—Un chico muy inteligente —declaró Wallander—. Robert Modín es un genio de la informática y está prestándonos su ayuda en ciertos aspectos de la investigación.
Elvira Lindfeldt sonrió.
—Pues parecía muy nervioso, pero seguro que es muy bueno.
Salieron del establecimiento hacia medianoche y dieron un reposado paseo hasta la plaza de Stortorget. Ella había dejado el coche aparcado en la calle de Hamngatan.
—Lo he pasado muy bien —confesó la mujer cuando, ya junto al coche, se separaron.
—Es decir, que aún no te has cansado de mí, ¿no es así?
—Pues no. ¿Y tú de mí?
Wallander deseaba retenerla, pero sabía que sería imposible. Acordaron que se llamarían durante el fin de semana.
Le dio un abrazo antes de que ella, ya al volante, partiese hacia Malmö. Wallander echó a andar camino de su apartamento. De repente se detuvo en mitad del trayecto. «¿Es posible?», se preguntó. «¿Puede ser que, pese a todo, alguien se haya cruzado en mi camino de modo tan especial del que ya casi había desistido?».
Continuó, sin darse una respuesta, hasta llegar a la calle Mariagatan. Poco después de la una, ya lo había vencido el sueño.
Elvira Lindfeldt atravesaba la noche en dirección a Malmo. Poco antes de alcanzar Rydsgárd, se detuvo en un aparcamiento y sacó su teléfono móvil.
El número marcado correspondía a un abonado de Luanda.
Tuvo que intentarlo tres veces, hasta que logró una mala conexión. Cuando Carter respondió, ella ya tenía preparado el mensaje.
—Fu Cheng tenía razón. La persona que está aniquilando el sistema se llama Robert Modín. Vive en un pueblo llamado Lóderup a las afueras de Ystad.
Repitió la información dos veces, para estar totalmente segura de que el hombre que se encontraba en Luanda había recibido el mensaje.
Entonces, se cortó la comunicación.
Elvira Lindfeldt giró para salir a la carretera principal y prosiguió su viaje hacia Malmö.
El sábado por la mañana, Wallander llamó a Linda.
Se había despertado muy temprano, como de costumbre. Pero logró dormirse de nuevo y no se levantó hasta pasadas las ocho. Después del desayuno, marcó el número de la casa de su hija en Estocolmo…, y la despertó. La joven le preguntó enseguida por qué no había estado en casa la noche anterior y le aseguró que había intentado llamar al restaurante, que había probado dos veces, pero que siempre comunicaba. Wallander decidió, tras una corta reflexión, que le diría la verdad. La muchacha lo escuchó sin interrumpir.
—No te creía capaz, la verdad —admitió una vez que él hubo concluido—. Jamás pensé que serías tan sensato que me harías caso.
—Pues estuve dudando mucho tiempo.
—Pero ya has dejado de dudar, ¿no?
Ella le pidió que le hablase de Elvira Lindfeidt. Y la conversación se prolongó bastante. La muchacha se alegraba por su padre, por más que él no dejaba de advertirle que no se hiciese ilusiones pues, según decía, era demasiado pronto aún. Él se sentía más que satisfecho de no haber tenido que cenar solo por una vez.
—Eso es mentira —atajó ella vehemente—. Te conozco bien. Y sé que, en el fondo, tienes la esperanza de que esto se convierta en algo más. Y, la verdad, yo también lo espero.
Entonces, la joven cambió de conversación y fue derecha al grano.
—Quiero que sepas que vi tu fotografía en el periódico. Desde luego que me impresionó. Alguien del restaurante me la enseñó y me preguntó si tú eras mi padre.
—Ya. ¿Y qué le dijiste?
—Pues, al principio pensé decir que no. Pero no lo hice.
—Vaya, gracias.
—Simplemente, decidí que no podía ser verdad.
—Y no lo era.
El inspector le describió lo que había sucedido en realidad, le habló de la investigación interna que estaba llevándose a cabo y le confesó que, en el fondo, él contaba con que la verdad saliese a la luz.
—Es muy importante que yo sepa estas cosas —sentenció ella—, precisamente ahora, es muy importante.
—Y eso, ¿por qué?
—Aún no puedo decírtelo.
Wallander quedó lleno de curiosidad. Durante los últimos meses había ido creciendo en él la sospecha de que Linda empezaba a divagar de nuevo sobre sus ambiciones de futuro, que no tenía claro a qué quería dedicarse en la vida, y pese a sus intentos de sonsacarle lo que pensaba, ella había saldado las preguntas con respuestas vagas y evasivas.
Finalmente, hablaron sobre la próxima visita de la joven a Ystad Ella le aseguró que no podría antes de mediados de noviembre.
Cuando Wallander colgó el auricular, se le vino a la memoria el libro sobre la historia del tapizado de muebles que debía recoger en la librería. Y se preguntaba si su hija lograría realizar sus sueños de completar sus estudios y establecerse en Ystad.
«Ha cambiado de parecer, tiene otros planes», se dijo Wallander. «Y, por alguna razón, no quiere hacerme partícipe de ellos».
Comprendió que era inútil darle vueltas, de modo que se puso su uniforme invisible y adoptó su personalidad de policía. Comprobó que eran las ocho y veinte minutos y dedujo que Martinson no tardaría en llegar a Sturup para recibir al experto informático llamado Alfredsson. El inspector recordó la forma tan repentina en que Robert Modin se había presentado en el restaurante la noche anterior y lo seguro que parecía estar de su hallazgo. Wallander no dejaba de darle vueltas a qué hacer.
En su fuero interno, se resistía a ponerse en contacto con Martinson más de lo absolutamente imprescindible. De hecho, seguía vacilando entre varias posturas acerca de lo que pudiese haber de vero símil en las observaciones de Ann-Britt. Aunque respondiese más a sus deseos que a la realidad, él se figuraba que la colega se había equivocado ya que el perder a Martinson como amigo crearía una situación laboral insostenible. La traición se le haría demasiado dura de soportar. Al mismo tiempo, se sentía inquieto ante la posibilidad de que es tuviese cociéndose algo, acciones de las que él no sabía nada y que pasaban inadvertidas pero que podían implicar un cambio radical en su posición laboral. Y aquello lo indignaba tanto como lo entristecía. Y, por supuesto, hería su vanidad. De hecho, él le había enseñado a Martinson cuanto sabía, al igual que Rydberg lo había instruido a él convirtiéndolo en el que era hoy. Pero a Wallander jamás se le pasó por la cabeza entregarse a sucias intrigas para menguar o cuestionar la evidente autoridad de su maestro.
«El Cuerpo es un nido de víboras», pensó indignado. «Podrido de envidias, descalificaciones indirectas e intrigas. Y yo he estado persuadido de que había conseguido sustraerme a todo ello. Sin embargo, ahora parece que, de repente, soy el centro, como un príncipe cuyo heredero estuviera empezando a perder la paciencia».
Pese a todo, marcó el número de móvil de Martinson. Robert Modin había ido a Ystad desde Lóderup la noche anterior, obligando a su padre a llevarlo a la ciudad. Debían tomarse en serio la excitación del muchacho. Cabía la posibilidad de que él ya hubiese llamado a Martinson, pero, de lo contrario, Wallander le pediría al agente que lo llamase cuanto antes. Martinson respondió enseguida. Acababa de aparcar y se disponía a entrar en el edificio del aeropuerto. Según le dijo, Modin no lo había llamado. Wallander no se extendió en explicaciones y fue muy breve.
—Vaya, ¡qué raro! —exclamó Martinson—. ¿Cómo ha podido descifrar ninguna clave sin tener acceso al ordenador?
—Eso pregúntaselo a él.
—Es un tramposo —concluyó Martinson—. Seguro que ha copiado parte de la información en su propio disco duro.
Martinson le prometió que llamaría al joven y acordaron que hablarían a lo largo de la mañana.
Concluida la conversación, Wallander pensó que el colega parecía comportarse como siempre. «O bien tiene más habilidad para disimular de lo que yo creía, o algo no encaja en lo que me contó Ann-Britt», se dijo.
Wallander atravesó la entrada de la comisaría a las nueve menos cuarto. Ya en su despacho, vio sobre el escritorio una nota según la cual Hanson deseaba hablar con él lo antes posible. «Ha surgido algo», rezaba el mensaje plasmado en la picuda letra de Hanson. Wallander lanzó un suspiro de impotencia ante la falta de precisión de su colega. Lo que surgía siempre era «algo», la cuestión era qué.
Fue al comedor, donde la máquina del café ya funcionaba, y halló a Nyberg sentado junto a una mesa ante un tazón de yogur. Wallander fue a sentarse frente a él.
—Si me preguntas por los mareos, me marcho ahora mismo —amenazó Nyberg.
—Pues entonces no te pregunto.
—Me encuentro bien —aseguró el técnico—. Pero ya tengo ganas de jubilarme, aunque mi pensión sea pequeña.
—¿Y a qué vas a dedicarte entonces?
—Tejer alfombras. Leer libros. Ir a la montaña.
Wallander sabía que aquello no era cierto. No dudaba que el técnico estuviese cansado, agotado, pero sabía igualmente que temía la jubilación más que ninguna otra cosa en el mundo.
—¿Tenemos alguna novedad del patólogo acerca de Landahl?
—Murió unas tres horas antes de que el transbordador atracase en el muelle. Lo que significa que quien lo asesinó estaba en el barco, a menos que hubiese saltado por la borda, claro está.
—Sí, eso fue un error por mi parte —admitió Wallander—. Deberíamos haber comprobado la identidad de cuantos pasajeros había a bordo.
—Tendríamos que haber elegido otra profesión —atajó Nyberg—. Yo a veces, por tas noches, cuando no puedo conciliar el sueño, me entretengo en calcular cuántas veces no habré recogido los restos mortales de personas que se han ahorcado, por ejemplo. Sólo los ahorcados, ¿sabes? No los que se han pegado un tiro, ni los que se han ahogado, ni los que se han arrojado desde una ventana, los que se han reventado con una bomba ni los que se han envenenado. Exclusivamente los que se han colgado de una soga, de las cuerdas de la ropa o de un alambre; incluso de un alambre con púas, en una ocasión. Y no recuerdo cuántos son. Sé que no recuerdo a la mayor parte de ellos. Entonces me doy cuenta de que es una locura. ¿Por qué iba yo a esforzarme por rememorar todo el horror en el que me he visto obligado a bucear en busca de pistas?
—No, eso no conduce a nada bueno —subrayó Wallander—. Corre uno el riesgo de sufrir un colapso.
Nyberg dejó la cuchara y observó al inspector.
—¿Quieres decir que tú no estás colapsado todavía?
—Espero que no.
Nyberg asintió, pero no pronunció palabra. Wallander decidió que más valía dejarlo en paz. Por otro lado, jamás había sido necesario dirigir al técnico en la ejecución de sus tareas, pues era un profesional exhaustivo perfectamente capaz de organizar su trabajo. Él siempre sabía lo que era urgente y lo que, en cada situación particular, podía esperar.
—¿Sabes? He estado pensando en todo un poco —comentó de repente.
Wallander conocía la capacidad de brillantez del técnico, incluso en campos que no pertenecían del todo a su especialidad profesional, y recordaba que, en más de una ocasión, las reflexiones de Nyberg habían provocado un giro radical y habían orientado la investigación en el sentido correcto.
—¿Y qué es lo que has pensado?
—El relé ese que había en el depósito de cadáveres; el bolso arrojado junto a la valla; el cuerpo que volvieron a dejar ante el cajero automático, con dos dedos seccionados, por cierto. En nuestra aspiración a dar cuenta de lo que significa todo eso, pretendemos hacerlo encajar en un modelo de actuación, ¿no es así?
Wallander asintió.
—Lo intentamos, pero con éxito más que dudoso. Al menos, por ahora.
Nyberg apuró los restos de yogur que quedaban en el tazón antes de proseguir.
—Estuve hablando con Ann-Britt sobre la reunión a la que yo no pude asistir. Y me dijo que tú habías hecho referencia a la naturaleza ambigua de lo sucedido. Que dijiste que los hechos parecían responder tanto a un programa como a una serie de casualidades; que podían calificarse tanto de despiadados como de metódicos. No la interpreté mal, ¿verdad?
—No, algo así dije, en efecto.
—Pues a mí me parece que es lo más sensato que se ha dicho hasta el momento a propósito de esta investigación. ¿Qué sucede si profundizamos en ello, en el hecho de que hay trazos de acciones calculadas y azarosas a un tiempo en este caso?
Wallander movió la cabeza. No se le ocurría qué responder, pero deseaba seguir escuchando.
—Pues a mí me asaltó la idea de que tal vez nos empeñemos en interpretar demasiados detalles. De hecho, hemos descubierto que la muerte del taxista quizá no guarde relación alguna con este caso, salvo por el hecho de que Sonja Hókberg es culpable. En realidad, creo que nosotros, la policía, hemos empezado a desempeñar un papel protagonista.
—¿Te refieres a que alguien se puso nervioso por lo que ella pudiera habernos revelado?
—No, no sólo eso. ¿Qué sucede si empezamos a cribar todos estos acontecimientos y nos peguntamos si algunos de ellos, en realidad, no están totalmente al margen del caso? ¿Y si no fuesen más que una serie de falsas pistas, dispuestas para desorientarnos?
Wallander comprendió que Nyberg estaba desarrollando una hipótesis que podía revestir no poca importancia.
—A ver, ¿en qué estás pensando en concreto?
—En primer lugar, claro está, en el relé que sustituyó al cadáver en camilla del depósito.
—¿Quieres decir que Falk no tenía nada que ver con el asesinato de Sonja Hókberg?
—No exactamente. Pero creo que alguien tiene sumo interés en hacernos creer que la relación entre Falk y la muerte de Sonja es mucho más estrecha de lo que es en realidad.
Wallander empezaba a escucharlo con creciente interés.
—O el detalle del cadáver que reaparece de pronto —continuó el técnico—. Con dos dedos amputados. Tal vez estemos dedicando demasiado tiempo a averiguar por qué, pero supongamos que eso no tiene el menor significado. ¿Adónde nos conduce esa suposición?
Wallander meditó un instante antes de responder:
—Pues a una ciénaga en la que no sabemos dónde pisar.
—Ése es un buen símil —aceptó Nyberg satisfecho—. Nunca pensé que nadie fuese capaz de superar a Rydberg en su habilidad para hallar imágenes plásticas con las que calificar diversas situaciones, pero ahora empiezo a preguntarme si tú no serás mejor incluso. O sea, que estamos pateando una ciénaga, en la que, se me ocurre, alguien desea que permanezcamos a toda costa.