Wallander se esforzaba por recordar lo que Martinson había dicho la primera vez que le habló del hombre que habían hallado muerto junto al cajero automático.
—¿Es cierto que tu hija vive en París?
—Así es. Ina sólo tiene diecisiete años, pero trabaja como niñera en la embajada danesa. Quiere aprender francés.
—¿Y tu hijo?
—¿Jan? No, él estudia en Estocolmo. Tiene diecinueve.
Wallander volvió a orientar la conversación hacia el tema del apartamento.
—¿Crees que, de haber desaparecido algo, lo habrías echado de menos?
—Sí, si lo hubiese visto con anterioridad.
Wallander asintió y, tras disculparse, volvió a la sala de estar, donde retiró uno de los tres gallos de porcelana que decoraban uno de los alféizares de la ventana. De vuelta en la cocina, le pidió a la mujer que examinase la sala de estar una vez más.
Ella no tardó en descubrir la falta de la figura de porcelana y Wallander comprendió que no avanzarían más por aquel camino. La mujer tenía buena memoria visual, pero no conocía el contenido de los armarios.
Se sentaron de nuevo en la cocina cuando eran ya casi las cinco y la penumbra del ocaso otoñal comenzaba a caer sobre la ciudad.
—¿A qué se dedicaba? —quiso saber Wallander—. Según tengo entendido, tenía una sociedad unipersonal en el ramo de la informática.
—Era asesor.
—¿Y qué significa eso, exactamente?
Ella lo observó inquisitiva.
—En la actualidad, este país está gobernado por asesores. Los dirigentes políticos no tardarán en quedar sustituidos por asesores, que no son sino expertos muy bien retribuidos que van por ahí ofreciendo soluciones. Sí no funcionan, no les queda más remedio que aceptar el papel de cabeza de turco, pero, a cambio de ello, están más que bien pagados.
—En otras palabras, tu marido era asesor informático, ¿no es así?
—Te agradecería que dejases de referirte a Tynnes como «mi marido», puesto que ya no lo era.
Wallander empezaba a impacientarse.
—¿Podrías explicarme de forma más detallada cuál era su actividad?
—Era un experto en la elaboración de diversos sistemas de dirección internos.
—¿Y qué es eso exactamente?
Entonces y por primera vez a lo largo de la conversación, la mujer sonrió.
—Pues no creo que pueda explicártelo a menos que tengas un conocimiento básico de cómo funciona un ordenador.
Wallander comprendió que tenía razón.
—¿Quiénes eran sus clientes?
—Por lo que yo sé, trabajaba con muchos bancos.
—¿Alguno en concreto?
—No lo sé.
—Entonces, ¿quién puede saberlo?
—Tenía un contable.
Wallander rebuscó en los bolsillos para ver si tenía algún papel en el que anotar el nombre, pero lo único que halló fue la factura del taller.
—Se llama Rolf Stenius y tiene la oficina en Malmö, pero no tengo hi la dirección ni el número de teléfono.
Wallander dejó el bolígrafo con el presentimiento de que su mente había pasado por alto algún detalle importante. Intentó concretar la idea, sin lograrlo. Entretanto, Marianne Falk había sacado un paquete de cigarrillos.
—¿Te molesta que fume?
—En absoluto.
Ella tomó un cenicero que había en el fregadero y encendió el cigarrillo.
—Tynnes estaría revolviéndose en su tumba ahora mismo, pues odiaba el tabaco. Durante todo el tiempo que estuvimos casados, me hacía salir a la calle cada vez que quería fumar. Así que esto es una especie de venganza.
Wallander aprovechó la digresión para orientar la conversación en otro sentido.
—La primera vez que hablamos me dijiste que tenía enemigos. Y que estaba preocupado.
—Exacto, ésa era la impresión que daba.
—Comprenderás que esto es muy importante.
—Comprenderás que, si tuviera más datos que ofrecerte los daría. Pero lo cierto es que no sé nada más.
—Bueno, al ver a una persona, uno puede concluir que está preocupada, pero no que tiene enemigos, de modo que algo te diría al respecto.
Ella tardó un instante en responder, mientras fumaba y miraba por la ventana. Ya había anochecido. Y Wallander aguardaba.
—Todo comenzó hace algunos años —explicó ella por fin—. Noté que no sólo estaba preocupado, sino también tenso, como si se hubiese vuelto un maníaco. Por otro lado, comenzó a hacer comentarios muy extraños. Así, en alguna ocasión en que vine a tomar café, dijo: «Si la gente lo supiese, me mataría». O también: «Uno nunca sabe lo próximos que están los perseguidores».
—¿De verdad que hacía semejantes observaciones?
—De verdad.
—¿Así, sin más explicación?
—Así.
—¿Y tú nunca le preguntaste qué quería decir exactamente?
—No, porque entonces estallaba y me mandaba callar.
Wallander reflexionó un instante antes de proseguir.
—Bien, hablemos de vuestros dos hijos.
—Sí, claro, ellos ya están al corriente de su muerte.
—¿Crees que alguno de los dos pudo haber notado, como tú, que estaba nervioso o haberlo oído mencionar a sus enemigos?
—Me extrañaría mucho. Se velan muy poco. Además, vivían conmigo y a Tynnes no le hacía mucha gracia que viniesen a visitarlo. Y, sin ánimo de criticarlo, tanto Jan como Ina pueden confirmártelo.
—Ya. Tendría amigos, ¿no?
—Muy pocos. Poco después de nuestra boda comprendí que me había casado con un hombre muy solitario.
—Además de ti, ¿quién más lo conocía bien?
—Sé que solía ver a una mujer, asesora informática como él, llamada Siv Eriksson, No tengo su número de teléfono, pero tiene la oficina en Skansgránd, muy cerca de la calle de Sjomansgatan. Colaboraron en la elaboración de varios proyectos.
Wallander tomó nota mientras Marianne Falk apagaba el cigarrillo.
—Una última pregunta, al menos por el momento —advirtió Wallander—. Hace algunos años Tynnes Falk fue detenido por la policía tras haber liberado a los visones de una granja, por lo que le impusieron una multa.
Ella lo miró con una expresión de sorpresa que parecía auténtica.
—Jamás había oído hablar de ello.
—Pero ¿tú te lo explicas qué liberase a los visones de una granja? ¿Y por qué habría de hacer tal cosa?
—Es decir, que tú no tienes noticia de que colaborase con ninguna de las organizaciones que se dedican a ese tipo de actividades.
—¿Qué tipo de organización sería?
—Asociaciones para la protección de los animales y del medio ambiente.
—Me cuesta creerlo.
Wallander asintió, consciente de que le decía la verdad. La mujer se puso en pie con la intención de marcharse.
—Tendré que hablar contigo de nuevo —anunció Wallander.
—MÍ ex marido me dejó una pensión bastante sustanciosa cuando nos separamos, de modo que no tengo por qué hacer lo que más odio en esta vida.
—Aja, ¿qué es?
—Trabajar, Así, dedico mi tiempo a la lectura y a bordar motivos florales en pequeños tapetes de hilo.
Wallander se preguntaba si la mujer no estaría tomándole el pelo. Sin embargo, no dijo nada, sino que la acompañó hasta la entrada, donde ella se detuvo a mirar el agujero que había en la pared.
—¿Así que los ladrones de apartamentos han empezado a disparar a la gente?
—Bueno, son cosas que pasan.
Ella lo estudió con la mirada de arriba abajo.
—Pero no parece que tú lleves ningún arma con la que defenderte, ¿me equivoco?
—No, no llevo ninguna.
Ella movió la cabeza, le tendió la mano y se despidió.
—¡Ahí Hay algo más! —la retuvo Wallander—. ¿Sabes si Tynnes Falk tenía algún interés por el espacio?
—¿Qué quieres decir?
—Naves espaciales, astronomía…
—Eso ya me lo has preguntado con anterioridad. Y te respondo como ya lo hice: no solía levantar la vista para contemplar el cielo y, si lo hacía, no creo que fuese más que para comprobar que las estrellas seguían en el firmamento. No era una persona especialmente romántica.
Se detuvo aún un momento y preguntó:
—¿Quién arreglará esta puerta?
—¿No hay ningún encargado del mantenimiento del edificio?
—Eso no me lo preguntes a mí.
Marianne Falk comenzó a bajar por la escalera. Wallander, por su parte, regresó al interior del apartamento y fue a sentarse en una silla de la cocina, el lugar en el que, por primera vez, tuvo la sensación de que se le había escapado algún detalle. Rydberg le había enseñado a no menospreciar su alarma interior. En aquel mundo de tecnicismo y racionalismo en el que transcurría la labor policial, la intuición revestía siempre, pese a todo, una importancia indiscutible y decisiva.
De modo que permaneció sentado e inmóvil durante unos minutos, hasta que cayó en la cuenta de qué era lo que había obviado. Como solía ocurrir, se trataba de ponerlo todo patas arriba para poder darle después su justa ordenación. En efecto, Marianne Falk no había echado en falta ningún objeto, pero ¿no significaría aquello que el ladrón vino a dejar algo más que a llevarse nada? Wallander negó con la cabeza ante su propio razonamiento. Y estaba a punto de ponerse en pie cuando unos toquecitos en la puerta lo sobresaltaron. El corazón empezó a latirle con violencia, pero al oír los golpes por segunda vez, comprendió que en modo alguno podía ser que aquella persona que le había disparado volviese para repetir el ataque. Así pues, fue al vestíbulo y abrió la puerta para comprobar que era un hombre de edad, apoyado en un bastón, quien aguardaba a que le abrieran.
—Quería ver al señor Falk —anunció en tono decidido—. He venido para exponerle una queja.
—¿Y quién eres tú? —quiso saber Wallander.
—Mi nombre es Carl-Anders Setterkvist, propietario de este edificio. He recibido diversas protestas de los inquilinos, que se quejan de las carreras y el consiguiente alboroto provocados por algunos miembros del Ejército. SÍ el señor Falk se encuentra en casa, quisiera hablar con él personalmente.
—El señor Falk está muerto —reveló Wallander con innecesaria brusquedad.
Setterkvist clavó en él una mirada inquisitiva.
—¿Cómo? ¿Muerto?
—Soy policía —explicó Wallander—. De la brigada judicial. Aquí se ha producido un robo, pero Tynnes Falk está muerto desde la noche del pasado lunes. Y quienes suben y bajan a la carrera no son miembros del Ejército, sino agentes de la policía.
Setterkvist pareció tomarse un instante para sopesar si Wallander estaba diciendo la verdad o no.
—Pues tengo que ver la insignia —exigió terminante.
—Ya hace mucho tiempo que no llevamos insignia, pero puedo enseñarte mi placa —advirtió Wallander al tiempo que la sacaba del bolsillo para mostrársela. Setterkvist la examinó minuciosamente mientras el inspector le exponía lo sucedido de forma sucinta.
—Vaya, es lamentable, pero ¿qué sucederá ahora con los apartamentos? —inquirió el anciano.
Wallander quedó sorprendido.
—¿Cómo «los apartamentos»?
—A mi edad, resulta siempre muy engorroso cambiar de inquilino, pues uno quiere estar seguro de quiénes son los que se instalan en sus propiedades. Sobre todo en un edificio como éste, en el que la mayoría de los arrendatarios son personas mayores.
—¿Tú también vives aquí?
Setterkvist se sintió ofendido.
—Yo vivo en un chalet a las afueras.
—Ya, bueno. Te has referido a «los apartamentos», ¿no?
—¿Y a qué iba a referirme si no?
—¿Quieres decir que Tynnes Falk te alquilaba más de un apartamento?
Setterkvist le indicó con e! bastón su deseo de entrar en la vivienda y Wallander se hizo a un lado para dejarle paso.
—Te recuerdo que ha habido un robo y que todo está bastante revuelto.
—Sí, a mí también me robaron, así que sé perfectamente el aspecto que puede tener —aseguró Setterkvist imperturbable mientras Wallander lo conducía a la cocina.
—El señor Falk era un inquilino extraordinario —aseguró Setterkvist—. Jamás se retrasó en pagar el alquiler. Te garantizo que, a mis años, uno ya no se asombra de nada, pero las quejas que me han hecho llegar en los últimos días me han sorprendido bastante. Por eso he venido.
—A ver, entonces, Tynnes Falk te alquilaba más de un apartamento —repitió Wallander.
—Así es. Soy propietario de un antiguo edificio noble situado cerca de la plaza de RunnerstrÓms Torg —aclaró Setterkvist—. Y allí le arrendé a Falk una de las buhardillas más pequeñas pues, según me dijo, la necesitaba para su trabajo.
«Lo cual bien puede ser la explicación de que no hubiese aquí ningún ordenador», concluyó Wallander. «En este apartamento no hay muchos indicios de que se desarrollase ninguna actividad laboral».
—Pues necesitaría ver ese otro apartamento —comentó Wallander.
Setterkvist meditó un instante antes de sacar del bolsillo el llavero más grande que Wallander había visto en su vida, aunque el anciano propietario seleccionó enseguida las llaves que buscaba y las soltó del llavero.
—Ni que decir tiene que te haré un recibo —afirmó Wallander.
Setterkvist negó vehemente con la cabeza.
—No, uno debe poder fiarse de la gente o, más bien, de su buen juicio —precisó.
El anciano se marchó y Wallander llamó a la comisaría para pedir que precintaran el apartamento. Después, cuando faltaban ya pocos minutos para las siete, se fue derecho a la plaza de RunnerstrÓms Torg. El viento seguía soplando racheado y el inspector sentía frío. La cazadora que Martinson le había prestado no era muy gruesa. Mientras caminaba, le vino a la mente el recuerdo del disparo, que aún se le antojaba irreal, y se preguntó cómo reaccionaría dentro de unos días, cuando de verdad hubiese comprendido lo cerca que había estado de la muerte.
El edificio de la plaza de Runnerstroms Torg era una construcción de principios de siglo y constaba de tres plantas. Wallander se colocó al otro lado de la calle para observar las ventanas de las buhardillas de la última planta, pero no vio ninguna luz encendida. Antes de encaminarse al portal, echó una ojeada a su alrededor. Un hombre pasó ante él montando en bicicleta, pero, por lo demás, el lugar estaba desierto. Cruzó la calle y abrió el portal. Se oían las notas de una canción procedentes de uno de los apartamentos. Encendió la luz de la escalera y empezó a subir. Ya en el piso de arriba, comprobó que no había más que una puerta, blindada y sin nombre ni buzón. Wallander escuchó con atención, pero todo estaba en silencio. A continuación, abrió la cerradura. Permaneció allí a la escucha y, durante un instante, creyó oír la respiración de alguien en el interior, de modo que se preparó para huir. Sin embargo, comprendió enseguida que no eran más que figuraciones suyas. Encendió la luz y cerró la puerta tras de sí.