Cortafuegos (41 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

BOOK: Cortafuegos
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Al principio, no reconoció la voz, pero enseguida cayó en la cuenta de que era Siv Eriksson.

—Espero no molestar —se disculpó ella.

—No, en absoluto.

—Verás, he estado pensando…, intentando recordar algo que pueda serte de ayuda.

«Invítame a ir a tu casa», sugirió Wallander para sus adentros. «Si de verdad deseas ayudarme, invítame. Tengo hambre y sed y no quiero pasar las horas en este asqueroso apartamento».

—¿Se te ha ocurrido algo? —inquirió, no obstante, con el tono más formal de que fue capaz.

—No, por desgracia. Supongo que era su mujer quien mejor lo conocía. O quizá sus hijos.

—Si no recuerdo mal, decías que los encargos que le hacían solían ser de la más diversa índole; le surgían tanto aquí en Suecia como en el extranjero y, al parecer, era bastante bueno, así que estaba muy solicitado. ¿No te hizo nunca ningún comentario sorprendente sobre su trabajo? ¿Algo que jamás habrías esperado oírle decir?

—Como te dije, no era muy hablador. Era muy cauto con las palabras. Lo cierto es que era muy cauto en general.

—¿Podrías ser un poco más explícita?

—Bueno, a veces me daba la impresión de que se encontraba en otro mundo. Por ejemplo, si estábamos comentando algún problema, él me escuchaba e incluso respondía a mis preguntas y comentarios, pero, pese a todo, era como si estuviese ausente.

—¿Y dónde crees que estaba?

—Lo ignoro. Era muy misterioso. Aunque no me había dado cuenta hasta ahora. De hecho, antes pensaba que su actitud reservada era una manifestación de su timidez. O a que estaba abstraído. Pero ya no. A decir verdad, la impresión que una tiene de una persona se modifica después de su muerte.

Wallander pensó fugazmente en su propio padre, aunque la imagen del anciano no se le antojaba, tras su muerte, muy distinta de como había sido en vida.

—Entonces, ¿no tienes ni idea de en qué podía estar pensando? —insistió el inspector.

—Pues, en realidad, no…

Dado que la respuesta le pareció algo inconclusa, se dispuso a esperar pacientemente a que la mujer se decidiese a completarla.

—En honor a la verdad, no tengo memoria más que de un recuerdo que puede interpretarse como anómalo. Lo cual, por otro lado, no es mucho, si tenemos en cuenta que nos conocíamos desde hacía varios años.

—Aja. Cuéntame.

—Fue hace dos años, en octubre o a principios de noviembre. Una noche en que se presentó aquí alterado en extremo. Tanto, que no logró ocultar su indignación. Teníamos entre manos un trabajo de asesoría que era bastante urgente. Algo para el catastro. Ni que decir tiene que yo le pregunté qué había pasado. Y entonces me contó que había sido testigo de cómo unos adolescentes habían iniciado una pelea con un hombre de edad que, al parecer, estaba algo ebrio. Según dijo, cuando el hombre intentó defenderse, lo abatieron a golpes y, una vez que lo tenían tendido sobre la acera, la emprendieron a patadas con él.

—¿Y eso fue todo?

—¿No te parece suficiente?

Wallander meditó un instante. Tynnes Falk había reaccionado ante el hecho de que una persona hubiese sido víctima de un acto violento. Por más que pensaba en ello, no vela con claridad qué podía significar aquello, al menos en el contexto de la investigación en curso.

—¿Y él no intervino?

—No. Sólo se enfureció.

—¿Qué dijo exactamente?

—Que esto era un caos. Que ya no merecía la pena…

—¿Qué era lo que no merecía la pena?

—¡Yo qué sé! A mí me dio la sensación de que, en cierto modo, se refería al ser humano en sí. Como si la condición de animal se impusiera a la de racional. De todos modos, como era habitual en él, cuando intenté indagar un poco más en su comentario, me cortó. Y nunca más volvió sobre el tema.

—Y tú, ¿cómo interpretas su indignación?

—Bueno, a mí me pareció bastante natural. ¿Acaso tú no habrías reaccionado del mismo modo?

«Sí, tal vez sí», admitió Wallander para sus adentros. «Sólo que no estoy seguro de si yo habría llegado a la conclusión de que el mundo es un caos».

—Me figuro que no sabrás quiénes eran aquellos jóvenes, ni tampoco el hombre borracho que fue objeto de su agresión.

—¡Por Dios! ¿Cómo iba yo a conocer semejante dato?

—Bueno, yo soy policía. Mi misión es hacer preguntas.

—En fin, siento no haber podido contribuir con algo más de información.

Wallander notó que deseaba retenerla al teléfono, pero comprendió que ella lo descubriría enseguida si lo intentase.

—Bien, gracias por llamar. No dudes en hacerlo de nuevo si se te ocurre algo más. Yo te llamaré mañana, con toda probabilidad.

—De acuerdo. Ahora estoy preparando un trabajo de programación para una cadena de restaurantes, de modo que estaré todo el día en la oficina.

—¿Cómo afectará todo esto a tu trabajo?

—No lo sé. Sólo espero que mi fama sea lo suficientemente buena como para poder sobrevivir sin Tynnes. De lo contrario, ya se me ocurrirá algo.

—¿Como qué?

Ella lanzó una carcajada.

—¿Es algo que necesites saber para la investigación?

—No, es sólo curiosidad.

—Pues quizá me dedique a viajar.

«Todos se van de viaje», se lamentó Wallander con un punto de envidia. «Al final, no quedaremos en este país más que los malhechores y yo».

—Sí, yo también lo he pensado, pero estoy atado por muchos motivos, como el resto, supongo.

—Yo no estoy atada —objetó ella ufana—. Uno debe decidir por sí mismo.

Concluida la conversación, Wallander siguió pensando en sus últimas palabras: «Uno debe decidir por sí mismo». Claro que ella tenía razón. Tanta como Per Ákeson y Sten Widén.

De repente, sintió una gran satisfacción ante el hecho de haber enviado aquel anuncio a la sección de contactos del periódico. A pesar de que no contaba con recibir ninguna respuesta, al menos, había tomado alguna iniciativa.

Se puso una cazadora y se encaminó a uno de los videoclubes que había al final de la calle de Stora Óstergatan. Sin embargo, al llegar vio que los domingos cerraban a las nueve. De modo que siguió subiendo en dirección a la plaza de Torget deteniéndose de vez en cuando ante algún que otro escaparate.

Ignoraba cuál podía ser el origen de aquella sensación, pero, de repente, se dio la vuelta. A excepción de algunos jóvenes y un guarda nocturno, no había nadie en la calle. Rememoró de nuevo la advertencia de Ann-Britt y su consejo de que procurase ser más cauteloso.

«¡Bah!, son imaginaciones mías», resolvió. «No hay nadie tan necio que intente atacar al mismo policía dos veces consecutivas».

Ya en la plaza de Torget, giró hacia la calle de Hamngatan para después tomar la de Osterleden, camino a casa. El aire fresco le acariciaba el rostro. El inspector se dio cuenta de que necesitaba hacer ejercicio.

Eran las diez y cuarto cuando llegó a la calle de Mariagatan. Una vez en casa, vio que no le quedaba más que una cerveza en el frigorífico. Se preparó unos bocadillos y se sentó ante ei televisor con la intención de seguir un debate sobre la economía sueca. Lo único que creyó comprender fue que las finanzas del país eran halagüeñas y deficientes al mismo tiempo. Enseguida empezó a dar cabezadas, deseando poder dormir por fin toda una noche, sin sobresaltos.

Al parecer, los problemas de la investigación habían decidido darle un respiro por un momento.

A las once y media, se fue a la cama y apagó la luz.

Apenas vencido por el sueño, sonó el teléfono. El timbre resonaba en la oscuridad.

Contó hasta diez, y el timbre cesó. Entonces desconectó el teléfono y decidió esperar: si lo buscaban de la comisaría, intentarían localizarlo a través del móvil, aunque él deseaba que no fuese el caso pero… En ese momento se oyó el zumbido del teléfono móvil que tenía sobre la mesilla de noche.

Era la patrulla que estaba de guardia en la calle de Apelbergsgatan y quien llamaba era el agente Elofsson.

—No sé si será importante —comenzó el colega excusándose—, pero hemos visto pasar el mismo coche varias veces por aquí durante la última hora.

—¿Pudisteis ver al conductor?

—Por eso llamo, como tú dejaste instrucciones claras…

Wallander aguardaba presa de renovada tensión.

—El caso es que podría ser chino —prosiguió Elofsson—, aunque comprenderás que no es fácil asegurarlo.

El inspector no tuvo que pensárselo dos veces. Su noche de reposo se había malogrado apenas comenzada.

—Voy para allá ahora mismo.

Colgó y miró el reloj.

Acababa de dar la medianoche.

23

Wallander dejó a sus espaldas la calle de Malmövágen.

Después, pasó la de Apelbergsgatan y dejó el coche aparcado en la calle de Jórgen Krabbes Vág, desde donde no le llevó ni cinco minutos alcanzar la casa en la que había vivido Falk. No soplaba ya la menor brisa y el cielo estaba raso. Poco a poco, el clima se recrudecía. Pero el mes de octubre escaniano solía ser así: al tiempo parecía costarle decidirse.

El vehículo en que esperaban Elofsson y su colega estaba aparcado cerca de la casa de Falk, en la acera de enfrente. Cuando Wallander llegó a la altura del coche, la puerta trasera se abrió y el inspector se sentó en el interior, que olía a café. Pensó entonces en todas aquellas noches que él mismo había pasado luchando contra el sueño, o en pie y muerto de frío en cualquier calle perdida, con motivo de alguna de las desesperantes investigaciones en que había intervenido.

Intercambiaron un rápido saludo. El colega de Elofsson no llevaba en Ystad más de seis meses. Se llamaba El Sayed y era tunecino: el primer policía de origen extranjero destinado a Ystad y directamente enviado por la Escuela Superior de Policía. Al conocer la noticia, Wallander se había sentido preocupado por el hecho de que El Sayed fuese recibido con malevolencia o incluso intransigencia, pues no se hacía ilusiones sobre el modo en que muchos de sus compañeros interpretarían el tener que acoger en la comisaría a un colega de raza árabe. Y, en efecto, sus temores se habían visto confirmados. Comentarios malévolos, aunque velados, surgían aquí y allá. Lo que el inspector ignoraba era hasta qué punto el propio El Sayed lo habría notado o cuánto rechazo había esperado encontrar. Abatido por el cargo de conciencia, Wallander lamentaba de vez en cuando no haberlo invitado a su casa en alguna ocasión. Y no sabía de nadie que lo hubiese hecho hasta la fecha. Pese a todo, aquel joven de cálida sonrisa se había incorporado a la comunidad, por más que le hubiese llevado más tiempo del habitual. Y Kurt Wallander se preguntaba qué habría ocurrido si El Sayed se hubiese hecho eco de los comentarios y hubiese reaccionado ante ellos, en lugar de exhibir inquebrantable aquella sonrisa suya.

—Llegó de la zona norte —explicó Elofsson—, desde Malmo. Y ha pasado por aquí tres veces.

—¿Cuándo fue la última?

—Justo antes de que te llamase. Antes de hacerlo al móvil, lo intenté con el fijo, pero debes de dormir como un tronco.

Wallander no replicó.

—Bien, cuéntame.

—En fin, ya sabes lo que suele suceder; hasta que la misma persona no pasa dos veces, no te fijas.

—¿Qué coche era?

—Un Mazda azul oscuro.

—¿Notaste si aminoró la marcha al pasar por aquí?

—La primera vez no me di cuenta. Pero, la segunda, sin la menor duda.

En este punto, El Sayed terció en la conversación.

—La primera vez también frenó ligeramente.

Wallander notó que Elofsson se molestó con su intervención, como si no le agradase que el hombre que ocupaba el asiento de al lado hubiese visto más que él.

—Pero no llegó a detenerse, ¿no es así?

—No.

—¿Crees que descubrió vuestra presencia?

—Dudo mucho de que lo hiciera la primera vez. Pero probablemente la segunda, sí.

—¿Y después?

—Veinte minutos más tarde pasó de nuevo. Pero entonces no redujo la velocidad.

—Ya, en ese caso, lo único que pretendía era comprobar si seguíais aquí. ¿Visteis si había alguien más en el coche?

—Ya lo hemos comentado y, aunque no estamos seguros, nos dio la impresión de que iba solo.

—¿Habéis hablado con los colegas de la plaza de Runnerstróms Torg?

—Sí, pero ellos no han visto el coche.

Esta noticia sorprendió a Wallander pues, si alguien mostraba interés por la residencia de Falk, era de esperar que también quisiese controlar el lugar donde tenía su despacho.

Reflexionó un instante hasta concluir que la única explicación plausible era que la persona que iba en el coche no conociese la existencia del despacho. Siempre que el policía que estaba de guardia en Runnerstróms Torg no se hubiese dormido, una posibilidad que Wallander no se sentía inclinado a excluir por completo.

Elofsson se volvió hacia atrás y le dio a Wallander una nota con el número de matrícula del coche.

—Supongo que ya lo habréis comprobado en el registro, ¿no?

—Así es, pero, al parecer, hay algún problema con los ordenadores de la central, porque nos dijeron que teníamos que esperar.

Wallander sostuvo el trozo de papel contra la ventanilla del cristal para que quedase iluminado por la luz de la farola y leyó la matrícula, «MLR 331», antes de memorizarla.

—¿Cuándo calculaban que los ordenadores volverían a estar operativos?

—No lo sabían.

—Pero algo os habrán dicho, ¿no?

—Sí, que tal vez mañana.

—¿Cómo que mañana?

—Pues eso, que tal vez estuviesen operativos mañana.

Wallander hizo un gesto displicente con la cabeza.

—Pues necesitamos esta información lo antes posible. ¿A qué hora os llega el relevo?

—A las seis.

—Bien, pues antes de marcharos a dormir a casa quiero que escribáis un informe que dejaréis en el despacho de Hanson, o en el de Martinson. Para que alguno de ellos se encargue del asunto.

—¿Qué hacemos si vuelve?

—No lo hará —afirmó Wallander—. No mientras sepa que estáis aquí.

—Pero si, pese a todo, volviese a aparecer, ¿hemos de intervenir?

—No. Después de todo, no es delito pasearse en coche por la calle de Apelbergsgatan.

Wallander permaneció sentado en el coche unos minutos más.

—Si vuelve a presentarse, quiero que me llaméis. Pero al móvil.

Tras desearles suerte, regresó a la calle de Jorgen Krabbes Vág y, ya en el interior de su vehículo, se puso en marcha hacia la plaza de Runnerstróms Torg. La situación no era tan catastrófica como él la había imaginado. De hecho, tan sólo uno de los policías estaba dormido. Pero no habían visto ningún Mazda azul.

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