—¿Y cuál es, según tú?
—Por qué se disparó a sí mismo en lugar de dispararte a ti.
Wallander notó que su voz rezumaba indignación. De hecho, estaba muy enojado con todo y con todos. Y además, no hacía el menor esfuerzo por ocultarlo.
—¿Y qué te hace pensar que yo no me he preguntado lo mismo?
—Porque lo habrías mencionado durante la reunión.
«¡Menuda sabelotodo!», exclamó Wallander para sí, aunque se guardó de decir lo que pensaba pues, pese a todo, había una especie de límite invisible que no era capaz de transgredir.
—Ya, en fin. ¿Qué crees tú?
—Bueno, yo no estuve allí y no sé qué ocurrió exactamente, pero creo que debe de haber una razón de mucho peso para que un individuo de esa calaña se quite la vida.
—¿Qué te hace pensar eso?
—La verdad, creo que, por raro que parezca, yo también he atesorado algo de experiencia durante mis años de policía.
Wallander no pudo evitar un tono aleccionador al responder:
—Ya, claro. Pero la cuestión es si la experiencia de que hablas puede tener algún valor en este caso concreto. Con toda probabilidad, aquel hombre había matado, como mínimo, a dos personas. Y no habría vacilado de haber querido matar a una tercera. Aún no podemos decir qué hay tras todo esto, pero no cabe duda de que era un hombre sin escrúpulos y de una crueldad poco habitual. Una crueldad oriental, como suele decirse. De modo que este hombre oyó el helicóptero y comprendió que no lograría escapar. Según venimos sospechando, las personas involucradas en este caso son fanáticos y quizá su obsesión se le volvió en contra en aquel momento.
Ann-Britt quiso replicar, pero Wallander, que estaba ya camino de la puerta, no le dio oportunidad.
—He de ir a recoger a Modin —atajó—. Ya hablaremos más tarde. Si es que el mundo sigue existiendo entonces.
Wallander abandonó la comisaría a las nueve menos cuarto, con algo de prisa. Aunque la lluvia había cesado, soplaba ahora un frío viento racheado. El banco de nubes se deshacía con gran rapidez mientras él salía rumbo a Malmö. La carretera aparecía desierta aquella mañana de domingo. Conducía a demasiada velocidad y, en algún punto entre Rydsgárd y Skurup, atropello a una liebre. Pese a que había intentado esquivarla, el animal fue a parar sin remedio bajo su rueda trasera. Unos metros más adelante, pudo ver en el espejo retrovisor cómo sus patas traseras se estremecían sobre el asfalto. Pero el inspector no frenó.
Y, de hecho, no se detuvo hasta llegar a la casa de Jágersro a eso de las diez menos veinte de la mañana. Elvira Lindfeldt le abrió enseguida al oír el timbre y Wallander entrevió a Robert Modín sentado a la mesa de la cocina ante una taza de té. La mujer se presentó vestida, pero a Wallander le dio la impresión de que estaba cansada y, de algún modo que no pudo determinar, parecía distinta a la última vez que la vio. Su sonrisa era, pese a todo, la misma. Ella le ofreció un café y Wallander pensó que eso era lo que necesitaba. Aun así, lo rechazó, pues el tiempo apremiaba. Ella insistió, lo tomó del brazo y lo llevó casi a empujones hasta la cocina. Al inspector no se le escapó su rápida ojeada al reloj de pulsera, que lo puso en guardia de inmediato. «Quiere que me quede», concluyó. «Pero no demasiado. Como si algo o alguien la esperasen tras mi partida». Le agradeció el ofrecimiento pero le pidió a Modín que se preparase para partir.
—Me ponen nerviosa las personas que andan con prisas —se lamentó la mujer cuando Modín hubo salido de la cocina.
—Pues acabas de dar con mi primer fallo —declaró Wallander—. Pero lo cierto es que hoy, precisamente, no puedo hacer nada por evitarlo. Necesitamos a Modín en Ystad.
—¿Por qué tanta prisa?
—Ni siquiera tengo tiempo de explicártelo, pero te diré que estamos algo preocupados por el 20 de octubre, que es mañana.
Pese a su cansancio, Wallander notó la débil sombra de inquietud que abatió el semblante de la mujer por un instante, antes de lucir de nuevo su flamante sonrisa. Wallander se preguntó si no estaría asustada, pero enseguida rechazó la idea suponiendo que eran figuraciones suyas.
Transcurridos unos minutos, Modín apareció escaleras abajo, listo para salir, con sus aparatos bajo el brazo.
—¿Volverá mí huésped esta noche? —inquirió ella.
—No, ya no es necesario.
—¿Volverás tú esta noche?
—Ya te llamaré. Cuando lo sepa.
Regresaron a Ystad. Wallander aminoró la velocidad durante el camino de vuelta, aunque no demasiado.
—Hoy me levanté temprano —comentó Modín—. He estado pensando y se me han ocurrido algunas ideas que me gustaría poner en práctica cuanto antes.
Wallander se preguntaba si debía desvelarle los sucesos de la noche anterior, pero decidió que sería mejor esperar pues, por ahora, lo más importante era que Modín se mantuviese concentrado. Así pues, prosiguieron el trayecto en silencio. El inspector era consciente de lo absurdo que sería que el joven malgastase su energía en explicarle en qué consistían aquellas nuevas ideas.
Dejaron atrás el lugar en que Wallander había atropellado a la liebre. Una bandada de cuervos se desperdigó en diversas direcciones cuando el coche se acercaba. La liebre estaba ya tan aplastada que resultaba difícil reconocerla. Wallander le contó a Modín que la había atropellado de camino a Malmo.
—En realidad, las hay a cientos por las carreteras —observó el inspector—. Pero hasta que no la atropellas tú mismo, no la ves de verdad.
De repente, Modín miró a Wallander.
—¿Podrías repetir lo que acabas de decir sobre la liebre?
—Sí, que hasta que no la atropellas tú mismo, no la ves de verdad. Pese a que suele haber cientos de ellas muertas en la carretera.
—¡Exacto! —exclamó Modín reflexivo—. Eso es lo que nos pasa, naturalmente.
Wallander le lanzó una mirada inquisitiva.
—Tal vez debamos ver lo que buscamos en el ordenador de Falk del mismo modo —aclaró Modín—. Como algo que hemos visto varias veces con anterioridad sin habernos percatado de ello.
—Creo que no te entiendo bien.
—Tal vez hayamos profundizado demasiado de forma innecesaria. Tal vez lo que estamos buscando es algo que tenemos ante nuestros propios ojos, simplemente.
Dicho esto, Modin se hundió en honda reflexión mientras Wallander seguía sin comprender del todo.
A las once, aparcaron el vehículo ante el edificio de la plaza de Runnerstroms Torg. Modin subió a la carrera cargado con los dos ordenadores. Wallander lo seguía jadeante con un piso de retraso. Era consciente de que, a partir de aquel momento, debía confiar en la capacidad de Alfredsson y de Modín de sacar algo en claro. Eso si, con la ayuda de Martinson. Y lo mejor que él podía hacer era intentar mantener una visión de conjunto de lo que sucediese, y en modo alguno pensar que él podría bucear y nadar en el océano electrónico al mismo ritmo que los demás. No obstante, se sintió obligado a recordarles la naturaleza de la situación en la que se hallaban inmersos y a señalar lo que era importante y lo que podía esperar. Asimismo, confiaba en que Martinson y Alfredsson tuviesen la cantidad suficiente de sentido común como para ocultarle a Modin lo acontecido durante la noche En realidad, Wallander debería haber llamado a Martinson y, a solas, haberle explicado que Modin no estaba aún al corriente y que así debía seguir, por el momento. Sin embargo, no era capaz de hablar con Martinson más de lo absolutamente imprescindible ni de compartir con él ningún tipo de confidencia.
—Son las once —comenzó cuando hubo recuperado el aliento tras la acelerada marcha escaleras arriba—. Lo que quiere decir que disponemos de trece horas hasta la medianoche anterior al 20 de octubre. En otras palabras, el tiempo apremia.
—Nyberg ha llamado —interrumpió Martinson.
—¿Qué novedades tenía?
—No mucho. El arma era una Makarov, calibre de nueve milímetros. Esperaba poder confirmar que se trataba de la misma arma utilizada en el apartamento de la calle de Apelbergsgatan.
—¿Llevaba el tipo alguna documentación encima?
—Tenía tres pasaportes. Uno coreano, otro tailandés y, por curioso que parezca, otro rumano.
—¿Ninguno angoleño?
—Pues no.
—Bien. Hablaré con Nyberg.
Acto seguido, pasó a comentar la situación a grandes rasgos mientras Modin aguardaba impaciente sentado ante sus aparatos.
—Dentro de trece horas será 20 de octubre —reiteró—. Por ahora, no nos interesan más que dos cuestiones. Todo lo demás tendrá que esperar hasta nueva orden. Las respuestas a esas dos preguntas nos conducirán necesariamente a una tercera, a la que volveré más adelante.
Wallander echó una ojeada a su alrededor mientras Martinson se mantenía inmóvil, con la mirada clavada en el vacío y el rostro inexpresivo. La hinchazón del labio había empezado a adquirir un tono violáceo.
—Por otro lado, la respuesta a la primera pregunta puede eliminar las otras dos —prosiguió el inspector—. ¿Es realmente el 20 de octubre la fecha que nos interesa? Y, de ser así, ¿qué sucederá entonces? Si la respuesta a la primera pregunta es afirmativa, la tercera será qué debemos hacer para detener el proceso, cualquiera que sea. Esto es lo único importante.
Tras haber pronunciado aquellas palabras, Wallander guardó silencio.
—Aún no hemos recibido ninguna respuesta del extranjero —intervino Alfredsson.
Wallander recordó entonces que tendría que haber firmado aquel documento antes de que fuese enviado a las organizaciones policiales internacionales.
Martinson pareció leerle el pensamiento, cuando aclaró:
—Lo firmé yo, para ahorrar tiempo.
Wallander asintió.
—Y qué hay de las instituciones que logramos identificar. ¿Ninguna de ellas ha reaccionado todavía?
—No, por ahora. Pero apenas si han transcurrido unas horas. Y además, es domingo.
—Lo que significa que, por ahora, estamos solos —concluyó Wallander antes de dirigir la mirada a Modin—. Robert me comentó durante el viaje de vuelta de Malmö que se le habían ocurrido algunas ideas. Sólo nos cabe esperar que nos lleven por buen camino.
—Estoy convencido de que es el día 20 —afirmó Modín.
—En ese caso, a ver si nos convences a nosotros también.
—Necesitaré una hora, más o menos.
—Disponemos de trece —le recordó Wallander—. Si partimos de la base de que, ciertamente, no contamos con un solo minuto más.
Dicho esto, Wallander se marchó. Lo mejor que podía hacer en aquellos momentos era dejarlos tranquilos. Así pues, se dirigió a la comisaría. Lo primero que hizo fue ir a los servicios. Durante los últimos días había sentido una necesidad casi permanente de orinar y una molesta sequedad en la boca, indicios inequívocos de que había empezado a descuidar su diabetes de nuevo. Tras la visita a los servicios, se encaminó a su despacho y se acomodó en la silla.
«¿Debo de haber estado obviando alguna cosa?», se preguntó. «¿No habrá algo en toda esta historia que pueda proporcionarnos de un plumazo la explicación que buscamos?». El cerebro no cesaba de ronronear, como un motor en punto muerto. Durante unos segundos, volvió a Malmo con el pensamiento. Elvira Lindfeldt se había comportado de forma distinta aquella mañana. Wallander tenía el convencimiento de que así era, por más que no fuese capaz de explicarlo. Aquello lo inquietaba. Lo que menos deseaba en el mundo era que ella empezase ya, en un estadio inicial, a detectar fallos en su personalidad. ¿No la habría introducido en su profesión de un modo demasiado rápido y brusco al pedirle que alojase a Robert por la noche?
Desechó aquellos pensamientos y se dirigió al despacho de Han-son, que se encontraba ante el ordenador comprobando en los diversos registros los nombres de una lista que Martinson le había facilitado. Wallander le preguntó qué tal iba todo, pero el colega hizo un gesto displicente con la cabeza.
—Aquí no hay nada que cuadre —se lamentó con resignación—. Es como tomar varias piezas de distintos rompecabezas y esperar que se produzca un milagro que las haga encajar. El único denominador común es que todas ellas son instituciones financieras. Además de la empresa de telefonía y un contratista de satélites.
Wallander dio un respingo.
—Sí, un contratista de satélites de Atlanta: Telsat Communications.
—Es decir, que no es un fabricante, ¿no es cierto?
—Según he visto, se trata de una empresa que ofrece en alquiler espacios de emisión a través de varios satélites de comunicación.
—Pues eso al menos encaja con la empresa de telefonía —apuntó Wallander.
—Bueno, si afinamos un poco, podemos decir que también encaja con todo lo demás. De hecho, el dinero se envía hoy día de un lado a otro por vía electrónica. Ya no se traslada en una caja fuerte ni nada parecido. Al menos, no cuando se trata de transacciones de envergadura.
De repente, una idea cruzó la mente de Wallander.
—¿Podemos ver si alguno de los satélites de esa compañía cubre emisiones en Angola?
Hanson volvió al teclado y Wallander comprobó que el colega era mucho más lento que Martinson.
—Sus satélites cubren el mundo entero, incluido el círculo polar.
Wallander asintió.
—Bueno, eso puede ser importante —vaciló—. Llama a Martinson y explícaselo, a ver qué opina.
Hanson no desaprovechó la oportunidad de indagar:
—¿Qué os pasó anoche en la plantación?
—Martinson va por ahí propagando una sarta de mentiras sobre mí —sintetizó Wallander—. Pero no es éste el mejor momento para hablar de ello.
El inspector vela transcurrir los minutos de aquel domingo sin que ellos avanzasen lo más mínimo. Pasó las primeras horas en la comisaría, con la vana esperanza de que la llamada liberadora que tanto ansiaba recibir del apartamento de Runnerstroms Torg se produjese en un momento u otro. Pero el silencio reinaba pertinaz en las dependencias policiales. Lisa Holgersson celebró una improvisada conferencia de prensa a las dos de la tarde. La jefa había manifestado su deseo de mantener una charla previa con Wallander, pero el inspector se había mantenido al margen y le había dado a Ann-Britt instrucciones estrictas de que le hiciese saber que estaba fuera. A ratos, se apostaba junto a la ventana a contemplar, estático, el depósito del agua. El banco de nubes había desaparecido y hacía un claro y fresco día de octubre.
Hacia las tres de la tarde, ya no podía soportar la espera en la comisaría por más tiempo, de modo que tomó el coche y se marchó a la plaza de Runnerstroms Torg, donde irrumpió en medio de una acalorada discusión acerca de cómo interpretar unas combinaciones de cifras. Modin hizo amago de querer involucrar a Wallander en la conversación, pero éste negó con la cabeza.