«Bien, en algún lugar hay una persona cuyo nombre comienza por ce. Falk se quedó en Angola. La mujer a la que amaba lo abandonó. O tal vez fuese él quien la abandonó a ella… Y entonces aceptó un trabajo situado lo más lejos posible. Quién sabe si para olvidar o para curar sus heridas. Pero sucede algo que lo mueve a quedarse». Wallander pasó página de nuevo para, en la siguiente fotografía, ver a Tynnes Falk posando ante una iglesia encalada. El fotografiado mira e incluso sonríe al fotógrafo. De hecho, es la primera vez que aparece sonriente. Además, lleva abiertos un par de botones de la camisa. «¿Quién estará detrás de la cámara? ¿No será C?».
En la página siguiente, Falk volvía a ser el fotógrafo. Wallander se acercó a la fotografía pues, por primera vez, apareció un rostro que se repetía. El hombre estaba bastante cerca de la cámara, un hombre alto, delgado y bronceado por el sol. Exhibía una mirada decidida, llevaba el cabello muy corto y, por su aspecto, podía ser del norte de Europa: alemán o ruso… Wallander se dispuso entonces a examinar el contenido. La fotografía había sido tomada en el exterior. Al fondo se perfilan unas lomas cubiertas de espesa y verdeante vegetación, pero, más cerca, justo a la espalda del fotografiado, hay algo que, en un principio, le recordó una máquina de grandes dimensiones. A Wallander le pareció reconocer la construcción. Sin embargo, hasta que no observó la foto a cierta distancia, no reconoció de qué se trataba. En efecto, era una central transformadora. Una central de tendido de cables de alta tensión.
«Bien, aquí tenemos un punto de contacto. Ignoro qué consecuencias tendrá. Pero, si fue Falk quien tomó la fotografía, su intención era, sin duda, retratar a un hombre que posa ante una central transformadora no muy diferente de aquella en la que fue hallada muerta Sonja Hokberg». Pasó la hoja muy despacio, como si confiase en que la solución a la incógnita se encontrase en la página siguiente; como si albergase la esperanza de que aquel álbum de fotos pudiese revelarle la clave, el relato fiel de cuanto había sucedido. Pero, algo decepcionado, vio que era un elefante quien lo observaba desde la fotografía siguiente; así como algunos leones que dormitaban al borde del camino, de lo que dedujo que Falk iba en coche cuando hizo aquella toma. Junto a la imagen, pudo leer: «Parque Kruger, agosto, 1976». Falk tardaría un año más en regresar a Suecia y presentarse ante la puerta del hospital Sabbatsberg a esperar a que Marianne saliese del trabajo. Aquella ausencia de cuatro años no había concluido. Leones adormecidos, Falk desaparecido… Wallander recordaba que el parque Kruger se encontraba en Sudáfrica. Tuvo ocasión de enterarse cuando, hacía ya algunos años, una corredora de fincas apareció asesinada y él se vio envuelto en una investigación que desembocó en aquel país africano
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. Recordaba, asimismo, que anduvo mucho tiempo dudando de su capacidad para llevar el caso a buen puerto.
«De modo que Falk salió de Angola y aquí lo tenemos en coche, fotografiando animales a través de la ventanilla. Ocho páginas, ni más ni menos, repletas de imágenes de pájaros y de animales; en especial, una ingente cantidad de hipopótamos bostezando. Esto no son más que recuerdos de turista. Falk no es ningún artista, precisamente». Tras aquellas páginas, Wallander se detuvo de nuevo a examinar las fotografías con más atención. En efecto, en las que venían a continuación, Falk estaba de vuelta en Angola. «Luanda, junio, 1976.» Y allí estaba la misma figura escuálida de las fotografías anteriores; la misma mirada imperturbable y el cabello corto sentado, en esta ocasión, en un banco junto al mar. Por una vez, había logrado componer una escena realmente afortunada. Y aquélla era la última fotografía. El álbum no estaba, por tanto, completo, sino que quedaban algunas páginas vacías sin rastro de que hubiesen retirado ninguna foto ni tachado anotación alguna. La fotografía que cerraba aquella serie era, sin duda, la del hombre que contempla el mar sentado en un banco. Y, al fondo, la misma silueta urbana de la postal.
Wallander se echó hacia atrás acomodándose en su silla mientras Marianne Falk lo observaba inquisitiva.
—Bien, no estoy seguro de cómo he de interpretar estas fotografías, pero tengo que llevarme el álbum unos días. Es posible que debamos ampliar alguna de ellas.
La mujer lo acompañó hasta el vestíbulo.
—¿Qué importancia puede tener lo que hizo durante aquellos años? Aquello sucedió hace tanto tiempo…
—Cierto, pero algo ocurrió entonces que lo marcó para toda su vida.
—¿Qué crees tú que pudo ser?
—No tengo la menor idea.
—¿Y quién disparó contra ti en su apartamento?
—Tampoco lo sabemos. No tenemos idea de quién era ni qué hacía allí.
Ya se había puesto la cazadora y estaba estrechándole la mano cuando Wallander le advirtió:
—Si lo deseas, podemos hacerte llegar un comprobante de que nos has cedido el álbum para su examen.
—No te preocupes, no es necesario.
Wallander abrió la puerta.
—Hay algo más… —lo retuvo ella.
Wallander la observaba expectante, sin dejar de advertir su falta de decisión.
—Es posible que a la policía sólo le interesen los hechos verifica-bies —prosiguió ella, siempre vacilante—. Y ni siquiera yo veo con claridad lo que se me ha ocurrido.
—Bueno, lo cierto es que, dadas las circunstancias, cualquier aportación puede ser útil.
—Ya… El caso es que yo estuve viviendo con Tynnes durante muchos años —afirmó—. Y, como es natural, pensaba que lo conocía bien. Cierto que no podía decir qué había estado haciendo durante los años en que estuvo desaparecido, pero se me antojaba algo anecdótico. Además, no era un hombre de temperamento desigual y siempre nos trató bien, a los niños y a mí, de modo que tampoco me preocupaba.
En este punto, la mujer hizo una pausa algo brusca. Wallander se mantuvo a la espera.
—En cualquier caso… Había ocasiones en que me daba la impresión de que estaba casada con un fanático —reveló al fin—. De que mi marido tenía una doble personalidad.
—¿Con un fanático? ¿Qué quieres decir?
—Sí, en ocasiones…, ¡era capaz de manifestar opiniones tan extrañas!
—Ya. ¿Acerca de qué?
—Sobre la vida en general. Sobre las personas. Sobre el mundo. Prácticamente sobre todo lo habido y por haber. De repente, estallaba en violentas acusaciones que no parecían dirigidas a nadie en particular, como si enviase sus mensajes al vacío.
—¿Y no solía explicar con detalle a qué se refería?
—La verdad es que a mí me inspiraba un gran temor y no me atrevía a preguntar. Era como si, de pronto, se colmase de un intenso odio. Por otro lado, aquellos ataques pasaban de forma tan inopinada como repentino era el modo en que se producían. A mí me daba la impresión de que se arrepentía de haber hablado de más. O, al menos, él creía que había hablado demasiado; como si hubiese revelado algo que, en el fondo, deseaba mantener en secreto.
Wallander reflexionó un instante.
—Y estás completamente segura de que nunca fue políticamente activo, ¿no es así?
—Él despreciaba a los políticos. Creo que ni siquiera llegó a votar nunca.
—¿Y tampoco estaba ligado a ningún otro movimiento u organización?
—No.
—¿No había nadie por quien sintiese admiración?
—No, que yo sepa —afirmó Marianne para, de inmediato, cambiar de parecer—. Bueno, lo cierto es que parecía tener cierta predilección por la personalidad de Stalin.
Wallander frunció el entrecejo.
—¡Vaya! ¿Te explicó por qué?
—No, no lo hizo, Pero lo oí comentar en varias ocasiones que Stalin había estado en posesión de un poder ilimitado. O, más bien, se había adueñado de ese poder para poder gobernar sin límite.
—¿Eso decía?
—Así es.
—¿Y nunca llegó a explicártelo con más detalle?
—Pues no.
Wallander asintió.
—Bien, si se te ocurre algo más, me llamas enseguida.
Ella le prometió que así lo haría antes de cerrar la puerta.
Wallander se sentó al volante con el álbum de fotos en el asiento del acompañante. En la lejana Angola y hacía más de veinte años, un hombre había posado ante una central transformadora.
¿Sería el mismo que había enviado la postal? ¿Aquél cuyo nombre comenzaba por la letra ce?
Wallander hizo un gesto vehemente con la cabeza. Aquello no tenía ni pies ni cabeza.
Aun así, movido por un impulso difícil de caracterizar, salió de la ciudad y volvió a visitar el lugar donde habían hallado el cuerpo sin vida de Sonja Hokberg. La zona aparecía desierta; la verja, cerrada. Wallander miró a su alrededor. Campos de color canela, el graznar de las urracas en la distancia… Tynnes Falk yacía entonces muerto junto a un cajero automático, de modo que él no pudo asesinar a Sonja Hokberg. Había, pues, otros eslabones aún invisibles que se ramificaban, semejando una red que entretejiese los diversos sucesos.
Pensó en los dedos amputados de Falk, los mismos con los que solía escribir. Regresó al coche y puso la calefacción antes de ponerse en marcha de regreso a Ystad. Pero, al llegar a la rotonda que había justo antes de la entrada a la ciudad, sonó el móvil. Se desvió hacia el arcén y se detuvo antes de contestar la llamada, que era de Martinson.
—Estamos en ello —lo informó.
—¿Y cómo va la cosa?
—Bueno, esas series de cifras son como un muro infranqueable. Modín se esfuerza sin descanso por salvarlo, pero no sabría decirte qué; está haciendo exactamente.
—Ya. Paciencia.
—Supongo que la policía le pagará el almuerzo, ¿no?
—Tú pide la factura y dámela a mí luego —lo tranquilizó Wallander.
—¿Sabes?, a pesar de todo, yo creo que deberíamos ponernos e contacto con la brigada nacional y con sus expertos informáticos. En realidad, no ganamos nada posponiendo algo que tendremos que hacer antes o después.
Wallander no pudo por menos de conceder que Martinson teníais razón, pero, aun así, él prefería esperar y darle algo más de tiempo as Robert Modin.
—Sí, lo haremos, pero más adelante —repuso el inspector.
Continuó rumbo a la comisaría, donde Irene le comunicó que Gertrud lo había llamado. Wallander fue a su despacho y le devolvió la llamada de inmediato. El inspector iba a visitarla algún que otro domingo, aunque no muy a menudo, por lo que solía sufrir un enorme y constante cargo de conciencia. No en vano había sido ella, Gertrud, quien se había compadecido de su fastidioso padre en los últimos años de su vida. Y estaba convencido de que sin ella el anciano no habría llegado a cumplir tantos como, pese a todo, llegó a celebrar. Pero, ahora que el padre había muerto, no tenían mucho de que hablar.
Fue la hermana de Gertrud quien atendió la llamada. Aquella mujer, habladora como pocas, pertenecía a la clase de las que quieren opinar sobre casi todo. Wallander intentó ser breve y la mujer fue a buscar a Gertrud, que tardó una eternidad en dejar oír su voz en el auricular.
No obstante, Wallander se había preocupado en vano, pues nada grave había sucedido.
—No, sólo quería saber cómo estabas —lo tranquilizó Gertrud.
—Mucho trabajo, pero, por lo demás, todo bien.
—¡Hace tanto tiempo que no vienes a verme…!
—Lo sé. En cuanto encuentre un hueco, me acercaré por allí.
—Ya, bueno. Puede que llegue el día en que sea demasiado tarde —le advirtió ella—. Cuando se tiene mi edad, no se sabe nunca cuánto tiempo queda de vida.
Gertrud no había cumplido aún los sesenta, pero Wallander comprendió que, a imitación de su padre, también ella la emprendía con el chantaje sentimental.
—Iré en cuanto pueda —prometió amable.
Dicho esto, se disculpó con la excusa de que había gente esperándolo para una reunión importante, pero, una vez hubo finalizado la conversación, fue a buscar un café al comedor, donde se topó con Nyberg, que estaba tomándose una infusión de una hierba muy especial y difícil de conseguir. Para variar, aquella mañana el técnico aparecía descansado. Incluso se había peinado el crespo cabello que, en condiciones normales, solía lucir alborotado.
—No encontramos ningún dedo —declaró Nyberg—. Los perros han estado buscando, Pero comprobamos otras huellas que hallamos en su apartamento y que han de pertenecer a Falk.
—¿Y disteis con algo?
—No figura en los registros suecos.
Wallander no tardó mucho en tomar una decisión.
—Envíalas a la Interpol. Por cierto, ¿sabes si Angola forma parte de esa organización?
—¿Y cómo voy a saberlo?
—No, era sólo una pregunta, hombre.
Nyberg se marchó con su infusión mientras Wallander sustraía unas cuantas tostadas de la bolsa de Martinson antes de encaminarse a su despacho. Eran las doce y Wallander pensó que la mañana se le había pasado demasiado rápido. Allí tenía el álbum de fotos, pero, en realidad, no tenía muy claro qué hacer con él. Cierto que ahora conocía más datos acerca de la persona de Falk de los que poseía horas antes. Pero, a decir verdad, ninguno de ellos lo había aproximado a nada que pudiese explicar aquella misteriosa relación con Sonja Hókberg.
Alzó el auricular y llamó a Ann-Britt, pero no obtuvo respuesta. Tampoco Hanson se encontraba en su despacho, y sabía que Martinson estaba con Robert Modin. Hizo un esfuerzo por imaginar qué habría hecho Rydberg y, en esta ocasión, le resultó más fácil oír la voz del colega. Rydberg, se decía, habría comenzado a pensar con la máxima atención. Eso es lo más importante que debía hacer un policía después de recabar datos. De modo que el inspector cruzó los pies sobre el escritorio y cerró los ojos. En esta postura, revisó mentalmente cuanto había ocurrido. En ningún momento cejó en su empeño de mantener su mirada interior fija en aquella suerte de espejo retrovisor que, de algún modo extraordinario, conducía a la Angola de hacía veinte años. De nuevo intentó abordar el caso de diversos modos y desde distintos puntos de vista. La muerte de Lundberg; y la de Sonja Hokberg. Sin olvidar el hecho de que se hubiese producido un importante corte en el suministro eléctrico.
Cuando, al cabo de un rato, volvió a abrir los ojos, no fue sino para experimentar la misma sensación de unos días atrás: la solución estaba allí, muy próxima; pero no era capaz de verla.
El sonido del teléfono vino a interrumpir el hilo de sus pensamientos. Era Irene, que le anunciaba que Siv Eriksson lo aguardaba en recepción. Se levantó de un salto, se pasó los dedos por el cabello y salió a recibirla. Se trataba, en verdad, de una mujer muy hermosa. El había pensado pedirle que lo acompañase a su despacho, pero ella se adelantó con la excusa de que no tenía tiempo, de modo que, simplemente, le dejó un sobre, al tiempo que añadía: