—¿En coronas suecas?
—Sí.
—¿Qué equipaje llevaba?
—Una bolsa colgada al hombro.
—¿Nada más?
—No.
—¿Era blanco o tenía la piel oscura? ¿Parecía europeo?
La respuesta a aquella pregunta sorprendió a Wallander, no sólo por ser la más larga de todas las de Stig Lunne.
—Mi madre dice que yo parezco español. Pero nací en el materno de Malmö, de padres suecos.
—¿Quieres decir que mi pregunta es difícil de contestar?
—Sí.
—¿Era rubio o moreno?
—Calvo.
—¿Pudiste verle los ojos?
—Azules.
—¿Cómo iba vestido?
—Desabrigado.
—¿Qué quieres decir exactamente?
Stig Lunne hizo un nuevo esfuerzo.
—Ropa de verano. Sin abrigo.
—Pero ¿quieres decir que llevaba pantalón corto?
—Traje blanco de tela fina.
A Wallander no se le ocurrían más preguntas que hacer, de modo que le dio las gracias a Stig Linne y le pidió que lo llamase enseguida si recordaba algún otro detalle.
Habían dado las tres. El inspector expuso brevemente la descripción que Lunne había dado de su pasajero. Martinson y Alfredsson se marcharon para revisar las anotaciones de Modin y, poco después, también Nyberg se levantó y dejó la sala, donde no quedaban ya más que Ann-Britt y Wallander.
—¿Qué crees que habrá ocurrido?
—No lo sé, pero me temo lo peor.
—¿Quién será ese hombre?
—Refuerzos. Un individuo que sabe que Modín es la persona que más ha profundizado en el mundo secreto de Fallo Pero sigo sin saber quién es exactamente, claro.
—Pero ¿por qué mató a esa mujer?
—No lo sé. Y tengo miedo.
Martinson y Alfredsson volvieron media hora más tarde, así como Nyberg, que se sentó en su lugar sin decir una sola palabra.
—No es fácil sacar ninguna conclusión sensata de las notas de Modin —anunció Alfredsson—. En especial cuando dice que «tenemos que encontrar una máquina de café que tenemos ante nuestras narices».
—Quiere decir que lo que desencadenará ese proceso es algo tan cotidiano como una máquina de café —aclaró Wallander—. Algo que hacemos sin pensar, una tecla que solemos pulsar sin reflexionar. Cuando apretemos esa tecla en un momento o en un lugar predeterminados y en cierto orden, algo sucederá.
—Pero ¿qué tecla es ésa? —quiso saber Ann-Britt.
—Eso es lo que tenemos que averiguar.
Mientras se esforzaban por descifrar el enigma, dieron las cuatro. ¿Dónde estaría Robert Modin? Poco antes de las cuatro y media, Hanson llamó de nuevo. Wallander lo escuchaba sin dejar de tomar notas. De vez en cuando, interrumpía al colega con una pregunta. La conversación se prolongó más de quince minutos.
—Hanson ha conseguido dar con una de las amigas de Elvira Lindfeldt, que le reveló algunos datos muy interesantes. Para empezar, que estuvo trabajando algunos años en Pakistán, en la década de los setenta.
—Pues yo creía que las pistas nos llevaban a Luanda —comentó Martinson lleno de asombro.
—Lo importante es qué hizo en Pakistán.
—¿Por cuántas partes del mundo se ramifican las pistas? —preguntó Nyber—. Hace un instante hablábamos de Angola. Y ahora de Pakistán. ¿Qué vendrá después?
—No lo sabemos —admitió Wallander—. Y yo estoy tan sorprendido como tú. Pero la mujer con la que Hanson habló nos ha proporcionado una especie de respuesta parcial al enigma.
Antes de proseguir, se detuvo a descifrar las notas que él mismo había tomado en el reverso de un sobre.
—Veamos, según esta señora, Elvira Lindfeldt trabajó allí para el Banco Mundial. Lo que nos da un eslabón. Pero aún hay más. Según ella, se dejaba caer a veces con opiniones más que curiosas. Así, tenía el convencimiento inamovible de que la organización económica mundial tenía que rehacerse, y la única vía era la destrucción del sistema dominante.
—Vaya, pues ya sabemos algo —comentó Martinson—. Al parecer, no son pocos los que están involucrados en esto. Pero seguimos sin poder decir dónde están y qué va a ocurrir.
—A ver, lo que buscamos es un botón, ¿no es así? —intervino Nyberg—. O una palanca o un interruptor…, pero ¿en la calle o en una casa?
—Tampoco lo sabemos.
—O sea, que no sabemos nada.
El ambiente se espesaba en la sala y Wallander observó a sus colegas con un sentimiento muy próximo al abatimiento. «No lo conseguiremos», sentenció para sí. «No podremos impedirlo y encontraremos a Modín muerto».
De nuevo sonó el teléfono y, por enésima vez, era Hanson que deseaba hablar con Wallander.
—Deberíamos haber pensado en el coche de Lindfeldt —advirtió el colega.
—Tienes razón.
—Solía tenerlo aparcado aquí en la calle, pero ahora no está. Ya hemos dado la alarma para que lo localicen. Un Golf azul oscuro, matrícula efe hache ce, ochocientos tres.
«Vaya, todos los coches de este caso son de color azul oscuro», pensó Wallander. Hanson quiso saber si había novedades, pero el inspector sólo pudo responder con una negativa.
A las cinco menos diez reinaba una expectación marcada por el hastío y la pesadumbre en la sala de reuniones. A Wallander se le antojó que estaban vencidos, sin saber qué hacer. Martinson se puso en pie.
—Necesito ir a comer algo —confesó—. Pensaba ir a un bar de Ósterleden que está abierto por la noche. ¿Queréis que os traiga algo?
Wallander negó con un gesto. Martinson garabateó una lista con los encargos de los demás antes de salir para volver a entrar al minuto.
—Oye, no tengo dinero —advirtió—. ¿Alguien puede ponerlo?
Wallander tenía veinte coronas, pero, curiosamente, ninguno de los demás llevaba ni un céntimo encima.
—Pues tendré que ir a un cajero —observó Martinson al tiempo que se daba la vuelta y se marchaba.
El inspector miraba fijamente al vacío víctima de un incipiente dolor de cabeza.
Sin embargo, desde algún punto anterior al malestar, una idea cobró vida en su conciencia, sin que él mismo pudiese explicársela. De repente, dio un respingo. Sus colegas lo miraban inquisitivos.
—¿Qué ha dicho Martinson?
—Que iba a comprar comida.
—No, eso no. ¿Qué dijo después?
—Que tendría que ir a un cajero.
Wallander asintió despacio.
—¿Es posible que sea eso? ¿Un cajero? —inquirió—. Es algo que solemos tener ante nuestras narices, sin ser conscientes de ello… ¿No será ésa la máquina de café que buscamos?
—Me parece que no te entiendo muy bien, la verdad… —confesó Ann-Britt.
—Algo que hacemos sin pensarlo siquiera.
—¿Comprar comida?
—No, introducir una tarjeta en un cajero, obtener dinero y un comprobante…
Wallander se dirigió a Alfredsson.
—Habéis revisado las notas de Modin, ¿no? ¿No mencionaba nada sobre cajeros automáticos?
Alfredsson se mordió el labio cabizbajo y alzó después la vista hacia Wallander.
—Pues, la verdad, creo que sí.
Wallander se estiró con renovado interés.
—¿Y qué decía?
—Verás, no lo recuerdo. Ni Martinson ni yo lo consideramos importante.
Wallander dio una palmada sobre la mesa.
—¿Dónde están esas notas?
—Se las llevó Martinson.
Wallander ya se había incorporado e iba camino de la puerta.
Alfredsson lo siguió hasta el despacho de Martinson.
Los papeles arrugados de Modin yacían junto al teléfono. Alfredsson empezó a hojearlos mientras Wallander aguardaba impaciente.
—¡Aquí lo tenemos! —exclamó Alfredsson al tiempo que le tendía las notas a Wallander.
El inspector se encajó las gafas y comenzó a leer. El folio estaba repleto de dibujos de gatos y de gallos. En la parte inferior, entre complejas y en apariencia absurdas combinaciones numéricas, Modin había anotado una frase subrayada tantas veces que había perforado e! papel con el bolígrafo. «Momento de ataque oportuno. ¿No será un cajero?».
—¿Era esto lo que buscabas? —quiso saber Alfredsson.
Pero el experto de Estocolmo no recibió respuesta alguna, pues Wallander ya iba camino de la sala de reuniones.
De pronto, se había convencido. Así era, sin duda. La gente iba y venía de los cajeros, las veinticuatro horas del día. Y, en alguno de ellos y en algún momento de aquel día, una persona iría a sacar dinero y, sin querer, pondría en marcha un proceso que todos temían por más que ignorasen en qué consistiría. En realidad, tampoco podían excluir la posibilidad de que ya se hubiese desencadenado.
Wallander estaba de pie junto a la mesa.
—¿Cuántos cajeros automáticos hay en Ystad?
Por supuesto que nadie lo sabía con certeza.
—Seguro que lo encontramos en la guía telefónica —sugirió Ann-Britt.
—De no ser así, tendrás que despertar a alguien de algún banco y preguntárselo.
Nyberg alzó la mano.
—¿Cómo podemos estar tan seguros de que lo que acabas de decir es cierto?
—No podemos —admitió Wallander—. Pero cualquier cosa es mejor que esperar de brazos cruzados.
Nyberg no se rindió.
—Pero ¿qué crees que podemos hacer?
—Aunque yo esté en lo cierto, no podemos saber de qué cajero se trata —convino Wallander—. Ni siquiera estamos seguros de que no sean varios. Y tampoco conocemos la circunstancia de cuándo o cómo ocurrirá lo que tenga que ocurrir. Lo único que podemos hacer es procurar que no suceda nada en absoluto.
—O sea, que lo que tú propones es que nadie pueda sacar dinero de los cajeros, ¿no es eso?
—Así es. Hasta nueva orden.
—¿Te das cuenta de lo que eso significa?
—Pues, probablemente, que la gente se indignará con la policía como nunca antes; y que habrá problemas.
—Pero no puedes adoptar esa medida tú solo, sin una orden del fiscal. Y tras haber consultado con algunos directores de banco, claro.
Wallander se sentó en una silla frente a Nyberg.
—En estos momentos, eso me trae sin cuidado. Aunque sea lo último que haga como policía en Ystad. O como policía, simplemente.
Ann-Britt había estado hojeando la guía de teléfonos mientras ellos discutían y Alfredsson guardaba silencio sin saber qué hacer.
—Hay cuatro cajeros en Ystad —anunció la agente—. Tres en el centro urbano y uno en la zona comercial, donde encontramos a Falk.
Wallander reflexionó un instante.
—Lo más probable es que Martinson haya acudido a alguno de los situados en el centro, pues son los más cercanos a Ósterleden. Llámalo. Alfredsson y tú vigilaréis los otros dos. Yo iré a la zona comercial.
Dicho esto, se volvió a Nyberg.
—Estaba pensando que tú podrías encargarte de llamar a Lisa Holgersson. Despiértala y cuéntale la verdad, para que ella haga lo que considere oportuno.
Nyberg negó con la cabeza.
—Ella detendrá la operación.
—Llámala —insistió Wallander—. Pero espera hasta las seis.
Nyberg le dedicó una sonrisa cómplice.
El inspector tenía algo más que añadir.
—No podemos olvidar a Robert Modin ni al hombre que nos han descrito como alto, delgado y bronceado. No sabemos en qué lengua se expresa. Es posible que hable sueco, pero también cualquier otro idioma. Pero hemos de suponer que él estará vigilando el cajero de que se trate, si no estoy en un error. A la menor duda, a la más mínima sospecha, os ponéis en contacto con los demás.
—No han sido pocas las cosas que he tenido que vigilar en mi vida —comentó Alfredsson—. Pero un cajero, jamás.
—Bueno, alguna vez ha de ser la primera. ¿Vas armado?
Alfredsson negó con un gesto.
—Pues arréglalo —ordenó a Ann-Britt—. Estamos en marcha.
Cuando Wallander dejó la comisaría habían dado ya las cinco y nueve minutos. De nuevo había empezado a soplar el viento y el frío se había recrudecido. Salió hacia la zona comercial presa de no poca angustia. Todo apuntaba, sin duda, a que él estaba equivocado. Pero, por el momento, habían llegado tan lejos como era posible ante una mesa de reuniones. Wallander aparcó el coche ante el edificio de la Agencia Tributaria. Todo aparecía desierto y oscuro a su alrededor. Aún no se atisbaba el amanecer. Se subió la cremallera de la cazadora y echó un vistazo antes de dirigirse al cajero. No había motivo alguno para ocultarse. Mientras caminaba, se oyó el carraspeo procedente de la radio que llevaba en el bolsillo. Ann-Britt le comunicaba que todos estaban en sus puestos y que a Alfredsson se le habían presentado problemas de inmediato. Al parecer, unos borrachos habían insistido en sacar dinero, de modo que la colega había llamado a un coche patrulla para que le prestase apoyo.
—Diles que sigan circulando por allí —recomendó Wallander—. La cosa irá a peor dentro de una hora, cuando la gente empiece a despertar.
—Martinson llegó a sacar dinero, pero no sucedió nada —continuó Ann-Britt.
—Ya, bueno. Eso no lo sabemos —advirtió Wallander—. Pase lo que pase, no lo descubriremos hasta que sea demasiado tarde.
La comunicación por radio concluyó. Wallander contemplaba un carrito de la compra que yacía tumbado en el aparcamiento y, salvo un pequeño camión, no había allí nada más. Un anuncio publicitario aleteaba al viento su oferta de costillas de cordero. Eran ya las cinco y veintisiete minutos. Por la calle de Malmövágen pasó un tráiler traqueteando en dirección oeste. Wallander empeló a pensar en Elvira Lindfeldt, pero enseguida resolvió que no se sentía con fuerzas para ello. Ya lo haría más tarde. Ya reflexionaría más adelante sobre cómo había podido dejarse engañar, verse humillado de aquel modo. El inspector le dio la espalda al viento y empezó a mover los pies para que no se le helasen. Entonces oyó el ruido del motor de un coche que se acercaba. Era un turismo que llevaba estampada en las puertas una leyenda publicitaria de una empresa de reparaciones eléctricas y que se detuvo ante el cajero. El hombre que salió del vehículo era alto y delgado. Wallander dio un respingo y echó mano de la pistola, pero se relajó enseguida al reconocer al individuo que, en varias ocasiones, había reparado la instalación en casa de su padre, en Lóderup. El hombre asintió a modo de saludo.
—¿Está estropeado?
—Lo siento, pero ahora no puedes sacar dinero.
—Entonces tendré que ir al centro.
—Me temo que allí tampoco será posible.
—¿Qué ha pasado?
—Un fallo técnico transitorio.
—Ya, que tiene que vigilar la policía, ¿verdad?