Axel Modin negó con la cabeza.
—No lo sé.
—Pero, tendrá amigos, ¿no? La primera vez que vine a esta casa estaba en una fiesta…
—Ya he llamado a sus amigos, pero ninguno de ellos lo ha visto. Me prometieron que me avisarían si aparecía.
—Tienes que pensar, es tu hijo —lo apremió Wallander—. Está asustado y se ha marchado, ¿dónde crees que puede tener un escondite?
Modín reflexionaba. El gato no perdía de vista a Wallander.
—El caso es que le gusta dar paseos por la playa —reveló Modin vacilante—. Suele bajar a Sandhammaren. O bien caminar por las plantaciones, allá por Backákra. No sé de otros lugares.
Wallander dudaba. En efecto, una playa era un lugar demasiado despejado y abierto, al igual que las plantaciones de las proximidades de Backákra. Sin embargo, ahora había bruma. Y en Escania no podía pensarse en un escondite mejor.
—Trata de recordar —lo exhortó Wallander—. Es posible que acabe por ocurrírsete algo más. Algún escondite que recuerde de su niñez…
El inspector volvió al teléfono y llamó a Ann-Britt. Los coches patrulla ya iban camino de la carretera de Ósterleden. La policía del distrito de Simrishamn estaba al corriente y también había salido en su búsqueda. Wallander le habló de Sandhammaren y de Backákra.
—Yo me encargaré de Backákra —afirmó—. Envía otro coche a Sandhammaren.
Ann-Britt le aseguró que así lo haría y le comunicó que ella misma iría a Lóderup.
Wallander colgó el auricular y, en ese preciso momento, Martinson apareció por la escalera, bajando a grandes zancadas.
Wallander comprendió en el acto que había novedades.
—¡Hemos recibido respuesta de Rattvik! —exclamó—. Tenías razón: el servidor llamado Vesuvius está ubicado en Luanda, la capital de Angola.
Wallander asintió. La noticia no le causó la menor sorpresa.
En cambio, sí vino a incrementar su temor.
Wallander se sentía como si se hallase ante una fortaleza inexpugnable cuyos muros no sólo eran altos sino, además, invisibles. «Los muros electrónicos», pensó. «Los cortafuegos. Todos hablan de la nueva tecnología como de un espacio insondable en el que las posibilidades son, a todas luces, ilimitadas. Pero para mí representa una plaza fuerte que no sé cómo atacar».
Habían localizado la ubicación de la terminal de correo electrónico llamada Vesuvius, situada en Angola. Por si friera poco, Martinson se había enterado de que los responsables de la instalación y del servicio eran unos empresarios brasileños. Pero ignoraban quién era el remitente de Falk, por más que Wallander sospechaba con no poco fundamento que debía de ser aquel hombre que, hasta el momento, sólo habían identificado mediante la letra ce. Martinson, que poseía unos conocimientos más amplios que Wallander acerca de la situación en Angola, sostenía que allí imperaba el caos. El país se había independizado del dominio colonial portugués a mediados de la década de los setenta, Pero, a partir de entonces, había estallado una guerra civil que se había mantenido de forma prácticamente constante. Era más que dudoso, según el colega, que existiese un Cuerpo de Policía eficaz. Por otro lado no tenían la menor idea de quién podría ser aquel sujeto que se hacía llamar «C.» ni, por supuesto, de cómo se llamaba. «C.» podía designar, además, no a una sino a varias personas. Aun así, a Wallander le daba la impresión de que algo empezaba a fraguarse en todo aquello, por más que ignorase lo que eso implicaría para el caso. Lo que había sucedido, en Luanda durante los cuatro años en que Tynnes Falk estuvo desaparecido de Suecia seguía constituyendo un misterio. Lo único que, sin lugar a dudas, habían conseguido era lo que se logra al remover en un hormiguero: las hormigas corrían en todas direcciones, pero ellos seguían sin tener conocimiento de lo que se ocultaba en el hormiguero.
Mientras estaba allí de pie en el vestíbulo de los Modín con la mirada clavada en Martinson, Wallander sentía que el temor crecía inmenso en su interior a cada segundo. Lo único de lo que estaba seguro en aquellos momentos era que debían dar con el paradero de Robert Modin a cualquier precio, antes de que fuese demasiado tarde. Si es que no lo era ya. Las imágenes del cuerpo carbonizado de Sonja Hókberg y del cadáver destrozado de Jonas Landahl que conservaba en su memoria se le aparecían aún demasiado nítidas. De modo que el inspector no deseaba otra cosa que lanzarse entre la arrolladora bruma e iniciar la búsqueda. Pero todo estaba tan en el aire, tan poco claro… Robert Modin estaba allá fuera. Tenía miedo y se había dado a la fuga. Del mismo modo en que Jonas Landahl se había marchado a Polonia en un transbordador. Pero lo alcanzaron o lo atraparon en el camino de regreso.
Y ahora era el turno de Robert Modin. Mientras aguardaban a Ann-Britt, Wallander intentó presionar algo más a Axel Modin preguntándole si en verdad no tenía la más mínima noción de adonde podía haber ido su hijo. Aparte de sus amigos, que habían prometido ponerse en contacto con ellos si se enteraban de algo, ¿no habría algo más, algún refugio? Mientras el inspector luchaba por forzar la memoria de Axel Modin de modo que recordase algo parecido a una palabra clave, Martinson había vuelto a los ordenadores del piso superior. Wallander le había ordenado que siguiese en comunicación con los desconocidos amigos de Rattvik y California, con la esperanza de que ellos conociesen el supuesto escondite.
Axel Modin sólo hablaba de Sandhammaren y de Backákra. Wallander miró más allá de su interlocutor, al corazón de la bruma que se alzaba ya muy espesa. Y con la bruma, el extraño silencio que Wallander jamás había percibido en ningún lugar fuera de Escania, siempre en los meses de octubre y noviembre. Meses en los que todo parecía contener la respiración ante el invierno que también se hallaba allá fuera, aguardando su hora.
Wallander oyó el ruido del motor al llegar el coche, de modo que abrió y salió al igual que Axel Modin había salido a recibirlo a él. Ann-Britt entró y se detuvo a saludar a Modin mientras Wallander fue a llamar a Martinson. Los tres colegas se sentaron en torno a la mesa de la cocina. Mientras tanto, Axel Modin se mantenía apartado, al lado de su esposa, que aún llevaba las bolitas de algodón en la nariz y que seguía presa de aquel misterioso temor.
Para Wallander todo era muy sencillo: tenían que encontrar a Robert Modin. Aquello era lo único importante. El que los coches patrulla estuviesen buscando en la bruma no era suficiente. Así que le dijo a Martinson que procurase que se diese la alarma regional de modo que todos los distritos enviasen sus efectivos a buscar el coche.
—No sabemos dónde puede estar —señaló Wallander—. Pero sí que huyó despavorido. Asimismo, desconocemos si el mensaje que recibió en su ordenador no era más que una amenaza. Y tampoco sabemos si la casa ha estado vigilada, aunque hemos de suponer que así ha sido.
—Deben de ser muy buenos —comentó Martinson, que estaba en el umbral de la puerta con el teléfono contra la oreja—. Estoy seguro de que Modin borró su rastro.
—Pero, al parecer, esa precaución no le valió de nada, si copió la información y se quedó toda la noche trabajando en su casa —objetó Wallander—, y eso, después de que nos hubiésemos despedido de él.
—Pues yo no he encontrado nada, pero es posible que tengas razón —repuso Martinson.
Una vez que se había dado la alarma regional, decidieron que Martinson permanecería en la casa de los Modin, ya convertida en una especie de cuartel general provisional, por si Robert volvía a ponerse en contacto con ellos. Ann-Britt se haría cargo de la zona de Santk I hammaren junto con alguna de las patrullas, mientras Wallander se dirigiría a Backákra.
Cuando se encaminaban a los coches, Wallander se dio cuenta que Ann-Britt iba armada. Una vez que la colega se hubo marchado, el inspector regresó a la casa. Axel Modin estaba sentado en la cocina.
—Dame la escopeta y algo de munición —pidió Wallander, sin dejar de notar la desazón en el rostro de Modin—. Es sólo por pura precaución —añadió en un intento de tranquilizarlo.
Modin se puso en pie y salió de la cocina. Cuando regresó, llevaba en la mano la escopeta y la caja de munición que Wallander le había pedido.
De nuevo en el coche de Martinson, puso rumbo hacia Backákra. El tráfico se arrastraba lento por la carretera principal. Las luces de los faros se le acercaban de entre la bruma antes de perderse de nuevo en ella. No cesaba de preguntarse dónde podía haberse refugiado el joven ¿Cómo habría razonado cuando decidió darse a la fuga? ¿Tendría algún plano había sido una huida tan precipitada como la había descrito su padre? Pero Wallander era consciente de que no podía llegar a ninguna conclusión, puesto que no conocía a Robert Modin.
A punto estuvo de pasar de largo el desvío hacia Backákra, pero giró a tiempo y, pese a que el camino se estrechaba, él aumentó la velocidad, seguro como estaba de que ningún vehículo le saldría al paso por allí. Backákra debía de estar desierta en aquella época del año, y el edificio de la Academia sueca que allí se alzaba, cerrado a cal y canto. Cuando llegó al aparcamiento, se detuvo y salió del coche. Desde la distancia, el aire le traía el lamento de la sirena de un barco y el perfume del mar. La bruma era tan espesa, que no se vela a más de escasos metros de distancia. Recorrió el aparcamiento, pero no vio ningún otro turismo aparte del que lo había llevado hasta allí. Subió hasta el jardín cuadrangular, pero todo aparecía cerrado, clausurado. «¿Qué hago en este lugar?», se preguntó. «No hay más coches, así que tampoco Robert Modin estará aquí». Aun así, prosiguió caminando hacia la plantación y giró hacia la derecha, en dirección al jardín rocoso, escenario perfecto para la meditación. Desde algún lugar difícil de determinar, lejano o quizá muy próximo, se dejó oír el chillido de un pájaro. La niebla dificultaba su percepción de las distancias. Llevaba la escopeta bajo e! brazo y la munición en el bolsillo. Cuando llegó a las rocas, pudo oír el murmullo del mar. Pero no había nadie allí ni tampoco parecía que el lugar hubiese recibido visitantes últimamente. Sacó el teléfono y llamó a Ann-Britt, que respondió desde Sandhammaren. Tampoco ellos habían dado con ninguna pista del coche de Modin, pero le dijo que había hablado con Martinson y que, según el compañero, todos los distritos policiales hasta el límite con Smáland estaban participando en la búsqueda.
—El banco de niebla es local —lo informó ella—, pues los aviones despegan y aterrizan con normalidad en el aeropuerto de Sturup. Al norte de Brósarp está despejado.
—Sí, pero él no ha llegado tan lejos —sostuvo Wallander—. Yo sé que está por aquí, en alguna parte.
Tras la conversación, decidió desandar el camino y regresar al coche cuando, de repente, algo reclamó su atención. Aguzó el oído y comprendió que se trataba del motor de un vehículo que se acercaba al aparcamiento. Escuchó con gran atención. El coche en que Modin había emprendido aquella huida era un turismo normal, un Golf. Pero aquello sonaba diferente y, sin saber muy bien por qué, cargó la escopeta antes de seguir avanzando. El sonido del motor cesó. Wallander se detuvo justo antes de oír el ruido de una puerta que se abrió, pero que nadie cerró. Wallander estaba convencido de que no era Modin quien había llegado en aquel vehículo. Lo más probable era que se tratase de alguien que iba a cuidar de la casa o que quería averiguar de quién era el coche que había estacionado en el aparcamiento. De repente, algo lo hizo detenerse una vez más. Se esforzaba por ver a través de la neblina, de percibir algún sonido… Algo, no sabía qué, lo había alertado. Abandonó el sendero ascendente antes de describir un amplio semicírculo para regresar al edificio, hacia el lugar donde estaba el aparcamiento. De vez en cuando, detenía su marcha. Dedujo que si alguien hubiese abierto la cerradura del edificio y hubiese entrado, lo habría oído perfectamente.
«Pero aquí reina el silencio. Demasiado silencio». Desde donde se encontraba ahora, ya se vela la casa. Estaba casi a la altura de la parte posterior. Dio unos pasos hacia atrás y comprobó de la valla, con el fin de no desorientarse.
Prácticamente a la entrada del aparcamiento, se paró en seco. Allí había en efecto un vehículo. Una furgoneta para ser exactos. En un primer momento, no supo decir que tipo de vehículo tenía ante su vista. No obstante, tras unos segundos, pudo identificarlo sin dificultad: era una furgoneta Mercedes, de color azul oscuro.
Dio un raudo salto atrás, hacía la blanca espesura brumosa. Prestó atención con el corazón latiéndole en acelerado golpeteo. Comprobó el seguro de la escopeta. La puerta del conductor estaba abierta. El inspector se mantenía inmóvil, mientras pensaba que aquélla era, sin duda, la furgoneta que ellos habían estado buscando, aquella en la que habían transportado el cadáver de Falk desde el depósito hasta el cajero. Y ahora alguien que había llegado en ella avanzaba por entre la niebla en busca de Modín.
—«Pero Modin no está aquí», se dijo Wallander.
Y, en ese preciso momento, cayó en la cuenta de que existía otra posibilidad bien distinta. En efecto, era muy probable que no fuese a Modin a quien buscasen, sino a él.
Si habían visto a Modin abandonar la casa, también podían haberlo visto a él. Por otro lado, ignoraba si alguien lo había seguido, oculto al amparo de la bruma. Recordaba haber visto luces de los faros de algún vehículo, pero nadie lo había adelantado.
En aquel preciso momento, sonó el móvil en el bolsillo de su cazadora. Wallander dio un respingo, sobresaltado, y respondió en voz muy baja. Pero, ante su sorpresa, no eran ni Martinson ni Ann-Britt. Era Elvira Lindfeldt.
—Espero no llamar en mal momento —se excusó la mujer—. Estaba pensando si no podríamos quedar para mañana, si aún te apetece.
—Pues, en este momento, no te lo puedo decir —repuso Wallander.
Ella le pidió que elevase el tono de la voz pues no lo oía bien.
—¿Te importa que te llama más tarde? En estos momentos estoy ocupado —se disculpó Wallander.
—Perdón, ¿podrías repetirlo? —rogó ella—. Te oigo muy mal.
Él alzó la voz ligeramente.
—Ahora no puedo hablar. Te llamaré más tarde.
—Bien. Estoy en casa —aclaró ella.
Tras la conversación, Wallander desconectó el teléfono, irritado. «Esto no es normal», se dijo. «No me ha entendido y creerá que no quería quedar con ella. ¿Por qué ha tenido que llamar justo ahora que no podía hablar?»