Cortafuegos (65 page)

Read Cortafuegos Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

BOOK: Cortafuegos
10.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Demasiados interrogantes», concluyó Wallander. «Él también busca respuestas, como nosotros».

—¡Aquí está! —exclamó Martinson de repente—. Recibió un mensaje por correo electrónico y después nos pidió ayuda por la misma vía.

Wallander se acercó a la pantalla para leer el texto.

«You have been traced».

Ni una palabra más. Sólo eso. «Hemos rastreado tu ruta».

—¿Hay algo más? —inquirió Wallander.

—No, no ha recibido ningún otro mensaje después de ése.

—¿Quién es el remitente del mensaje?

Martinson señaló la pantalla.

—Lo que aparece en el campo del remitente es una sucesión alfa-numérica de signos dispuestos en orden aleatorio. Es decir, que quien lo ha enviado no quería desvelar su identidad.

—Pero, de algún lugar vendrá, ¿no?

—El servidor se llama Vesuvius —aclaró Martinson—. Claro que podemos averiguar dónde se encuentra ubicado, pero nos llevará tiempo.

—¿Quieres decir que no está en Suecia?

—Lo dudo.

—Bueno, el Vesubio es un volcán que se encuentra en Italia —afirmó Wallander—. ¿No lo habrán enviado desde allí?

—No recibiremos una respuesta inmediata, pero podemos probar.

Martinson se preparó para componer una respuesta dirigida a las señas de configuración alfanumérica que aparecían en el campo del remitente.

—¿Qué quieres que escriba?

Wallander reflexionó un instante.

—Escribe: «Por favor, repite el mensaje» —decidió al final.

Martinson asintió conforme y escribió la solicitud en inglés.

—¿Firmo como Robert Modin?

—Exacto.

Martinson pulsó el botón de «Enviar» y el texto desapareció en el ciberespacio. De forma casi automática, apareció en la pantalla un mensaje en el que se los informaba de que no era posible acceder a aquel destinatario.

—Bueno, pues ya sabemos algo —se resignó Wallander.

—En fin, dime qué quieres que haga —rogó Martinson—. ¿Qué quieres que busque, dónde está localizado el servidor Vesuvius o qué?

—Lanza una pregunta a la red —propuso Wallander—. A ver si hay alguien que conozca la ubicación de Vesuvius.

Pero el inspector cambió enseguida de opinión.

—Espera. Formula la pregunta de otro modo. Intenta averiguar si alguien sabe si Vesuvius está en Angola —corrigió.

La modificación sorprendió a Martinson.

—¿Sigues en la creencia de que la postal de Luanda puede ser importante?

—Bueno, lo que creo es que la postal en sí carece de significado. Sin embargo, sí estoy persuadido de que Tynnes Falle conoció a alguien en Luanda hace ya muchos años. Y entonces ocurrió algo, no sé qué, pero intuyo que es importante. Incluso decisivo para el caso.

Martinson lo observó antes de asegurar:

—A veces creo que sobreestimas tu intuición, si me permites que sea tan sincero.

Wallander tuvo que realizar un esfuerzo para contenerse y no perder los estribos. La indignación por lo que le había hecho Martinson lo invadió al punto. Pero controló su animadversión, consciente de que lo más importante en aquellos momentos era localizar a Robert Modin. Pese a todo, almacenó cuidadosamente las palabras de Martinson en su memoria pues, si se lo proponía, también él sabía ser rencoroso. Y ahora estaba dispuesto a demostrarlo.

Sin embargo, hubo además otra razón por la que refrenó su ira. En efecto, en el mismo momento en que Martinson hacía su malévolo comentario, una idea cruzó su mente.

—Robert Modin estuvo consultando a un par de amigos, uno de California y otro de Rattvik. No anotarías sus direcciones, ¿verdad?

—Lo anoté todo —repuso Martinson con una acritud que Wallander atribuyó al hecho de que la idea no se le hubiese ocurrido a él.

El inspector experimentó cierta satisfacción anunciadora de una venganza que no tardaría en poner en práctica.

—No creo que se opongan a facilitarnos información acerca de Vesuvius —continuó Wallander—. Máxime si les explicamos que es por el bien de Robert Modin. Mientras tanto, yo empezaré a buscarlo.

—De todos modos, me pregunto qué significará este mensaje. ¿No será que no borró totalmente su rastro?

—Se supone que eres tú el que conoce bien el mundo electrónico —observó Wallander—. Yo no tengo ni idea. Pero sí una impresión cada vez más sólida. Ya me corregirás si me equivoco, aunque es una impresión que nada tiene que ver con mi intuición, sino con hechos puros y duros. Por ejemplo, a mí me da la sensación de que hay alguien en torno a este caso que parece estar muy bien informado de lo que estamos haciendo en cada momento.

—Bueno, sabemos que alguien estuvo vigilando la calle de Apelbergsgatan y la plaza de Runnerstróms Torg. Además, otro o el mismo alguien lanzó un disparo en el apartamento de Falk.

—No, pero no es a eso a lo que me refiero. No estoy pensando en una persona que puede ser el tal Fu Cheng, el asiático. Al menos, no en primera instancia. Esto es más bien como si tuviéramos una fuga de información en la propia comisaría.

Martinson estalló en una estridente carcajada, sin que Wallander pudiese juzgar con exactitud sí respondía o no a una actitud de burla.

—No estarás sugiriendo seriamente que alguno de nosotros está implicado en esto, ¿verdad?

—En absoluto. Lo que me pregunto es si no habrá otro tipo de grieta por la que el agua se filtra en ambas direcciones. Wallander señaló el ordenador.

—Recuerda que el ordenador de Falk es muy potente y avanzado. Simplemente, me pregunto si no habrá alguien que esté haciendo lo mismo que nosotros y se dedique a extraer información de nuestros ordenadores.

—Los registros de la central policial están muy protegidos. —Si, pero ¿y los nuestros? ¿Están tan bien aislados que nadie, con los recursos técnicos necesarios y la voluntad precisa, pueda fisgar en ellos? Ann-Britt y tú escribís todos los informes en el ordenador. En cuanto a Hanson, no sé cómo lo hace. Hasta yo lo hago a veces, aunque no muy a menudo. Nyberg está siempre enganchado al ordenador. Los informes forenses nos llegan tanto en papel, a través del correo ordinario, como en soporte electrónico. ¿Qué ocurre si alguien se nos mete dentro y nos roba la información sin que seamos conscientes de ello?

—No me parece verosímil —objetó Martinson—. Piensa que las medidas de seguridad son muy estrictas.

—Era sólo una idea, como tantas otras —comentó Wallander. Dejó a Martinson y se marchó escaleras abajo. A través de la puerta de la sala de estar, que seguía entreabierta, pudo ver a Axel Modín sentado y abrazado a su gigantesca esposa, que aún llevaba las bolitas de algodón en la nariz. Y aquella imagen lo hizo sentir tanto compasión como cierta imprecisa alegría, sin ser capaz de determinar cuál de los dos sentimientos era el dominante. Ya junto a la puerta, dio unos golpéalos discretos.

Axel Modin salió a su encuentro.

—Necesito usar el teléfono —pidió Wallander.

—¿Por qué no me dices lo que ha ocurrido? ¿Por qué estaba Robert tan asustado?

—Eso es lo que estamos intentando averiguar. Pero tú no te preocupes.

Wallander rezó una muda plegaria por que lo que acababa de decir se cumpliese en la realidad. Se sentó junto, al teléfono que había en el vestíbulo. Antes de tomar el auricular, revisó mentalmente lo que debía hacer. Lo primero que tenía que decidir era si aquella inquietud creciente que sentía estaba en verdad justificada. Pero, por más que no supiesen quién había enviado el mensaje, éste era, sin duda, real. Por otro lado, aquella investigación se hallaba marcada por la característica innegable de algo que debía mantenerse oculto y en secreto y por unas manos que no dudaban en matar. Wallander resolvió, con la angustiosa esperanza de no estar haciendo una valoración errónea, que la amenaza dirigida contra Robert Modin era real. Así pues, tomó el auricular y llamó a la comisaría. Tuvo suerte, en esta ocasión, y pudo hablar enseguida con Ann-Britt, a quien puso al corriente de la situación. Lo más urgente era enviar algunos coches patrulla que diesen una batida por toda la zona de Lóderup y alrededores. Si Robert Modín no era, tal y como sostenía su padre, un buen conductor, era probable que no hubiese llegado muy lejos. Además, existía el riesgo de que provocase un accidente, individual o colectivo. Wallander llamó a Axel Modín y le pidió una descripción del coche, así como el número de matrícula. Ann-Britt anotó la información y le prometió que enviaría varias patrullas. Wallander colgó el auricular y regresó al piso de arriba. Martinson seguía esperando noticias de los consejeros de Modin.

—Necesito que me prestes el coche —pidió Wallander.

—Las llaves están puestas —repuso Martinson sin retirar la vista de la pantalla.

Wallander atravesó encogido la distancia que lo separaba del vehículo para protegerse de la intensa lluvia. Había tomado la determinación de echarle un vistazo a la carretera que discurría serpenteante entre las plantaciones; la misma que Robert Modin podía ver desde la ventana. Lo más probable era que no hallase nada de interés, pero quería asegurarse de ello. Ya al volante, salió del jardín de la casa y comenzó a buscar el desvío.

Mientras tanto, algo horadaba la conciencia de Wallander, una idea que luchaba por emerger a la superficie.

Y era algo que él mismo había dicho, algo sobre una vía abierta conectada en secreto a la red de la comisaría. Finalmente, cayó en la cuenta en el preciso momento en que el desvío aparecía ante su vista.

Aquel día cumplía diez años. O quizá doce. Recordaba que era un número par; y ocho era demasiado poco. Fue su padre quien le regaló los libros, pero no recordaba cuál había sido el regalo de su madre, como tampoco sabía ya qué presente le dio su hermana Krístina. Pero los libros sí los recordaba, envueltos en un papel verde, sobre la mesa de la cocina a la hora del desayuno. Él abrió el paquete enseguida y comprobó que era casi lo que él quería. No exactamente, pero casi. En cualquier caso, no fue el regalo equivocado. Él había pedido Los hijos del capitán Grant, de Julio Verne, pues aquél era, en efecto, el título por el que se había sentido atraído. Y los libros que tenía ante sí contenían el relato de La isla misteriosa, en dos volúmenes Venían, además, con la encuadernación que él quería, con la cubierta roja y las ilustraciones originales. Idéntico al ejemplar de Los hijos del capitán Grant que había visto. Así, empezó a leerlo aquella misma noche, y tuvo la oportunidad de conocer al maravilloso y misterioso benefactor de hombres solos que habían sido víctimas de un naufragio y arribado de este modo a la isla. El misterio se había extendido sobre ellos: ¿quién sería aquel que acudía en su ayuda cuando más lo necesitaban? De repente, allí estaba la quinina. Cuando el joven Pencroff yacía moribundo bajo el efecto devastador de la malaria y cuando nada en el mundo podría haberlo salvado, allí apareció la quinina. Y el perro Top, que se ponía a gruñir con la mirada fija en el fondo del pozo mientras ellos se preguntaban qué lo habría puesto tan nervioso. Finalmente, cuando el volcán entró en erupción, encontraron a su bienhechor. Y lo hicieron a través del conduelo secreto conectado con el hilo telegráfico que iba desde la cueva hasta el corral. Siguieron el conducto hasta que se perdió en el fondo del mar. Y allí, en su embarcación y en su cueva submarinas, hallaron al capitán Nemo, su desconocido benefactor…

Wallander se había detenido en medio del embarrado camino. La lluvia empezaba a disminuir y una espesa bruma avanzaba arremolinada desde el mar. Recordó los libros; y al benefactor de las profundidades. «Y en esta ocasión, estamos ante la situación inversa, si no me equivoco», se dijo. «En esta ocasión, alguien aplica el oído a nuestras paredes y registra nuestras conversaciones. Sólo que no se trata de nadie que desee nuestro bien, no. Nadie que nos traiga quinina, sino un sujeto que elimina lo que más necesitamos».

Prosiguió su marcha, a demasiada velocidad. Pero iba en el coche de Martinson, y aún estaba bajo el efecto de la construcción de su venganza. Así que, en aquel momento, la pagaba con el coche. Cuando ganó el lugar que creyó era el que había divisado a través de los prismáticos, se detuvo y salió del coche. La lluvia había cesado casi por completo y la bruma se precipitaba rodando hacia el lugar en que él se hallaba. Echó una ojeada a su alrededor. Pensó que si Martinson levantaba la cabeza, vería su coche. Y también a Wallander. Se distinguían huellas en el camino y le pareció que un coche se había detenido en aquel lugar, pero las huellas eran poco claras, pues la lluvia casi las había borrado. «Sin embargo, alguien pudo haberse detenido aquí», insistió para sí. «De algún modo que yo aún no alcanzo a comprender, una persona envía un mensaje al ordenador de Robert Modin al mismo tiempo que otra se aposta en este camino para mantenerlo vigilado».

Wallander sintió miedo. SÍ en verdad ese alguien hubiese estado espiando desde la carretera, habría visto salir de la casa a Robert Modin.

Un sudor frío empezó a cubrir su frente. «Es culpa mía. Jamás debería haber mezclado al joven Modin en este asunto. Era demasiado peligroso y fue un acto irresponsable por mi parte».

Se obligó a pensar con calma. Robert Modin había sido víctima del pánico y quería llevarse una escopeta. Después tomó el coche, pero ¿hacia dónde se dirigió?

Wallander miró a su alrededor una vez más antes de ponerse en marcha de nuevo hacia la casa. Axel Modin salió a su encuentro y lo observó con mirada inquisitiva.

—No lo he encontrado —admitió Wallander—. Pero seguimos buscándolo. Y no hay motivo alguno de preocupación.

El inspector vio claramente en el rostro de Axel Modin que éste no daba crédito alguno a sus palabras. Pero el hombre no hizo ningún comentario. Apartó la mirada, como sí su desconfianza hubiese podido resultar insultante. En la sala de estar reinaba el silencio.

—¿Se siente mejor tu mujer? —inquirió Wallander.

—Está dormida. Eso es lo mejor para ella, dormir. La asusta la bruma cuando avanza así, como a hurtadillas.

Wallander hizo un gesto al tiempo que señalaba la cocina y Modin lo siguió hasta allí. Un enorme gato negro que holgazaneaba sobre el alféizar de la ventana observó a Wallander con mirada avisada. El inspector se preguntó sí no sería aquél el gato que había dibujado Robert Modin y cuya cola terminaba por convertirse en un cable enrollado.

—A ver, la cuestión es adónde puede haber ido tu hijo —preguntó Wallander al tiempo que señalaba hacia el corazón de la masa de bruma.

Other books

Here I Go Again: A Novel by Lancaster, Jen
An Ordinary Epidemic by Amanda Hickie
Sea Creatures by Susanna Daniel
MoonFall by A.G. Wyatt
Princess in the Iron Mask by Victoria Parker
Just J by Colin Frizzell
Let the Devil Sleep by John Verdon
The Antelope Wife by Louise Erdrich