La reunión finalizó a la una y el material quedó listo para su entrega al fiscal. Pero nadie sería condenado, puesto que todos los culpables habían muerto. No obstante, sobre la mesa del fiscal también dejaron lo que bien podría convertirse en una revisión de los hechos protagonizados por Carl-Einar Lundberg.
Y ya después de la reunión, poco antes de las dos, Ann-Britt fue al despacho de Wallander para hacerle saber que Eva Persson y su madre habían retirado la denuncia. Ni que decir tiene que Wallander se sintió aliviado, pero, en el fondo, no le sorprendió. Por más que dudase del funcionamiento de la justicia en Suecia, no le cupo nunca la menor duda de que, a la postre, resplandecería la verdad acerca de lo que realmente sucedió en la sala de interrogatorios.
Estuvieron sentados en su despacho discutiendo la posibilidad de que el contraatacase, en opinión de Ann-Britt, no sólo en beneficio de su propia imagen, sino también por la integridad de la del Cuerpo. Pero Wallander se negó, aduciendo que lo mejor que podía suceder era que todo quedase enterrado en el más absoluto silencio.
Cuando Ann-Britt se hubo marchado, él permaneció unos minutos sentado en su despacho, con la mente en blanco. Después, se levantó para ir por una taza de café.
Y en la puerta del comedor se topó con Martinson. Durante las semanas transcurridas, Wallander había experimentado una curiosa y para él desconocida falta de resolución. En condiciones normales, no era de los que se arredraban por lanzarse a un enfrentamiento abierto, pero la naturaleza de sus diferencias con Martinson era más compleja y más profunda. Se trataba, según él lo vela, de una pérdida de complicidad, de decepción, de una amistad quebrantada. Al encontrarse a Martinson en la puerta, supo que había llegado el momento: ya no podía posponerlo más.
—Deberíamos hablar —propuso—. ¿Tienes un momento?
—Sí, estaba esperándote.
Volvieron a la sala de reuniones que habían ocupado hacía poco más de una hora y, una vez allí, Wallander fue derecho al grano.
—Ya sé que actúas contra mí a mis espaldas. Sé que vas hablando mil de mí. Que has cuestionado mi capacidad para dirigir esta investigación. Sólo tú sabes por qué lo has hecho a escondidas en lugar de decírmelo a mí. Claro que yo tengo una teoría, ya me conoces. Sabes que suelo especular. Y la única explicación que se me ocurre para tu comportamiento es que, con él, estés cimentando tu futura carrera. Cosa que, por cierto, estás haciendo a cualquier precio.
Martinson respondió con total tranquilidad, como si hubiese estado ensayando su réplica.
—Yo sólo digo lo que hay. Has perdido el control. Tal vez pueda reprochárseme que no lo haya dicho antes.
—¿Y por qué no me lo dijiste a mi?
—Lo intenté, pero tú no querías escuchar.
—Yo siempre escucho.
—Tú crees que escuchas. Pero eso no es lo mismo.
—¿Por qué le dijiste a Lisa que yo te impedí que me acompañases a la plantación?
—Debió de malinterpretarme.
Wallander observó a Martinson. De nuevo lo asaltó el deseo de golpearlo, pero no lo hizo. Simplemente, no se sentía con fuerzas. Nadie sería capaz de amilanar a Martinson, pues estaba convencido de la veracidad de sus propias mentiras. De modo que jamás dejaría de defenderlas.
—¿Querías alguna otra cosa?
—No —respondió Wallander—. No tengo nada más que decirte.
Martinson se dio la vuelta y se marchó.
A Wallander le dio la sensación de que las paredes se derrumbaban a su alrededor. Martinson había elegido. La amistad había desaparecido, estaba muerta. Y Wallander se preguntaba con horror si habría existido alguna vez o si, por el contrario, Martinson había sido siempre de los que esperan el momento adecuado para atacar.
Oleadas de dolor se deslizaban en rodante vaivén por su paisaje interior, interrumpidas por una solitaria ola de ira.
No pensaba rendirse, no. Él seria, durante unos años más, el responsable de dirigir las investigaciones más complejas de Ystad.
Sin embargo, la sensación de pérdida era mayor que la de enojo y el inspector se preguntó una vez más cómo debía actuar para sobrellevar lo que le quedaba.
Wallander salió de la comisaría inmediatamente después de su conversación con Martinson. Dejó el móvil sobre el escritorio del despacho y nada le dijo a Irene sobre adonde iba o cuándo volvería. Se sentó al volante y se puso en marcha hacia la calle de Malmövágen. Al llegar al desvío hacia Stjárnsund, giró en aquella dirección. En realidad, no estaba muy seguro de por qué lo hacía. Tal vez la pérdida de dos amistades era una carga demasiado pesada para él. Pensaba a menudo en Elvira Lindfeldt. Aquella mujer había entrado en su vida bajo una apariencia falsa y él sospechaba que, a la larga, ella habría estado dispuesta incluso a matarlo. Y aun así, no podía evitar pensar en ella tal y como él la había conocido, como una mujer que supo escucharlo mientras compartían una cena; una mujer de piernas muy hermosas que, a ratos, lo arrancó de su soledad.
Cuando por fin llegó a la finca de Sten Widén, comprobó que estaba desierta. Un cartel que había fijado a la entrada anunciaba que la propiedad estaba en venta. Pero, además, había otro que informaba de que ya estaba vendida. De modo que había llegado a una casa abandonada. Se dirigió a los establos, abrió las caballerizas y comprobó que estaban vacías. Un gato solitario lo observaba reticente desde un fardo de heno.
Wallander se sintió embargado de un profundo malestar. Sten Widén se había marchado y ni siquiera se había tomado la molestia de despedirse.
Salió de los establos y se alejó del lugar a toda prisa.
Aquel día, Wallander no regresó a la comisaría. Por la tarde, se dedicó a recorrer en coche, sin destino fijo, los alrededores de Ystad. De vez en cuando se detenía a contemplar los campos desiertos. Ya anochecido, volvió a la calle de Mariagatan. Se detuvo a pagar la cuenta en el supermercado y, por la noche, se sentó a escuchar La Traviata dos veces consecutivas. Después, llamó por teléfono a Gertrud y acordó con ella que iría a visitarla al día siguiente.
Poco antes de la medianoche, sonó el teléfono. Wallander se sobresaltó. «Sólo espero que no haya pasado nada» deseó en silencio. «Todavía no. Ninguno de nosotros lo resistiría».
Pero era Baiba quien llamaba desde Riga. Wallander cayó en la cuenta de que hacía más de un año que no hablaban.
—Sólo quería saber cómo estás.
—Bien, ¿y tú?
—Bien.
A partir de ahí, los silencios deambularon de Ystad a Riga y viceversa durante un buen rato.
—¿Piensas en mí alguna vez?
—¿Y por qué iba a llamarte si no?
—No, me preguntaba…
—¿Y tú?
—Yo siempre pienso en ti.
Wallander comprendió que ella sabría enseguida que estaba mintiendo o, al menos, exagerando. No sabía por qué lo hacía pues Baiba pertenecía al pasado, su imagen se había desdibujado. Y, pese a todo, él no era capaz de olvidarla. O más bien no podía olvidar los recuerdos del tiempo que pasó con ella.
Intercambiaron algunas frases insulsas antes de concluir la conversación. Wallander colgó el auricular despacio.
¿La echaba de menos? No sabía qué responder. Se le antojaba que los cortafuegos no existían sólo en el mundo de los ordenadores. También él tenía uno en su interior que no siempre sabía cómo salvar.
Al día siguiente, el miércoles 12 de noviembre, los fuertes vientos habían amainado. Wallander se despertó temprano. Tenía el día libre. No recordaba cuánto tiempo hacía que no se tomaba libre un día laborable pero, puesto que Linda iba a visitarlo, había decidido consumir una parte de sus vacaciones. Iría a recogerla al aeropuerto de Sturup a la una. Y había decidido dedicar la mañana a comprarse un coche nuevo. Ya había acordado con el concesionario que estaría allí a las diez. Tenía que limpiar el apartamento, pero se quedó un rato más en la cama.
De nuevo había tenido un sueño. Había soñado con Martinson. Habían vuelto al mercado de Kiviks, a un suceso que se hallaba muy lejano en el tiempo. En su sueño, todo era como había sido en la realidad. Habían estado buscando a unos sujetos que habían asesinado a un viejo agricultor y a su mujer. De repente, dieron con ellos en un puesto donde vendían cazadoras de piel robadas. Se produjo un tiroteo. Martinson disparó contra uno de los hombres y lo alcanzó en el brazo, o puede que en el codo. Y Wallander le dio alcance al otro junto a la playa. Hasta aquel punto, el sueño había sido una reproducción exacta de lo sucedido entonces. Pero después, cuando estaban en la playa, de repente, Martinson alzó su arma y la dirigió contra él. Y en ese momento, se despertó.
«Estoy asustado», se dijo. «Tengo miedo de no saber qué piensan mis colegas de mí. Tengo miedo de que el tiempo se me escape de entre las manos. De estar convirtiéndome en un policía que ya no comprende ni a sus colegas ni a su país».
Se quedó tumbado un buen rato. Por una vez en la vida se sentía descansado. Pero, cuando empezaba a pensar en su propio futuro, un cansancio de otra índole se cernía sobre él. ¿Acaso empezaría a sentir angustia ante la idea de ir a la comisaría por las mañanas? Y, en ese caso, ¿cómo aguantaría los años que, pese a todo, le quedaban hasta la jubilación?
«Toda mi existencia está compuesta de una serie interminable de cercados», constató para sí. «No sólo se alzan en mi interior y existen en los ordenadores y en las redes de comunicación. También los hay en la comisaría, entre mis colegas y yo, sin que haya tomado conciencia de ello hasta ahora».
Se levantó hacia las ocho, se tomó un café, leyó el periódico y limpió el apartamento. Le preparó a Linda su antigua habitación y, poco antes de las diez, ya estaba guardando la aspiradora. Lucía el sol. Enseguida se puso de buen humor. Se fue al concesionario, que estaba en la calle de Industrigatan, y cerró el trato. Al final, se quedó con otro Peugeot. Un 306 del 96, poco kilometraje, un solo propietario. El comercial, que se llamaba Tyrén, le ofreció un buen precio por su viejo coche. A las diez y media, salía de allí en dirección al aeropuerto. Siempre que cambiaba de coche experimentaba una profunda satisfacción, como si se hubiese dado un buen baño.
Puesto que aún faltaba bastante para la llegada de su hija a Sturup, puso rumbo a la carretera de Ósterleden y, al llegar a Lóderup, se detuvo ante la antigua casa de su padre. Cuando hubo comprobado que no había nadie, entró en el jardín. Dio unos golpecitos en la puerta, pero nadie acudió a abrirle. Entonces se encaminó hacia el cobertizo que había servido de taller a su padre. La puerta no estaba cerrada con llave, de modo que la abrió y entró. Todo estaba cambiado. Descubrió con no poca sorpresa que, en el suelo de cemento, habían empotrado una pequeña piscina. Del padre no quedaba ya el menor rastro, ni siquiera el penetrante olor a disolvente, ahora sustituido por el del cloro. Por un instante, lo interpretó como una humillación. ¿Cómo podían consentir que el recuerdo de una persona desapareciese tan por completo? Wallander salió del cobertizo y divisó un viejo trozo de chatarra. Se acercó a mirar: prácticamente enterrada bajo pegotes de cemento y montones de tierra, yacía la vieja cafetera de su padre. La desenterró con cuidado y se la llevó. Cuando salió de aquel jardín, lo hizo con el convencimiento de que jamás volvería.
Desde Lodemp prosiguió hasta la casa de Svarte en la que Gertrud vivía en compañía de su hermana. Se tomó un café mientras escuchaba ausente el parloteo de las dos hermanas. Pero nada dijo acerca de su visita a Lóderup.
A las doce menos cuarto, se despidió de ellas. Cuando entró en el edificio del aeropuerto de Sturup, faltaba aún media hora para que aterrizase el avión.
Como siempre que se encontraba con Linda, se sentía presa de un gran nerviosismo. Se preguntó si era normal que los padres, llegado cierto momento de sus vidas, se arredraran ante sus hijos. Pero no supo qué responder. Se sentó dispuesto a tomarse otro café. De repente, junto a otra mesa algo apartada, divisó al marido de Ann-Britt, con sus maletines de montador, seguramente camino de algún destino remoto. Iba acompañado de una mujer a la que Wallander no conocía. Y se sintió tan herido como Ann-Britt se habría sentido de estar allí. A fin de que el hombre no lo viese, se cambió de mesa y se sentó dándole la espalda. Se preguntó entonces por su reacción, pero tampoco aquí supo qué responderse.
Al mismo tiempo, empezó a pensar en el misterioso suceso que aconteció en el restaurante de István, cuando Sonja Hókberg cambió el sitio a Eva Persson, tal vez para poder ver a aquel hombre llamado Fu Cheng, que luego resultó llamarse Hua Gang. Él lo había discutido con Hanson y Ann-Britt, pero ellos no supieron qué responder cuando él planteó la cuestión de hasta qué punto estaría enterada Sonja Hokberg de la relación de Jonas Landabl y aquella organización secreta de Falk y Carter. ¿Por qué la vigilaba Hua Gang? Jamás lo supieron, pero, por otro lado, era un detalle que no revestía ya el menor interés. Una pequeña laguna en la investigación que se perdería en un abismo ignoto. Por cierto que, en la memoria de Wallander, se almacenaba una gran cantidad de ese tipo de lagunas. En toda investigación había un momento de oscuridad, algún detalle que se resistía a someterse. Siempre sucedía y nunca dejaría de suceder.
Wallander echó un vistazo por encima del hombro.
El marido de Ann-Britt y la mujer que lo acompañaba habían desaparecido.
El inspector estaba a punto de levantarse cuando un hombre de edad se le acercó de pronto.
—Creo que te conozco. Tú eres Kurt Wallander, ¿no es así?
—Así es.
—Perdona que te moleste. Mi nombre es Otto Ernst.
A Wallander le resultaba familiar su nombre, pero no lo había visto antes.
—Verás, yo soy sastre —prosiguió Ernst—. El caso es que tengo un par de pantalones en mi sastrería que encargó Tynnes Falk. Ya sé que, por desgracia, mi cliente falleció. Pero no sé qué hacer con los pantalones. Ya he hablado con su mujer, pero ella no quiere saber nada del asunto.
Wallander miró al hombre con extremo interés. ¿Estaría de broma? ¿De verdad creía que un policía podría ayudarle a deshacerse de unos pantalones que nadie había recogido? Pero Otto Ernst parecía de veras preocupado.
—Te sugiero que te pongas en contacto con su hijo —propuso Wallander—. Se llama Jan Falk. Tal vez él pueda ayudarte.
—Ya, y tú no tendrás su dirección, ¿verdad?
—Llama a la comisaría de Ystad. Pide que te pongan con la agente Ann-Britt Hoglund y dile que yo te di su nombre. Ella puede facilitarte la dirección.