Wallander estaba retirando el barro de su ropa, pero, al oír su palabras, se detuvo y la miró fijamente.
—¿Impedirle yo?
—Así es. No deberías haberle impedido que te ayudase. Sabes que es una de las reglas de oro no actuar jamás en solitario. Deberías haberlo tenido en cuenta.
Wallander perdió por completo el interés por el barro adherido a su ropa.
—¿Y quién ha dicho que yo se lo impedí?
—Bueno, no ha sido difícil deducirlo.
Wallander sabía que no cabía más que una explicación: que el pro pió Martinson así lo hubiese dado a entender, puesto que unto Elofsson como El Sayed se hallaban demasiado lejos.
—En fin, será mejor que hablemos de ello mañana —sugirió evasivo.
—De acuerdo, pero me sentía obligada a hacértelo notar. De lo contrario, también yo habría incurrido en una negligencia profesional Por otro lado, tu situación es ya bastante delicada.
Dicho esto, la comisaría se dio la vuelta y se alejó hacia la carretera linterna en mano. Wallander sintió crecer la ira en su interior Estaba claro que Martinson había mentido al decir que él le había un pedido acompañarlo en la persecución a campo traviesa. Y él, que e había sentido abandonado, allá tendido en el barro, con el convencí miento de hallarse próximo a morir…
Mientras meditaba de este modo, descubrió que Martinson y Hanson avanzaban en dirección a él, precedidos del titubeo de las luces de sus linternas. Al fondo, Lisa Holgersson ponía en marcha su coche y partía en la oscuridad.
Los dos agentes se detuvieron ante el inspector.
—¿Podrías sostener la linterna de Martinson? —preguntó Wallander.
—Y eso, ¿por qué?
—¿Serías tan amable de hacer lo que te digo?
Martinson le tendió la linterna al colega y, entonces, Wallander tomó impulso y le propinó un puñetazo en la cara. Sin embargo, a la vacilante luz de las linternas, le costó tanto estimar la distancia que el golpe quedó en un roce.
—¿Qué coño estás haciendo?
—No, ¿qué coño estás haciendo tú? —vociferó Wallander antes de lanzarse sobre Martinson.
Ambos cayeron rodando sobre el barro mientras Hanson intentaba separarlos, pero el agente resbaló y cayó también. Una de las linternas se apagó y la otra quedó encendida en el suelo.
La ira de Wallander se esfumó tan rápido como se había originado. Recogió la linterna y enfocó con ella el rostro de Martinson, que sangraba por la boca.
—Le has dicho a Lisa que te impedí que me acompañases en la persecución, ¿no es así? Vas por ahí diciendo un montón de mentiras sobre mí.
Martinson se quedó sentado sobre el fango, pero Hanson ya se había levantado. El lejano ladrido de un perro les llegó atenuado por la distancia.
—Vas por ahí hablando a mis espaldas —prosiguió Wallander, cuyo tono de voz había recuperado la calma habitual.
—No sé de qué me hablas.
—Te dedicas a hablar mal de mí a mis espaldas. Piensas que no soy buen policía y le vas con el cuento a Lisa cuando crees que nadie te ve.
En aquel momento, Hanson intervino en la conversación.
—¿Puede saberse de qué estáis hablando?
—Estamos discutiendo cuál es el mejor modo de colaborar, si tratando de ser más o menos sinceros el uno con el otro o si, por el contrario, lo más apropiado no será andar criticándonos de la forma más cobarde —explicó Wallander.
—Pues yo sigo sin comprender una palabra —admitió Hanson.
Wallander se desanimó al punto. En el fondo, no tenía el menor sentido prolongar aquello más de lo necesario.
—No tengo nada más que decir —concluyó al tiempo que arrojaba la linterna a los pies de Martinson.
Después, se encaminó hacia uno de los coches patrulla y le pidió a sus colegas que lo llevasen a casa. Se dio un baño antes de sentarse a la mesa de la cocina. Eran casi las tres de la mañana. Se esforzaba en pensar, pero tenía la mente en blanco, de modo que se fue a la cama, aunque no pudo conciliar el sueño. Rememoró su vivencia en los campos, el pánico experimentado mientras yacía allí, con el rostro incrustado en el barro, la extraña sensación de vergüenza por haber estado a punto de morir sin zapatos y el enfrentamiento con Martinson.
«Llegué al límite», se dijo. «Y quizá no sólo en lo relativo al asunto pendiente con Martinson, sino con respecto a todo lo demás, a mi vida en general».
No eran pocas las ocasiones en que se había sentido hastiado y agotado, pero jamás con aquella intensidad. Intentó, para recobrar el ánimo, concentrarse en la figura de Elvira Lindfeldt, a quien suponía dormida a aquellas horas. Y en una habitación, cerca de donde ella descansaba, estaría Robert Modin, ya libre de la preocupación de que ningún hombre con unos prismáticos apareciese ante su vista.
Se preguntaba asimismo cuáles serían las consecuencias del hecho de haber agredido a Martinson. De nuevo se vería en la situación de una versión contra la otra, exactamente igual que en el caso de lo sucedido con Eva Persson y su madre. Y Lisa Holgersson ya había demostrado que confiaba más en Martinson que en él. Por si fuera poco, era indiscutible que había recurrido a la violencia dos veces en un plazo inferior a dos semanas: en una ocasión contra una adolescente durante un interrogatorio; en la otra contra uno de sus colegas más antiguos y con el que había compartido no pocas confidencias.
Y así, tendido como se hallaba en la oscuridad de la noche, se preguntaba si, en el fondo, se arrepentía de su acceso de cólera. Constató, no obstante, que no podía hacerlo pues, en última instancia, era su dignidad lo que estaba en juego. Y su reacción contra la traición de Martinson había sido justa. Lo que Ann-Britt le había confiado había de salir a la luz.
Estuvo allí tumbado largo rato, pensando en lo que consideraba era su umbral de aguante. Pero se le ocurrió asimismo que otro tanto le sucedía a la sociedad entera. Era incapaz de decir qué podía resultar de ello. Salvo que los policías del futuro, aquellos que, como El Sayed, iban terminando sus estudios en la Escuela Superior de Policía, partirían de premisas muy distintas a las suyas a la hora de enfrentarse a las formas de delincuencia derivadas de las oportunidades que brindaban las nuevas técnicas de la información. «Aunque no sea un anciano, sí que soy un perro viejo», se dijo. «Y a los perros viejos no se les pueden enseñar nuevos trucos a no ser con muchísimo esfuerzo».
Se levantó de la cama en dos ocasiones. Una para beber agua, la otra para orinar, Y en ambas ocasiones se detuvo junto a la ventana de la cocina para contemplar la calle solitaria.
Cuando, por fin, lo venció el sueño, habían dado ya las cuatro de la mañana.
Era el domingo, 19 de octubre.
El vuelo 553 de la compañía TAP, en el que volaba Carter, aterrizó en Lisboa a las seis horas y treinta minutos exactamente. El avión con destino a Copenhague no saldría hasta las ocho horas y quince minutos.
Como de costumbre, el desasosiego lo invadió tan pronto como puso los pies en Europa. En efecto, en África se sentía protegido, mientras que en el viejo continente se encontraba en terreno desconocido.
Para efectuar su entrada en Lisboa, eligió entre sus distintos documentos e identidades y cruzó el control de pasaportes como Lukas Habermann, ciudadano alemán nacido en Kassel en 1939, registrando en su memoria el rostro del funcionario que revisaba la documentación. Acto seguido, se dirigió a los servicios y destruyó el pasaporte arrojando los trozos al retrete hasta asegurarse de que el agua de la cisterna los arrastraba hacia el fondo. Tras buscar en su equipaje de mano, halló el pasaporte que le confería la identidad del ciudadano británico Richard Stanton, nacido en Oxford en 1940. Cambió entonces de chaqueta y se peinó hacia atrás con el pelo empapado en agua. Pasó de nuevo por facturación y se dirigió después a) control de pasaportes, poniendo sumo cuidado en elegir una de las ventanillas más alejadas de aquella en la que, no hacía ni media hora, había mostrado su pasaporte alemán. Todo transcurrió sin el menor contratiempo. Se encaminó entonces hacia un lugar algo apartado en el que estaban llevándose a cabo algunas reformas pero que, al ser domingo, aparecía desierto, y, tras haberse asegurado de que estaba solo, sacó su móvil.
Ella contestó casi en el acto. A él no le gustaba hablar por teléfono, por lo que no hizo más que unas preguntas concisas cuyas respuestas esperaba fuesen igual de concisas y escuetas.
Descubrió entonces que ella ignoraba dónde se encontraba Cheng, que él debería haberla llamado la noche anterior, pero que no lo hizo.
Después, Carter escuchó incrédulo las novedades que la mujer le tenía reservadas. Le costaba creer que hubiesen tenido tanta suerte.
Al final, no pudo por menos de convencerse de que así era: Robert Modin había caído directamente en la trampa. O, más bien, lo habían conducido a ella.
Concluida la conversación, Carter permaneció inmóvil un instante. Le preocupaba que Cheng no hubiese dado señales de vida. Algo debía de haberle ocurrido. Por otro lado, no tendrían ya el menor problema en dejar fuera de combate al joven llamado Modin, el que había resultado ser su único y mayor obstáculo.
Se guardó el teléfono en el maletín antes de tomarse el pulso.
Latía algo más acelerado de lo habitual, pero nada extraordinario.
Se dirigió después a la sala de espera reservada al descanso de los pasajeros de primera clase.
Una vez allí, se tomó una manzana y una taza de té.
El avión con destino a Copenhague despegó con cinco minutos de retraso, a las ocho horas y veinte minutos.
Carter ocupaba el asiento número tres, letra de. Pasillo. Detestaba quedar atrapado contra la ventanilla.
Le advirtió a la azafata que no deseaba que le llevasen el desayuno.
Hecho esto, cerró los ojos y no tardó en conciliar el sueño.
Wallander y Martinson se encontraron a las ocho de la mañana del domingo. Como si hubiesen acordado verse a una hora y lugar determinados, ambos llegaron a la comisaría exactamente al mismo tiempo. Se tropezaron en el pasillo, a la entrada del comedor, y puesto que habían llegado cada uno de un extremo, a Wallander le dio la impresión de que iban a batirse en duelo. No obstante, nada anormal sucedió salvo que ambos entraron juntos en el comedor tras hacer un gesto con la cabeza a modo de saludo. Una vez en la sala, comprobaron que de nuevo se había estropeado la máquina del café. Martinson presentaba un moratón en la parte superior del ojo y tenía el labio inferior hinchado. Ambos observaban el mal garabateado cartelito que anunciaba que la máquina estaba fuera de servicio.
—Pagarás lo que has hecho —amenazó Martinson—. Pero antes aclararemos la situación.
—Golpearte no estuvo bien —replicó Wallander—. Pero eso es lo único que lamento.
Dicho esto, no hubo más comentarios acerca de lo ocurrido. Hanson, que acababa de entrar en el comedor, observaba inquieto a los dos hombres.
Wallander propuso que mantuviesen el encuentro allí mismo, pues el comedor estaba vacío, en lugar de acudir a una de las salas de reuniones. Hanson puso agua a hervir en una cacerola y los invitó a compartir con él el desayuno. Acababan de servirse el café cuando apareció Ann-Britt. Wallander ignoraba si Hanson la habría llamado aquella mañana para referirle lo sucedido la noche anterior. Pero resultó que había sido Martinson quien le había proporcionado toda la información relativa al sujeto que se había suicidado en la plantación, si bien comprendió que el agente nada había comentado acerca del violento enfrentamiento. Por otro lado, el inspector se percató enseguida de que Martinson la miraba con frialdad, de lo que cabía deducir que su compañero había pasado la noche meditando acerca de quién le habría ido con el cuento a Wallander.
Transcurridos unos minutos, también Alfredsson se les unió. Hanson explicó que Nyberg seguía en la plantación.
—¿Y qué cree que va a encontrar? —inquirió Wallander con extrañeza.
—Bueno, se marchó a casa para dormir unas horas —aclaró Hanson—. Pero aseguró que estaría listo dentro de una hora, como mucho.
La reunión no se prolongó mucho tiempo. Wallander ordenó a Hanson que hablase con Viktorsson, pues tal y como estaba la situación, era de capital importancia que el fiscal estuviese al corriente en todo momento. Por otro lado, se haría necesario convocar una conferencia de prensa a lo largo del día, aunque de eso tendría que hacerse cargo Lisa Holgersson, y, si había tiempo para ello, Ann-Britt podría asistir.
—Pero ¡si yo ni siquiera estuve presente anoche en el lugar de los hechos! —protestó asombrada.
—Tú no tienes que decir ni una palabra. Pero quiero que acudas para ver qué dice Lisa, no sea que se le pase por la cabeza dejarse caer con algún comentario absurdo.
La reacción general ante sus últimas palabras fue de un silencio fruto de la sorpresa. En efecto, nadie lo había oído jamás expresar una crítica tan manifiesta contra su jefe. Sin embargo, aquella observación no respondía a ninguna intención concreta por parte de Wallander. Simplemente era el resultado de sus reflexiones de la noche anterior: la sensación de estar agotado, de sentirse mayor y criticado. Pero, si era cierto que tenía ya una edad respetable, debería poder permitirse decir lo que pensaba sin ningún tipo de contemplaciones con respecto al pasado o al futuro.
Así, pasó a tratar de lo que revestía importancia en aquellos momentos.
—Hemos de concentrarnos en el ordenador de Falk. Si es cierto que se ha programado de modo que algo se desencadene el día 20, contamos con menos de dieciséis horas para averiguar qué es exactamente.
—¿Dónde está Modin? —inquirió Hanson.
Wallander apuró el último trago de café antes de ponerse en pie.
—Yo iré a buscarlo. En marcha todos.
Cuando salieron del comedor, Ann-Britt le hizo señas de que deseaba hablar con él, pero el inspector la rechazó con un gesto de la mano.
—Ahora no.
He de ir en busca de Modin.
—¿Dónde está?
—En buenas manos.
—¿Y no puede ir otro a recogerlo?
—Pues sí. Pero yo necesito pensar acerca de cuál será la mejor manera de invertir las horas de este día y de cuáles pueden ser las consecuencias de que ese individuo esté muerto.
—Pues precisamente de eso quería yo hablarte.
Wallander se detuvo junto a la puerta.
—Te doy cinco minutos.
—Nadie parece haber formulado la pregunta más importante.