—¿Te chocó la invitación?
—No, en absoluto —negó el inspector—. ¿Puedo hacerte mi pregunta?
—Adelante.
—¿Podrías describir el modo en que Tynnes Falk escribía sobre el teclado del ordenador?
—¿Y ésa es tu pregunta?
—Eso es. Y quiero una respuesta.
—Pues, supongo que escribía como suele escribirse.
—Bueno, cada uno escribe de una manera. Por lo general, se representa a los policías aporreando con un dedo el teclado de una máquina de escribir anticuada.
—¡Ah, ahora te entiendo!
—¿Utilizaba todos los dedos?
—Bueno, no hay mucha gente que lo haga, ¿no?
—Es decir, que sólo utilizaba algunos.
—Sí.
Wallander contenía la respiración pues estaba a punto de comprobar si sus sospechas tenían algún fundamento.
—¿Y qué dedos utilizaba?
—La verdad, tengo que pensarlo.
Wallander aguardaba presa de una gran tensión.
—Escribía con los índices —declaró ella.
Wallander sintió que la decepción se apoderaba de él.
—¿Estás completamente segura?
—Bueno, en realidad, no del todo.
—Es muy importante que me des la respuesta correcta.
—A ver, estoy intentando imaginármelo.
—Tómate el tiempo que necesites.
La mujer estaba ya despabilada y Wallander comprendió que se esforzaba al máximo.
—Preferiría llamarte dentro de un momento —rogó—. No estoy segura y creo que será más fácil si me siento ante mi ordenador. Quizás eso me ayude a recordar.
Wallander convino en que tenía razón y le dio el número de su domicilio.
Después, se sentó ante la mesa de la cocina, dispuesto a esperar su llamada.
Tenía un fuerte dolor de cabeza y pensó que, aquella noche, tendría que acostarse temprano y descansar hasta el amanecer, pasara lo que pasara. Se preguntó abstraído cómo se sentiría Nyberg, si sería capaz de conciliar el sueño o si se pasaría la noche dando vueltas despierto en la cama.
Diez minutos más tarde, ella le devolvió la llamada. Wallander se llevó un sobresalto al oír el timbre del teléfono y volvió a invadirlo el temor de que se tratase de un periodista, aunque lo tranquilizó pensar que era demasiado temprano para ellos, que no solían llamar antes de las cuatro y media de la madrugada. Levantó el auricular y la mujer le contestó sin preámbulos:
—El dedo índice de la mano derecha y el corazón de la izquierda.
Wallander se sintió presa de una gran tensión.
—¿Estás segura?
—Sí. Es un modo bastante inusual de utilizar los dedos al teclado de un ordenador, pero era el suyo.
—¡Estupendo! —la felicitó Wallander—. Esa respuesta sí ha sido de gran ayuda.
—Pero ¿es la correcta?
—Bien, ha venido a confirmar una sospecha —le reveló Wallander.
—¿Comprenderás que me muero de curiosidad por saber de qué sospecha se trata?
Wallander contempló la posibilidad de hacerla partícipe del suceso de los dedos seccionados pero, finalmente, decidió que lo mantendría en secreto.
—Lo siento, no puedo revelar ningún dato al respecto. Al menos, no por ahora. Tal vez más adelante.
—¿Qué es lo que ha sucedido en realidad?
—Eso es lo que intentamos averiguar —aseguró Wallander—. ¡Ah!, y no olvides la lista que te pedí. Buenas noches.
—Buenas noches.
El inspector se puso en pie y se acercó a la ventana. Comprobó que la temperatura había subido ligeramente, pues estaban a siete grados aunque el viento seguía racheado. Por otro lado, había empezado a lloviznar. Eran las cuatro menos tres minutos y Wallander se fue a la cama pero la imagen de los dos dedos cortados bailoteó en su mente hasta que logró caer vencido por el sueño.
El hombre que aguardaba agazapado entre las sombras de la plaza de Runnerstroms Torg contaba despacio cada una de sus inspiraciones y espiraciones. Era algo que había aprendido a hacer en su infancia: el control de la respiración y el grado de paciencia guardaban relación. Un ser humano debe tener clara conciencia de los momentos en que la espera es lo fundamental.
Escuchar su propia respiración le ayudaba a controlar el desasosiego que ahora sentía. Ya se habían producido demasiados sucesos imprevistos. Sabía que no era fácil guardarse de todas las contingencias inesperadas, pero la muerte de Tynnes Falk había constituido un gran perjuicio que los había obligado a reorganizar todo el plan, por lo que no tardarían en volver a tenerlo todo bajo control. El tiempo empezaba a apremiar, pero si nada imprevisto acontecía, podrían ajustarse a su calendario inicial.
Pensó en el hombre que, en algún lugar del oscuro trópico, lo tenía todo en su mano. Aquel a quien él jamás había visto en persona, pero al que respetaba y temía.
No podían permitirse que nada fallase.
Aquel hombre jamás lo consentiría.
Pero, en realidad, nada podía rallar. Nadie podría acceder al ordenador que contenía el cerebro mismo de la operación. Su desazón no tenía razón de ser y no era más que una expresión de la fragilidad de su autocontrol.
El que su disparo no hubiese alcanzado al policía que había subido al apartamento de Falk había sido un error imperdonable, pero el hecho de que el agente siguiese con vida tampoco ponía en peligro la seguridad. Lo más probable era que no supiese nada de nada, aunque no podían estar seguros de ello.
El propio Falk lo había dicho: «Nada es nunca totalmente seguro». Y ahora él estaba muerto. Y su muerte había venido a confirmar sus palabras. En verdad que nada era nunca «totalmente seguro».
Debían andarse con cuidado. Aquel que, a partir de ahora, era el único responsable a la hora de tomar todas y cada una de las decisiones le había dicho que aguardase. Si atacaban al policía de nuevo y éste resultaba muerto, el suceso provocaría un revuelo innecesario. Por otro lado, tampoco concurría ninguna circunstancia que les permitiese sospechar que la policía abrigase el menor temor por lo que estaba a punto de suceder.
De modo que él había seguido vigilando el edificio de la calle de Apelbergsgatan. Cuando el policía salió de allí, él lo siguió hasta la plaza de Runnerstroms Torg. Tal y como él había supuesto, el habitáculo secreto había sido descubierto. Después llegó otro policía, cargado de maletines. Una hora más tarde, el policía había regresado y antes de medianoche, todos abandonaron el apartamento definitivamente.
Pero él había mantenido su paciente guardia, atento a su propia respiración. Eran ya las tres de la madrugada y la calle se extendía ante él, desierta. El frío viento lo hacía tiritar. Consideraba más que improbable que nadie apareciese por allí en aquellos momentos, así que, con gran cautela, se apartó de las sombras que lo envolvían y cruzó la calle. Abrió el portal y se apresuró en silenciosa carrera hasta el piso más alto del edificio. Una vez allí, abrió la puerta, las manos cuidadosamente enfundadas en sus guantes. Entró, encendió la linterna y dejó que el haz de luz recorriese las paredes. Y, en efecto, tal y como él se había figurado, habían dado con la entrada secreta a la habitación interior. Sin saber por qué, el policía con el que se había topado en el apartamento le inspiraba cierto respeto. El agente había reaccionado con inesperada rapidez, pese a no ser muy joven. Aquella enseñanza también la había incorporado muy pronto en su vida: subestimar a un contrincante constituía un pecado capital tan grave como la codicia.
Linterna en mano, enfocó después el ordenador antes de encenderlo. La pantalla se iluminó enseguida. Buscó entonces una ventana que le permitió ver cuándo se había utilizado el ordenador por última vez. Hacía seis días, de lo que dedujo que los policías ni siquiera habían encendido el aparato.
Aun así, era demasiado pronto para sentirse del todo seguro. Podía ser una cuestión de tiempo. O tal vez habían pensado llevar allí a algún especialista. El temor volvió a adueñarse de él. Sin embargo, en el fondo, estaba convencido de que jamás lograrían descifrar los códigos. Aunque se empeñasen durante años. Tan sólo en el caso de que uno de los policías fuese un hombre de intuición inusitada, tendrían alguna posibilidad. O si diese muestras de una agudeza muy superior a cuanto él había visto hasta entonces. Pero aquello era, cuando menos, dudoso. Tanto más cuanto que ignoraban qué era exactamente lo que buscaban. Y nadie podía siquiera imaginar por un instante la naturaleza de las fuerzas que, concentradas en aquel ordenador, aguardaban el momento de la liberación.
Salió del apartamento, tan silencioso como había llegado.
Después, su figura volvió a desaparecer, engullida por las sombras.
Wallander despertó con la sensación de haber dormido demasiado, pero, cuando miró el reloj, comprobó que no eran más que las seis y cinco de la mañana. Había dormido tres horas. Se dejó caer de nuevo sobre la almohada, víctima de un fuerte dolor de cabeza que atribuyó a la falta de sueño. «Diez minutos más», se concedió. «Aunque sean cinco. Soy incapaz de levantarme ahora mismo».
Sin embargo, se incorporó de inmediato y se dirigió trastabillando al cuarto de baño. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Se colocó bajo la ducha y dejó caer el peso de su cuerpo contra la pared. Así, fue despertando paulatinamente.
A las siete menos cinco detuvo el coche y lo estacionó en el aparcamiento de la comisaría. La fina lluvia que había comenzado a caer durante la noche persistía invariable. Al entrar, comprobó que Hanson había llegado más temprano de lo usual aquella mañana y que, ataviado con traje y corbata, hojeaba un periódico en la recepción. Aquello sorprendió a Wallander, pues la indumentaria habitual del colega era pantalón de pana y camisa sin planchar.
—¿Es tu cumpleaños? —no pudo por menos de preguntar el inspector.
Hanson negó con un gesto.
—No. Es que el otro día me tomé la molestia de mirarme al espejo. Y te aseguro que no fue una imagen muy agradable la que éste me devolvió. Así que pensé que debía intentar mejorar mi aspecto. Además, hoy es sábado. En fin, ya veremos lo que me dura…
Se encaminaron juntos al comedor en busca del café de rigor mientras Wallander lo hacía partícipe de los sucesos acontecidos durante la noche.
—¡Qué despropósito! —exclamó Hanson cuando Wallander hubo concluido su relato—. ¿Por qué coño iban a volver a colocar el cadáver de un hombre en medio de la calle?
—Bueno, se supone que nosotros cobramos para averiguarlo —le recordó Wallander—. Por cierto, que esta noche te tocará buscar perros.
—¡Aja! ¿Puedes ser algo más explícito?
—Bueno, en realidad, fue idea de Martinson, Según él, alguien que hubiera estado paseando a su perro podía haber visto algo raro en la calle de Missunnavagen ayer noche. Así que pensamos que tú podrías apostarte allí y darle el alto a cuantos pasen con sus chuchos e interrogarlos.
—Ya, ¿y por qué tengo que ser yo?
—Pues porque a ti te gustan los perros, ¿no?
—La verdad es que iba a salir esta noche. Es sábado, ¿recuerdas?
—Podrás hacer las dos cosas. Será suficiente con que estés allí poco antes de las once.
Hanson asintió. Si bien a Wallander nunca le había caído en gracia el colega, no podía por menos de admitir su disponibilidad para trabajar cuando era necesario.
—Nos vemos a las ocho en la sala de reuniones. Tenemos que repasar lo sucedido bien a fondo —lo emplazó Wallander.
—A mí me da la impresión de que no hacemos otra cosa, aunque tanto análisis no parece conducirnos a ninguna parte.
Ya en su despacho, Wallander se sentó ante el escritorio pero no tardó en aportar el bloc escolar pues, de pronto, tomó conciencia de que ya no sabía qué anotar. Ciertamente, era incapaz de recordar haberse sentido tan perdido, tan carente de directrices para conducir un trabajo de investigación. Tenían a un taxista muerto y a un asesino tan muerto como su víctima. Asimismo, tenían a un hombre que había fallecido ante un cajero automático y su cadáver, que había desaparecido del depósito para luego reaparecer ante el mismo cajero, eso sí, con dos dedos menos. Y precisamente los dos dedos que el sujeto solía utilizar cuando trabajaba al ordenador. Por otro lado, también tenían aquel tremendo corte en el suministro eléctrico que afectó a gran parte de Escania y que había resultado estar extrañamente relacionado con todas aquellas muertes y sucesos. Y, pese a todo, ninguno de los acontecimientos parecía encajar ni guardar relación directa con ningún otro. A todo aquello había que añadir la circunstancia de que Wallander había sido objeto de un intento de asesinato, pues habría sido absurdo pensar que el objetivo del disparo era simplemente asustarlo para que se apartase del caso. No, el objetivo era, sin duda, su muerte.
«Nada parece lógico», concluyó el inspector, «No tengo ni idea de dónde empieza y dónde termina todo esto. Y, sobre todo, no tengo ni idea de por qué han muerto estas personas. Pero, a pesar de todo, debe de existir un móvil».
Se levantó sumido en profunda reflexión, y se dirigió a la ventana con la taza de café en la mano.
«¿Qué habría hecho Rydberg?», se preguntó. «¿Se le habría ocurrido a él cómo proceder en este caso o se habría sentido tan perdido como yo?».
Pero, en aquella ocasión y en contra de lo habitual, no obtuvo respuesta alguna. Rydberg guardaba silencio.
Cuando dieron las ocho, se sentó de nuevo dispuesto a preparar la reunión del grupo de investigación. No en vano era él quien debía guiarlos. Hizo un nuevo esfuerzo por contemplar los acontecimientos desde otra perspectiva, y retomó el análisis desde el principio, intentando, en esta ocasión, dilucidar cuáles eran los sucesos primordiales y cuáles podían considerarse como accesorios. Tenía la impresión de estar construyendo un sistema planetario, alrededor de cuyo núcleo una serie de satélites describían diversas órbitas. Pero el núcleo era, precisamente, lo que le faltaba, pues en su lugar no había más que un agujero negro.
«Siempre hay un personaje principal oculto en algún lugar», advirtió para sí. «Todos los papeles no revisten la misma importancia. Así, algunas de las víctimas han representado un papel secundario. Pero ¿quién es quién y cuál es la representación? ¿De qué trata, en realidad, todo este embrollo?».
Se vio, así, arrojado al punto de partida y lo único de lo que creía poder estar seguro era de que el intento de asesinato contra él no constituía ningún hecho fundamental. Como tampoco se le antojaba que la muerte del taxista pudiese considerarse como detonador del resto de los acontecimientos.