, un hombre llamado Lyth, que afirmaba poder asegurar que el cuerpo estaba allí a las seis de la tarde, cuando se marchó a casa. De lo que cabe deducir que desapareció entre las seis y las ocho. En la parte posterior de la sala del depósito hay una entrada directa desde el patio Pálsson ordena entonces examinar la puerta y descubre que han forzado la cerradura. Así que, sin dilación, llama a la policía de Malmö, y todo se pone en marcha de inmediato. Quince minutos más tarde un coche patrulla llega al depósito, pero al saber que el cuerpo desaparecido procede de Ystad y que había sido objeto de examen médico pericial para una investigación, le piden a Pálsson que se ponga en contacto con nosotros. Y eso fue lo que hizo.

Llegado a este punto, Martinson volvió a dejar el bloc sobre la mesa.

—Es decir, que la búsqueda del cuerpo es cometido de los colegas de Malmö —añadió—. Aunque también nos incumbe a nosotros, claro.

Wallander reflexionó un instante. Toda aquella situación se le antojaba en extremo extraordinaria y desagradable por demás. La desazón no cesaba de crecer en su interior.

—Bien, es obvio que los colegas de Malmö intentarán localizar huellas dactilares —apuntó—. La verdad, no tengo ni idea de cómo estará tipificado el delito de «secuestro de un cadáver». ¿Ejecución arbitraria del propio derecho, tal vez? ¿O perturbación de la paz de un difunto? Comoquiera que pueda denominarse, siempre existe el riesgo de que no se lo tomen muy en serio. Me figuro que Nyberg habrá logrado aislar alguna huella dactilar en la unidad de transformadores, ¿no crees?

Martinson intentó hacer memoria.

—Creo que, sí pero ¿quieres que lo llame para asegurarnos?

—No, déjalo. Lo que sí sería conveniente es que los colegas Malmö localizasen algunas huellas en el relé y en el interior de la cámara del depósito.

—¿Quieres que se lo diga ahora mismo?

—Sí, será lo mejor.

Martinson salió para llamar a Malmö mientras Wallander iba por un café e intentaba comprender el curso de los acontecimientos. Estaba claro que había surgido una conexión, por más que no fuese la que él se había imaginado. Sabía por experiencia que podía tratarse de a curiosa coincidencia. Pero, en aquella ocasión, tenía el presentimiento de que no era el caso. Alguien había irrumpido en un depósito de cadáveres para llevarse uno de los cuerpos y había dejado a cambio un relé eléctrico. A Wallander lo asaltó el recuerdo de algo que Rydberg le había dicho hacía ya muchos años, en los albores de su relación profesional. Los criminales suelen dejarnos algún mensaje, a modo de saludo, en el lugar del crimen. Hay ocasiones en que dicho mensaje es intencionado. Pero otras veces aparecen por error.

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