Cortafuegos (30 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

BOOK: Cortafuegos
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Nyberg apagó el cigarrillo con el pie y le indicó a Wallander con un gesto que lo siguiese.

—Comencé por estudiar las paredes y vi que había algo que no encajaba —explicó—. Suele ocurrir en las casas antiguas; a veces sufren reformas que ocultan el plan original del arquitecto. Pero, como te digo, me puse a medir…, hasta que descubrí esto.

Mientras pronunciaba aquellas palabras, Nyberg condujo a Wallander hasta una de las paredes más estrechas, donde había un ángulo muy pronunciado que parecía haber alojado originariamente una chimenea.

—Di unos golpecitos y sonó a hueco —prosiguió el técnico—. Y entonces…, mira lo que encontré.

Nyberg señaló una de las planchas de parquet del suelo mientras Wallander se sentaba en cuclillas y vela que, en efecto, estaba dividida en dos por un corte imperceptible a simple vista. Asimismo, detectó una grieta en la pared, oculta bajo una tira de cinta adhesiva cubierta por una fina capa de pintura.

—¿Has visto lo que hay detrás?

—No, he esperado hasta que vinieras.

Wallander asintió y Nyberg retiró con sumo cuidado la tira de cinta adhesiva. Comprobaron entonces que había una puerta más baja de lo habitual, de un metro y medio de altura aproximadamente. El técnico se hizo a un lado y Wallander empujó la puerta, que se abrió sin emitir el menor ruido. Nyberg enfocaba por encima de su hombro con una linterna.

La habitación oculta era más amplía de lo que Wallander había imaginado y el inspector se preguntó fugazmente si Setterkvist conocería su existencia. Tomó la linterna de Nyberg e iluminó el interior del habitáculo, hasta que halló el interruptor.

La dependencia mediría unos ocho metros cuadrados. No tenía ventanas, pero sí una válvula de aire tras una rejilla y no había en ella más que una mesa que se asemejaba a un altar. Sobre la mesa se erguían dos candelabros y, tras ellos, fijada a la pared, una imagen de Tynnes Falk. A Wallander le dio la impresión de que la habían tomado justo en aquella habitación y le pidió a Nyberg que sostuviera la linterna mientras él se disponía a estudiarla. Tynnes Falk miraba fijamente al interior de aquella cámara y mostraba una expresión grave.

—¿Qué es lo que tiene en la mano? —quiso saber Nyberg.

Wallander se caló las gafas y se inclinó para examinar la fotografía más atentamente.

—Pues no sé lo que te parecerá a ti —comentó mientras se incorporaba de nuevo—. Pero a mí se me antoja que es un control remoto.

Se cambiaron de lugar y, tras haber observado la imagen, el propio Nyberg no tardó en llegar a la misma conclusión. Ciertamente, lo que Tynnes Falk sostenía en su mano era un control remoto.

—No me pidas que interprete lo que estoy viendo, porque yo lo entiendo tanto como tú —observó Wallander.

—¿No será que este hombre había perdido el juicio y se rezaba a sí mismo? —inquirió Nyberg.

—No lo sé —confesó Wallander.

Dejaron el altar y pasaron a examinar el resto de la habitación donde, no obstante, no hallaron nada más. Tan sólo aquel pequeño altar. Wallander se enfundó un par de guantes de plástico que Nyberg le había proporcionado antes de descolgar la fotografía para mirar el reverso. Pero no había ninguna anotación, de modo que se la entregó a Nyberg al tiempo que le advertía:

—Tendrás que examinarla con más detenimiento.

—Es posible que esta habitación forme parte de algún sistema —aventuró el técnico vacilante—. Como las cajas chinas. Tal vez ahora que hemos dado con esta cámara secreta, hallemos otra más.

Revisaron la dependencia juntos, pero las paredes eran macizas y no había más puertas ocultas, de modo que regresaron a la habitación contigua.

—¿Algún otro hallazgo? —quiso saber Wallander.

—Nada. Sólo parece que alguien haya acabado de limpiar todo esto.

—Tynnes Falk era un hombre muy limpio —aclaró Wallander, que recordaba tanto lo que había leído en el cuaderno de bitácora como la información recibida de Siv Eriksson.

—En fin, no creo que pueda hacer mucho más esta noche —observó Nyberg—. Pero está claro que hemos de continuar mañana temprano.

—Sí, y entonces nos traeremos a Martinson, pues quiero saber qué hay en ese ordenador —aseguró Wallander.

El inspector ayudó a Nyberg a recoger sus instrumentos.

—¿Cómo coño puede alguien adorarse a sí mismo? —gritó Nyberg indignado una vez que hubieron terminado y ya estaban listos para marcharse.

—Bueno, existen muchos ejemplos de semejante comportamiento —repuso Wallander.

—En cualquier caso, dentro de unos años, ya no tendré que vérmelas con este tipo de cosas —refunfuñó Nyberg—. ¡Un demente que se construye un altar en el que murmurar plegarias ante sí mismo…!

Ya en la calle, donde el viento había amainado, metieron los maletines en el coche de Nyberg. Wallander hizo un gesto a modo de despedida y vio cómo el técnico se alejaba en su coche. Eran casi las diez y media de la noche. Tenía hambre, pero la sola idea de marcharse a casa y ponerse a cocinar se le hacía insoportable, de modo que se sentó al volante y se dirigió a un quiosco de perritos calientes de la calle de Malmövágen, que sabía estaría aún abierto. Wallander se sintió tentado de mandar callar a unos chicos que alborotaban ante una máquina de juegos, pero no dijo nada. A hurtadillas, lanzó una ojeada a las primeras planas de los periódicos, y aunque no vio ninguna noticia que aludiese al incidente que él había protagonizado, tampoco osó abrirlos. Estaba seguro de que algo dirían sobre él, y no sentía el menor deseo de verlo. ¿Y si el fotógrafo hubiese logrado tomar alguna otra fotografía? ¿Y si la madre de Eva Persson hubiese declarado nuevas mentiras ante la prensa?

Tomó la bandeja con las salchichas y el puré de patatas y se la llevó al coche y, ya al primer mordisco, embadurnó de mostaza la cazadora de Martinson. Ganas le dieron de abrir la puerta del coche y arrojarlo todo a la calle, pero se contuvo.

Después de la cena, le costó decidir entre irse a casa o dirigirse a la comisaría. Era consciente de que necesitaba dormir, pero el desasosiego no le daba tregua, de modo que se puso en marcha camino de la comisaría. El comedor estaba desierto y, aunque habían reparado la máquina del café, alguien había dejado sobre ella un mensaje airado en el que advertía de que no era conveniente tirar de las palancas con demasiada fuerza.

«¿Qué palancas?», se preguntó Wallander resignado. «Lo único que hay que hacer es colocar la taza en su sitio y pulsar un botón. Jamás he visto ninguna palanca». Tomó la taza llena de café y salió al pasillo, también desierto. Y pensó que sería capaz de decir cuántas noches solitarias habría pasado en su despacho a lo largo de los años.

En una ocasión, cuando aún estaba casado con Mona y Linda era pequeña, su entonces esposa se presentó una noche en la comisaría y, fuera de sí, le exigió que eligiese entre el trabajo y la familia. Aquella vez se marchó con ella a casa de inmediato. Pero hubo muchas otras ocasiones en las que se negó.

Se dirigió a los servicios con la cazadora de Martinson, decidido a intentar eliminar la mancha, pero no lo consiguió, de modo que regresó a su despacho, se sentó y extrajo su bloc escolar. Durante treinta minutos, se esforzó en plasmar sobre el papel lo que recordaba de la conversación mantenida con Siv Eriksson. En cuanto hubo concluido, lanzó un bostezo largo y profundo. Eran ya las once y media, por lo que pensó que debería irse a casa y dormir a fin de recuperar fuerzas para continuar. Sin embargo, se obligó a leer lo que había escrito y, hecho esto, permaneció allí, sentado, preguntándose acerca de la curiosa personalidad de Tynnes Falk; acerca de aquel habitáculo secreto en el que figuraba un altar con una fotografía que representaba al propio Falk como una imagen divina; y también acerca del hecho de que nadie supiese dónde recibía su correspondencia. Asimismo, recordó que Siv Eriksson había mencionado algo que se le había quedado grabado en la memoria: Tynnes Falk jamás aceptó ninguna de las tentadoras ofertas que había recibido de distintos clientes pues, según decía, ya tenía suficiente.

Miró el reloj y comprobó que eran las doce menos veinte minutos, de modo que era demasiado tarde para llamar por teléfono. No obstante, tenía el presentimiento de que Marianne Falk aún no se habría ido a la cama. Así pues, hojeó sus papeles hasta que halló el número de teléfono. Tras la quinta señal, cuando ya estaba dispuesto a aceptar la idea de que estaba durmiendo, ella descolgó el auricular. Wallander se presentó y pidió disculpas por llamar a aquellas horas.

—Yo nunca me voy a dormir antes de la una —aseguró Marianne Falk—. Pero ni que decir tiene que no es frecuente que me llamen a medianoche.

—Verás, tengo una pregunta que hacerte. Quería saber si Tiñes Falk dejó algún testamento.

—Pues no, que yo sepa.

—¿Es posible que exista un testamento sin que tú tengas conocimiento de ello?

—Por supuesto que sí. Pero no lo creo.

—¿Y por qué no?

—Cuando nos separamos hicimos una distribución de bienes bastante ventajosa para mí. Tanto es así que tuve la impresión de que me anticipaba una herencia a la que jamás tendría derecho tras la separación. Nuestros hijos, eso sí, lo heredarán automáticamente.

—Bien, no era más que eso.

—¿Han encontrado ya su cadáver?

—Aún no.

—¿Y al hombre que te disparó?

—Tampoco. El problema es que ni siquiera tenemos una descripción del sujeto, ni tenemos certeza de que se trate de un hombre, aunque tanto tú como yo así lo creamos.

—Siento mucho no haber podido ofrecer mejores respuestas.

—Ya, en fin. Pese a todo, investigaremos si hay algún testamento.

—Yo recibí mucho dinero —apuntó ella de repente—. Muchos millones. Y los niños también cuentan con que les quede bastante, claro.

—Es decir, que era rico, ¿no es así?

—Bueno, yo me quedé completamente perpleja cuando vi la cantidad de dinero que me dejaba al separarnos.

—¿Cómo explicó él estar en posesión de semejante fortuna?

—Bueno, dijo que había hecho algunos negocios muy lucrativos en Estados Unidos. Pero, claro está, eso no era cierto.

—¡Ah! ¿Y por qué no?

—Pues porque él nunca estuvo en Estados Unidos.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque vi su pasaporte en una ocasión. Y no había ni rastro de visados ni de sellos de entrada a ningún país.

«Ya, pero pudo haber hecho negocios con Estados Unidos de todos modos», se dijo Wallander. «De hecho, Erik Hókberg los hace con países lejanos y gana dinero con ello desde su apartamento. Lo mismo puede haber ocurrido con Tynnes Falk».

Wallander se excusó de nuevo y dio por concluida la conversación. A las doce y dos minutos de la medianoche, tras lanzar otro gran bostezo, se puso la cazadora y apagó la luz. Al llegar a la recepción, el policía de servicio asomó la cabeza desde la central de operaciones.

—Creo que tengo algo para ti —le advirtió.

Wallander cerró los ojos con fuerza albergando la esperanza de que no hubiese sucedido nada que lo obligase a mantenerse despierto toda la noche. Alcanzó la puerta de la central al tiempo que el agente le tendía el auricular.

—Al parecer, alguien ha encontrado un cadáver —le anticipó el policía.

«¡Otro más no, por favor!», suplicó Wallander para sí. «No lo soportaremos. Ahora no».

Tomó pues el auricular y se presentó:

—Kurt Wallander al aparato. ¿Qué ha ocurrido?

El hombre cuya voz se dejó oír al otro lado del hilo telefónico estaba indignado y hablaba a gritos, de modo que Wallander mantuvo el auricular a cierta distancia de la oreja.

—Habla despacio —le recomendó Wallander—. Tranquilo y despacio. De lo contrario, no podremos ayudarte.

—Bien, mi nombre es Nils Jónsson. Y hay un tío muerto en medio de la calle.

—¿Dónde exactamente?

—En Ystad. Tropecé con él. Está desnudo y muerto. Tiene un aspecto terrible. Y uno no debería toparse con este tipo de cosas, que yo padezco del corazón, ¡joder!

—A ver, despacio —insistió Wallander—. Despacio y con tranquilidad. ¿Dices que hay un hombre muerto y desnudo en medio de la calle?

—¿Es que estás sordo?

—No, a ver, dime qué calle.

—¿Y cómo cojones voy a saber yo cómo se llama este aparcamiento?

Wallander hizo un gesto con la cabeza.

—Veamos, se trata de un aparcamiento y no de una calle, ¿es así?

—Bueno, es una mezcla.

—¿Y dónde está esa mezcla?

—¡Yo qué sé! Yo estoy de paso, vengo de Trelleborg y voy a Kristianstad. Sólo iba a repostar. Y me tropecé con él.

—Bien, entonces, ¿te refieres a una gasolinera? ¿Desde dónde llamas?

—Desde mi coche.

Wallander empezaba a alimentar la esperanza de que aquel hombre estuviese ebrio y que todo hubiesen sido figuraciones suyas. Pero su excitación sonaba tan auténtica…

—Dime, ¿qué ves a través de la ventanilla?

—Pues…, parecen unos grandes almacenes.

—¿Cómo se llaman?

—El nombre no lo veo, pero dejé la carretera a la altura de la entrada.

—¿Qué entrada?

—Pues la de Ystad!, naturalmente.

—¿Desde Trelleborg?

—No, desde Malmö. Tomé la autopista.

Una idea fue emergiendo poco a poco desde el subconsciente de Wallander. Aunque aún le costaba creer que fuese posible.

—¿Puedes ver, desde la ventanilla, si hay algún cajero automático? —preguntó.

—¡Claro! Ahí es donde está el muerto. Sobre el asfalto.

Wallander contuvo la respiración. Cuando el hombre reanudó sus explicaciones, el inspector le tendió el auricular al policía, que había estado escuchando lleno de curiosidad.

—Se trata del mismo lugar en el que hallamos muerto a Tynnes Falk —explicó Wallander—. La cuestión es si no lo encontraremos allí por segunda vez.

—O sea, que llamamos a todas las unidades, ¿no?

Wallander negó con un gesto.

—Llama y despierta a Martin son. Y también a Nyberg, aunque él no creo que se haya ido a dormir aún. ¿Cuántos coches tenemos fuera en estos momentos?

—Sólo dos. Uno en Hedeskoga, por una pelea familiar, una fiesta de cumpleaños que ha degenerado en disputa.

—¿Y el otro?

—En el centro.

—Que vayan al aparcamiento de la calle de Missunnavágen lo antes posible. Yo iré en mi propio vehículo.

Dicho esto, Wallander abandonó la comisaría. Sentía frío, protegido únicamente por aquella cazadora tan fina. Durante el trayecto, que no le llevó más que unos minutos, se preguntaba con qué se encontraría al llegar. Sin embargo, en el fondo, él ya tenía la certeza: Tynnes Falk había regresado al lugar en el que lo habían hallado muerto.

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