Martinson notó enseguida la cauta ironía de Wallander y comenzó a hacer apología de sí mismo.
—Bueno, no todos somos como tú, que observas las reglas de la profesión como te viene en gana.
—Sí, ya lo sé —aceptó Wallander paciente—. Ya sé que tienes toda la razón, pero yo no pienso recurrir al fiscal, ni siquiera a Lisa, para pedirles permiso.
Cuando concluyeron la conversación, Wallander sintió que estaba hambriento, de modo que decidió disfrutar del buen día otoñal dando un paseo hasta el centro para almorzar en la pizzería de István. El propietario del local estaba muy ocupado, con lo que no tuvieron ocasión de charlar acerca de Fu Cheng y su tarjeta de crédito falsa. De regreso a la comisaría, el inspector se detuvo en Correos para echar la carta con el anuncio. Después continuó su camino, aliviado por el convencimiento de que no recibiría ni una sola respuesta.
Apenas había entrado en su despacho, cuando sonó el teléfono. Era Nyberg, que deseaba verlo. Así pues, volvió a recorrer el pasillo para acudir al despacho del técnico, que estaba en la planta baja del edificio. Al entrar, vio que Nyberg tenía ante sí, sobre la mesa, el martillo y el cuchillo que habían utilizado en el robo al taxista.
—Hoy se cumplen cuarenta años de mi vida como policía —barbotó Nyberg enojado—. En realidad, empecé un lunes por la mañana. Pero celebraré este absurdo aniversario el domingo.
—Si tan harto estás, no comprendo por qué no lo dejas ahora mismo —le espetó Wallander.
El inspector se sorprendió ante lo airado de su propia reacción, pues nunca antes había perdido los estribos de aquel modo con Nyberg. Antes al contrario, siempre procuraba dirigirse al hábil aunque colérico técnico criminalista con gran cautela.
Pese a todo, Nyberg no pareció ofendido, sino más bien asombrado.
—¡Vaya! Yo creía que era el único que tenía mal humor en esta casa —ironizó.
—Lo siento, no era mi intención estallar así —se excusó Wallander en un murmullo.
Entonces, el técnico se enojó.
—¡Qué coño! ¡Claro que era tu intención! No me explico por qué la gente tiene tanto miedo a manifestar sus arrebatos. Además, tienes razón. Lo único que hago últimamente es quejarme.
—Bueno, quizá sea ésa la única opción que nos quede —subrayó Wallander.
Nyberg echó mano de la bolsa que contenía el cuchillo con un gesto malhumorado.
—Veamos. Tengo los resultados de las huellas dactilares. Y resulta que aquí hay dos distintas.
Wallander se mostró enseguida interesado.
—Eva Persson y Sonja Hókberg —aventuró.
—Exacto. Las dos.
—Lo que puede indicar que Persson no miente a ese respecto.
—Bueno, es una posibilidad.
—¿Crees que, pese a todo, la inductora de la agresión fue Hókberg?
—Yo no creo nada. Lo único que digo es que existe esa posibilidad.
—¿Qué hay del martillo?
—Ahí sólo aparecen las huellas de Hókberg. Nada más.
Wallander asintió despacio.
—Bien, ya sabemos algo.
—Sí, pero sabemos algo más —prosiguió Nyberg al tiempo que hojeaba los papeles que se amontonaban sobre su escritorio. Hay ocasiones en que los facultativos de medicina legal se superan a sí mismos. Y, en este caso, sostienen que, con verosimilitud rayana en la certidumbre, son capaces de establecer que la agresión se produjo en dos turnos. Primero atacaron con el martillo y después con el cuchillo.
—Ya, ¿y al contrario no?
—No. Ni tampoco al mismo tiempo.
—¡Vaya! ¿Cómo pueden llegar a semejante precisión?
—Yo creo saberlo, más o menos. Pero me temo que no podría explicártelo.
—Eso implica que Hókberg pudo haber cambiado de arma en medio del ataque.
—Así es, al menos, como yo creo que se produjeron los acontecimientos. Es posible que Eva Persson llevase el cuchillo en el bolso. Pero Hókberg se lo pidió y ella se lo dio.
—Ya, como en un quirófano —comentó Wallander presa de un profundo malestar—. Cuando el cirujano va pidiendo los distintos instrumentos…
Ambos permanecieron en silencio, entregados a meditar acerca de aquel símil tan desagradable. Finalmente, Nyberg rompió el silencio.
—Por cierto, hay algo más. He estado pensando en el bolso, ¿recuerdas? El que hallamos cerca de la unidad de transformadores pero en el sitio equivocado, por así decirlo.
Wallander aguardaba expectante la continuación. Nyberg era eminentemente un técnico, experto y exhaustivo, pero, en ocasiones, los sorprendía con su inesperada capacidad para combinar sus habilidades con otras que quedaban fuera de su competencia.
—El caso es que fui allí y me llevé el bolso. Intenté arrojarlo desde distintos puntos probables, pero jamás logré que llegase tan lejos.
—¿Cómo que no?
—¿Recuerdas el lugar con exactitud? Postes de la luz, alambres de púas y altos pilares de hormigón por todas partes… Así que el bolso chocaba siempre con algo. Lo intenté veinticinco veces. Y sólo una dio resultado.
—De lo que se deduce que alguien se tomó la molestia de ir hasta la valla con el bolso.
—Sí, es bastante probable. La cuestión es por qué.
—¿Se te ocurre algo?
—Lo más lógico es, claro está, que dejaran el bolso allí para que lo encontrásemos, pero no de inmediato.
—Es decir, que el asesino estaba interesado en que identificásemos el cuerpo, aunque no enseguida.
—Sí, eso es lo que yo pensé, hasta que caí en la cuenta de que justo en el lugar donde estaba el bolso la luz es mucho más intensa, pues uno de los focos está dirigido precisamente hacia el punto en el que lo hallamos.
Wallander intuía la conclusión a la que Nyberg estaba a punto de llegar, pero guardó silencio.
—En fin, lo que quiero decir es que cabe la posibilidad de que el bolso estuviese allí porque alguien se colocó bajo el haz de luz para registrar su contenido.
—¡Claro! Y seguramente encontró algo.
—Sí, ésa era mi idea. Aunque las conclusiones son cosa tuya, por supuesto.
Wallander se puso en pie.
—Bien —convino al fin—. Es posible que tu razonamiento sea de lo más acertado.
Dejó al técnico, subió la escalera y se dirigió al despacho de Ann-Britt, que estaba inmersa en la lectura de una montaña de papeles.
—Quiero que te pongas en contacto con la madre de Sonja Hokberg y le preguntes si ella sabe qué solía llevar su hija en el bolso —ordenó el inspector.
Tras escuchar su explicación sobre la idea de Nyberg, la colega se dispuso a buscar el número de teléfono.
Wallander no se quedó a esperar el resultado de la llamada, pues sentía un profundo desasosiego, de modo que regresó a su despacho mientras se recreaba en la duda de cuántos kilómetros habría recorrido por aquellos pasillos a lo largo de los años. Entonces oyó que el teléfono sonaba en su despacho, así que apremió el paso. Una vez hubo descolgado, escuchó la voz de Martinson.
—Creo que es hora de que vengas por aquí.
—¿Por qué?
—Robert Modín es un joven muy inteligente.
—¿Qué ha sucedido?
—Lo que tanto deseábamos. Hemos entrado. El ordenador nos ha abierto sus puertas.
Wallander colgó el auricular.
«Bien, esto sí que es un avance», se felicitó. «Nos ha llevado mucho tiempo. Pero, al final, llegó el momento».
Tomó la cazadora antes de abandonar la comisaría.
Eran las dos menos cuarto del domingo 12 de octubre.
El cortafuegos
El aire acondicionado dejó de funcionar de repente, y Carter se despertó. Quedó inmóvil, bajo las sábanas, atento al silencio de la oscuridad. Las cigarras interpretaban su canto sempiterno y, en la distancia, ladraba un perro. Se había producido un nuevo corte de luz. Era algo que solía suceder allí, en Luanda, día sí día no. Eran los secuaces de Savimbi, siempre a la expectativa de provocar el cese del suministro eléctrico en la capital. Y, claro, entonces se apagaba el aire acondicionado. Carter seguía sin moverse bajo las sábanas. En tan sólo unos minutos, el calor haría irrespirable el aire de la estancia. La cuestión era si sería capaz de levantarse y bajar a la habitación exterior, contigua a la cocina, y poner en marcha el generador. Por otro lado, no habría sabido decir qué le resultaba más insoportable, si el estruendo del generador o el calor sofocante que invadiría el dormitorio en un instante.
Giró la cabeza para ver la hora en el reloj. Eran las cinco y cuarto. Desde el interior de la casa oía los ronquidos de uno de los vigilantes nocturnos que dormía fuera. Sospechaba que sería José pero, mientras el otro vigilante, Roberto, se mantuviese despierto, aquello no tenía mayor importancia. Desplazó la cabeza sobre la almohada hasta que sintió la culata de la pistola que siempre tenía debajo. De hecho, pese a los vigilantes nocturnos y las vallas de que había rodeado la casa, era aquélla la única garantía de seguridad que le quedaba, en el caso de que cualquiera de los numerosos ladrones que poblaban la noche decidiese atacar. Él comprendía a la perfección que lo convirtiesen en el objetivo de sus desmanes. En efecto, él era blanco y estaba bien situado. Y en un país mísero y pobre como Angola, el crimen era algo natural. De haber sido él uno de los otros, uno de los pobres, se decía, se habría robado a sí mismo.
Entonces, el aire acondicionado volvió a ponerse en funcionamiento de forma tan repentina como se había apagado. Así solían ser los apagones, momentáneos. Pero en esos casos no eran consecuencia de la intervención de los bandidos, sino de algún fallo técnico. Los tendidos eléctricos eran muy antiguos, instalados por los portugueses durante la época colonial, e ignoraba cuántos años habían transcurrido desde entonces sin que nadie los supervisase.
Carter permaneció despierto en la negrura de la noche. Lo asaltó la idea de que pronto cumpliría los sesenta y que, en realidad, resultaba extraordinario el hecho de que hubiese vivido tanto, habida cuenta del modo en que había transcurrido su existencia, rica en experiencias y nada monótona, aunque sí llena de peligros.
Apartó las sábanas para que el aire frío le diese de lleno en todo el cuerpo. Le desagradaba despertarse al alba, pues era precisamente durante las horas que precedían a la salida del sol cuando más desprotegido se sentía. Eran horas en las que se encontraba solo con oscuridad y los recuerdos. Horas en las que caía en la debilidad de excitarse y montar en cólera al revivir todas las injusticias. Y se vela incapaz de sosegarse hasta que no lograba concentrar todo su pensamiento en la venganza que se avecinaba. Pero lo normal era que, para entonces, hubiesen transcurrido varias horas y el sol se hubiese alzado ya sobre el horizonte. Los vigilantes nocturnos se habían puesto a charlar y el tintineo de los candados había empezado ya a llenar el aire, cuando Celina los abría para entrar en la cocina a prepararle el desayuno.
Volvió a cubrirse con la sábana. Cuando empezaba a picarle la nariz, sabía que no tardarían en sobrevenirle las ganas de estornudar. Y él detestaba los estornudos. Odiaba sus alergias. Para él eran claro indicio de una debilidad despreciable. En especial, porque solía estornudar a todas horas. Incluso había llegado al extremo de tener que interrumpir una intervención pública a raíz de una serie inacabable de estornudos continuados.
En otras ocasiones, las alergias se manifestaban bajo la forma de sarpullidos que le escocían o de un lagrimeo incontrolado e incontenible de los ojos.
Se cubrió la boca con la sábana y consiguió, en esta ocasión, salir vencedor y combatir el estornudo, que murió antes de nacer. Permaneció inmóvil, pensando en los años transcurridos y en todas aquellas circunstancias que habían concurrido para conducirlo a acabar tumbado en la cama de aquella casa, en Luanda, la capital de Angola.
Hacía ya más de treinta años que había empezado a trabajar como joven economista para el Banco Mundial, en Washington, Por aquel entonces tenía el convencimiento inquebrantable de que las posibilidades del banco para mejorar el mundo o, al menos, hacerlo más justo eran reales. Los enormes créditos que precisaban los países pobres y que ni los bancos privados ni las naciones podían conceder de forma individual fueron la causa de la creación del Banco Mundial, que nació en una reunión celebrada en Bretton Woods. Y pese a que muchos de sus compañeros de la universidad californiana en la que había cursado sus estudios aseguraban que había equivocado la elección pues, según ellos, en las oficinas del Banco Mundial jamás se gestaría ninguna solución plausible a los problemas económicos del mundo, él se había mantenido firme en su decisión. El no era, en absoluto, menos radical que los demás. Y había participado en las mismas manifestaciones, incluidas las celebradas en contra de la guerra de Vietnam. Sin embargo, nunca se dejó convencer por la idea de que la desobediencia civil pudiese, por sí sola, conducir a un mundo mejor. Como tampoco había sucumbido a la debilidad de depositar su confianza en los partidos socialistas, demasiado raquíticos y limitados en su capacidad de intervención. Así, él había llegado a la conclusión de que debía operar en el seno de las estructuras existentes, pues para derribar el poder era preciso mantenerse en sus esferas.
Por otro lado, él guardaba un secreto que lo había movido a dejar Nueva York y la Universidad de Columbia para trasladarse a California. En efecto, había participado en la guerra de Vietnam durante un año. Y le había gustado. Durante aquel tiempo, formó parte de una célula de combate destinada en An Khe, desplegada a lo largo de aquella carretera tan vital que discurría por el oeste desde Qui Nhon. Y sabía que, en el transcurso de aquel año, había matado a varios soldados enemigos sin haber dudado, en ningún momento, de que, en el fondo, no se arrepentía lo más mínimo. De modo que, en tanto que sus compañeros habían caído en el mundo de la droga, él supo conservar su disciplina de soldado. Asimismo, no lo abandonó ni por un instante la convicción de que él sobreviviría, de que jamás atravesaría el océano para regresar a casa en un saco de plástico. Y fue entonces, durante las noches sofocantes que pasaban patrullando en medio de la selva, cuando adquirió aquella convicción. Uno debe estar del lado del poder, en sus inmediaciones, para lograr destruirlo. Y el mismo convencimiento lo dominaba aquella noche, tendido mientras aguardaba el despuntar del alba angoleña. La sensación de hallarse en una jungla, bajo un calor sofocante, y de tener tanta razón ahora como hacía treinta años.