«Ebba no habría hecho preguntas», lamentó Wallander en silencio.
—Empanada de soja.
—¿Y eso qué es?
—Comida. Comida vegetariana. Espero que no tarde mucho en llegar.
Antes de dar a Irene la oportunidad de seguir preguntando, el inspector colgó el auricular.
—Bien, empecemos por lo que viste a través de la ventana —propuso Wallander—. Viste un coche, ¿no es así?
—Sí, y casi nunca pasa ninguno por aquella carretera.
—Ya. Así que tomaste los prismáticos para ver quién era.
—¡Pero si ya lo sabes todo!
—No todo, pero sí una parte. ¿Qué viste?
—Un coche azul oscuro.
—¿Un Mercedes?
—No sé nada sobre marcas de coches.
—¿Era grande, como una furgoneta?
—Eso es.
—Y alguien había salido del vehículo y estaba mirando la casa, ¿no? |.
—Sí. Y creo que eso fue lo que me infundió tanto miedo. Dirigí los prismáticos y regulé las lentes y, entonces, vi a un hombre que hacía lo propio, pero en dirección a mí.
—¿Pudiste verle la cara?
—Me asusté.
—Sí, claro, lo comprendo. Pero ¿y la cara, la viste?
—Vi que tenía el pelo oscuro.
—¿Cómo iba vestido?
—Llevaba una gabardina negra, creo.
—¿Te percataste de algo más? ¿Lo habías visto con anterioridad?
—No. Era la primera vez. Y no vi nada más.
—Bien. Así que saliste huyendo con el coche. ¿Viste si el hombre te siguió?
—Creo que no. Tomé un desvío que está justo al otro lado de nuestra casa y en el que nadie suele reparar.
—¿Qué hiciste después?
—Te había enviado el correo electrónico con el mensaje de socorro. Pensé que necesitaba ayuda, pero no me atrevía a regresar a la plaza de Runnerstroms Torg. No sabía qué hacer. Primero pensé irme a Copenhague, pero me asustaba la idea de atravesar en coche todo Malmo por si pasaba algo; como no soy muy buen conductor…
—Bien. De modo que te fuiste a Ystad. ¿Qué hiciste después?
—Nada.
—¿Te quedaste sentado en el coche hasta que los policías te encontraron?
—Así es.
Wallander reflexionó un instante sin saber cómo proseguir. En realidad, le habría gustado tener allí a Martinson. Y también a Alfredsson, claro. Así que se levantó y salió del despacho camino de la recepción, donde halló a Irene. La joven movió la cabeza al verlo.
—¿Cómo va lo de la comida? —preguntó en tono acerado.
—A veces me da por pensar que no estáis bien de la cabeza…
—Sí, y seguro que tienes razón. Pero resulta que ahí dentro tengo a un chico que no come hamburguesas. Al parecer, también existe esa clase de jóvenes. Y tiene hambre.
—Llamé a Ebba —aclaró Irene—. Y me dijo que ella lo arreglaría.
Wallander adoptó enseguida una disposición de ánimo mucho más favorable hacia la chica. En efecto, si había hablado con Ebba, todo iría bien.
—Quiero que Martinson y Alfredsson vengan cuanto antes —ordenó—. Haz el favor de llamarlos.
En ese preciso momento, Lisa Holgersson cruzó apresurada las puertas de la comisaría.
—¿Es cierto lo que me han dicho? ¿Ha habido otro tiroteo?
Lo último que Wallander deseaba hacer era detenerse a hablar con Lisa Holgersson. Pero sabía que era inevitable, de modo que le refirió brevemente lo sucedido.
—¿Se ha dado la alarma?
—Sí, ya está todo en marcha.
—¿Cuándo me daréis cuenta de todo con detalle?
—Tan pronto como los demás hayan vuelto a la comisaría.
—Tengo la sensación de que este caso está escapándosenos de las manos.
—Todavía no —repuso Wallander sin ocultar su enojo—. Pero, como es lógico, tú puedes sustituirme cuando gustes como jefe del grupo. El responsable de la búsqueda es Hanson.
Lisa Holgersson tenía más preguntas que hacerle, pero Wallander ya le había dado la espalda y se alejaba pasillo arriba.
Tanto Martinson como Alfredsson llegaron a las cinco. Wallander se había llevado a Modin a una de las salas de reuniones más pequeñas. Mientras, Hanson había llamado para avisarles de que aún no habían localizado ninguna pista que los condujese hasta el hombre que, al abrigo de la bruma, había disparado contra Wallander. Pero nadie sabía dónde se encontraba Ann-Britt. El inspector se atrincheró, literalmente, en la sala de reuniones donde había acomodado a Modin, cuyos ordenadores ya estaban encendidos. Enseguida comprobaron que había recibido varios mensajes nuevos.
—Veamos. Lo revisaremos todo a fondo una vez más —comento Wallander cuando todos se hubieron sentado—. Desde el principio hasta el final.
—Me parece que no va a ser posible —objetó Alfredsson—. La mayor parte de la información sigue resultándonos inaccesible.
Wallander se volvió hacia Robert Modin.
—Dijiste que habías descubierto algo, ¿no es así?
—Sí, pero no creo que sea capaz de explicarlo. Además, tengo hambre.
Wallander se irritó con el joven por primera vez. El hecho de que Modin estuviese en posesión de importantes conocimientos acerca del mágico mundo de los ordenadores no excusaba todas las manifestaciones de su carácter.
—Tu comida está en camino —replicó Wallander—. Si no puedes esperar, te habrás de conformar con simples panecillos suecos. O con una pizza.
Modin se puso en pie y fue a sentarse ante sus ordenadores, mientras los demás se agrupaban a su alrededor.
—Estuve cavilando durante mucho tiempo acerca de en qué consistiría todo este lío —comenzó—. Lo más probable sería, pensaba yo, que el número veinte que no paraba de aparecer por todas partes guardase relación con el año 2000. Ya sabéis que dicen que muchos sistemas informáticos complejos dejarán de funcionar entonces si no se toman las medidas oportunas. Pero nunca encontré los dos ceros que faltaban. Además, la programación parece estar confeccionada de modo que el proceso se ponga en marcha en breve. Aunque no tengo ni idea de qué proceso se trata, claro. Así que llegué a la conclusión de que, a pesar de todo, se trata del día 20 de octubre.
Alfredsson negó con la cabeza e hizo ademán de ir a protestar, pero Wallander lo detuvo.
—Continúa.
—Así que empecé a buscar otros detalles del patrón que había seguido para hallar la cifra. Ya sabemos que hay algo que deambula de izquierda a derecha. Y que hay un punto de salida. Y eso nos hace pensar que algo va a suceder. Pero no qué. Entonces entré en Internet y empecé a buscar información sobre las instituciones que habíamos identificado: el Banco Nacional de Indonesia, el Banco Mundial, el agente de Bolsa de Seúl…, para averiguar si había algún denominador común. Ese punto que todos aspiramos a localizar.
—¿Qué punto?
—El punto en que algo falta, aquel en que el hielo es frágil, donde podríamos suponer que un ataque, de producirse, pasaría inadvertido, hasta que fuese demasiado tarde.
—Recuerda que hay grandes contingentes de reservas y de expertos preparados para cualquier eventualidad —objetó Martinson—. Además, también dispondrán de la protección necesaria para defenderse de cualquier virus que puedan enviarles para dañar sus sistemas.
—En Estados Unidos ya tienen la capacidad suficiente como para dirigir una guerra mediante ordenadores —apuntó Alfredsson—. Y hace un momento hablábamos de misiles dirigidos por vía informática y de ojos electrónicos capaces de controlar robots y de orientar su ataque hacia un determinado objetivo. Pero todo esto no tardará en ser más antiguo que un avance bélico de infantería. Lo que harán será enviar componentes dirigidos por radio a las redes del enemigo para desarticular todos los sistemas informáticos. O redirigirlos contra los objetivos que uno desee.
—¿Es verdad todo eso? —inquirió Wallander con no poco escepticismo.
—Eso no es más que lo que sabemos —precisó Alfredsson—. Pero hemos de ser conscientes de que ignoramos la mayor parte. Lo más verosímil es que los sistemas de armamento actuales sean todavía más avanzados.
—Bien, bien. Volvamos al ordenador de Falk —exhortó Wallande—. ¿Encontraste alguno de esos puntos débiles de que hablabas?
—No estoy seguro —repuso Modin vacilante—. Pero podríamos decir que todas esas instituciones son como perlas de un collar. Y al menos una característica sí que tienen en común.
—¡Aja! ¿Y cuál es?
Modín movió la cabeza como si dudase de sus propias conclusiones.
—Son piedras angulares de los centros financieros mundiales. Si alguien impusiese el caos a sus sistemas, se originaría una crisis económica capaz de poner fuera de juego los sistemas financieros de todo el mundo. Los índices de la Bolsa se moverían sin ton ni son. Cundiría el pánico. La gente limpiaría sus cuentas bancarias. Las divisas tendrían un comportamiento tan inexplicable que nadie sería ya capaz de determinar su valor.
—¿Y a quién le interesaría algo así?
Martinson y Alfredsson respondieron casi al unísono.
—¡A mucha gente! —afirmó Alfredsson—. Sería el mayor sabotaje que podrían perpetrar un grupo de personas que estuviesen interesadas en desbaratar el orden y concierto en el mundo.
—Hay quien libera visones —observó Martinson—. Y en este caso, podríamos figurarnos que lo que se libera es el dinero. El resto no es difícil de imaginar.
Wallander intentaba seguir el razonamiento.
—¿Estáis hablando de una especie de veganos de las finanzas, o comoquiera que los queráis llamar?
—Algo así —convino Martinson—. La gente libera a los visones porque no quiere que los maten para utilizar su piel. Otros se dedican a destruir los más avanzados aviones de combate. Y son actitudes comprensibles, claro. Pero, a la larga, se puede decir que la locura está al acecho. El más terrible de los sabotajes sería, claro está, desarticular los sistemas financieros de todo el mundo.
—¿Estamos de acuerdo todos los presentes en que nos hallamos ante una acción de esta naturaleza? ¿Y que, por raro que parezca, todo esto puede tener su origen en un ordenador que se encuentra en Ystad?
—Algo de eso hay —admitió Modin—. Jamás me he enfrentado a un sistema de seguridad tan complejo.
—¿Quieres decir que es más difícil acceder a él que al del Pentágono? —quiso saber Alfredsson.
Modin le dedicó una sonrisa ladina.
—Bueno, por lo menos, no es menos complejo.
—Pues no sé cómo seguir adelante en esta situación —confesó Wallander.
—Hablaré con Estocolmo —decidió Alfredsson—. Les enviaré un in-1 forme que, a su vez, haremos llegar al mundo entero. En especial, a esas instituciones cuya identidad hemos averiguado, con el fin de que puedan adoptar las medidas pertinentes.
—SÍ es que no es ya demasiado tarde —murmuró Modin.
Pese a que todos oyeron sus palabras, nadie hizo el menor comentario. Alfredsson abandonó la sala a toda prisa.
—Pues, por extraordinario que se nos antoje, estoy por creerlo —admitió Wallander.
—No resulta fácil imaginar otra explicación.
—Algo sucedió en Luanda hace veinte años —insistió Wallander-Falk vivió allí una experiencia que cambió su vida. Tuvo que conocer a alguien…
—Con independencia de lo que pueda haber en el ordenador de Falk, está claro que hay gente dispuesta a matar por mantener la información intacta y el proceso en marcha.
—Jonas Landahl estaba involucrado —afirmó Wallander reflexivo-Y, puesto que Sonja Hokberg y él mantuvieron una relación durante un tiempo, también ella murió.
—El corte en el suministro eléctrico pudo ser una especie de prueba previa —observó Martinson—. Y no debemos olvidar que ahí fuera hay un hombre que ha intentado matarte en dos ocasiones.
Wallander señaló a Modin advirtiéndole así a Martinson que debía medir sus palabras.
—La cuestión es qué podemos hacer —prosiguió Wallander—. ¿Acaso hay algo que podamos hacer?
—Yo creo que podemos imaginarnos una especie de rampa de lanzamiento —sugirió Modin de repente—. O una tecla que haya que pulsar. Para infectar un sistema informático y evitar que te descubran, suele ocultarse el virus tras un comando de apariencia inofensiva pero que se repite de forma regular. Y hay que hacerlo de modo que varias acciones se realicen de un modo concreto a una hora concreta.
—¿Puedes darnos un ejemplo?
—Pues podría ser cualquier cosa…
—Lo mejor que podemos hacer es continuar como hasta ahora, desvelando la identidad de las instituciones que se ocultan en el ordenador de Falk, y procurar que queden avisadas para que mantengan vigilados sus sistemas de seguridad —opinó Martinson—. Del resto puede ocuparse Alfredsson.
De repente, Martinson se sentó a la mesa, escribió unas líneas sobre un trozo de papel y dirigió una mirada elocuente a Wallander, que se inclinó para leer el texto:
«Hemos de tomar en serio la amenaza dirigida contra Modin».
Wallander mostró su acuerdo con un gesto. Quienquiera que fuese la persona que se había apostado en la carretera comarcal sabía que Modin era una pieza importante. Y aquello lo colocaba en la misma situación de riesgo en que se había hallado Sonja Hokberg.
El teléfono de Wallander sonó de improviso para traerle la voz de Hanson, que lo informó de que, pese a que seguían sin localizar al responsable de los disparos, la búsqueda continuaba con la misma intensidad.
—¿Qué tal le va a Nyberg?
—Ya está contrastando las huellas dactilares.
Hanson se encontraba aún en la zona de Backákra donde, por otro lado, permanecería el resto de la jornada. Pero el colega seguía sin saber dónde se había metido Ann-Britt.
Tras concluir la conversación, Wallander intentó localizarla por teléfono, pero no había manera de conectar con ella.
Entonces, alguien llamó a la puerta, que enseguida dejó paso a Irene. La recepcionista se presentó con un paquete entre las manos.
—Aquí está la comida esa… —anunció—. A propósito, ¿quién tensa que pagarla? Por ahora, lo he puesto de mi bolsillo.
—Dame el recibo y ya lo arreglaré —la tranquilizó Wallander.
Modin se sentó dispuesto a consumir su almuerzo mientras Wallander y Martinson lo observaban en silencio, hasta que el teléfono del inspector volvió a sonar. En esta ocasión era Elvira Lindfeldt, de modo que Wallander salió al pasillo y cerró la puerta tras de sí.
—Oye, he oído en la radio que se ha producido un tiroteo a las afueras de Ystad con algunos agentes de policía de por medio. No serías tú uno de ellos, ¿verdad? —inquirió solícita.