—¿Qué clase de trabajos le pedían?
—De asesoría para una cadena nacional de agencias publicitarias, Mosesons and Sons. Al parecer, mejoró algunos de los programas gráficos que utilizaban.
—¿Alguno más?
—Un importador de whisky llamado DuPont. Si no recuerdo mal, en este caso se trataba de la elaboración de un complejo programa de mantenimiento de almacén.
Wallander reflexionó un instante, aunque le costaba concentrarse.
—¿Se ralentizó el incremento de su capital en los últimos años?
—No, más bien todo lo contrario. Siempre invertía su dinero de forma muy sensata y no solía poner todos los huevos en la misma cesta. Tenía títulos en fondos suecos, en todo el norte de Europa y en Estados Unidos. Una reserva monetaria de cierta importancia, en verdad. Le gustaba tener liquidez. También tenía acciones, sobre todo en Ericsson.
—¿Quién le aconsejaba dónde invertir?
—¿Sabes si tenía alguna propiedad en Angola?
—¿Perdón?
—Si disponía de algunos bienes inmuebles en Angola —repitió Wallander.
—No, que yo sepa.
—¿Y es posible que lo tuviese sin que tú lo supieras?
—Por supuesto que sí. Pero no lo creo.
—¿Y por qué no?
—Tynnes Falk era un hombre muy honrado. Era de los que opinaban que pagar los impuestos constituye un deber cívico ineludible. De hecho, yo le propuse en una ocasión que se registrase como residente en algún país extranjero, dada la elevada presión fiscal de nuestro país. Pero él rechazó siempre la idea con disgusto.
—¿Cómo reaccionó entonces?
—Se enojó y me amenazó con cambiar de contable si volvía a sugerir nada semejante.
Wallander no podía más con aquel asunto.
—Leeré los documentos en cuanto pueda —anunció concluyente.
—Una pérdida lamentable la de Falk —opinó Stenius al tiempo que cerraba el maletín—. Era un hombre agradable. Algo reservado, quizás, pero agradable.
Wallander lo acompañó hasta la salida.
—Por cierto, una sociedad de accionistas ha de contar con un consejo de administración, ¿no? ¿Quién lo formaba?
—Él, por supuesto, además del jefe de mi gestoría y mi secretaria.
—¿Y no celebraban reuniones periódicas?
—Lo cierto es que yo solía arreglar lo más urgente por teléfono.
—O sea, que no tenían por qué verse, ¿no es así?
—No, por lo general, bastaba con el imprescindible intercambio de documentos y firmas.
Stenius abandonó la comisaría y, ya en la calle, abrió el paraguas. Mientras regresaba a su despacho, Wallander cayó en la cuenta de que ignoraba si alguien habría tenido tiempo de hablar con los hijos de Falk. «Las horas del día no nos alcanzan ni para lo más importante», lamentó para sí. «A pesar de que nos matamos a trabajar, se nos acumulan las tareas. La sociedad de derechos sueca está transformándose en un lúgubre almacén abarrotado de casos sin resolver».
A las tres y media de aquella tarde, Wallander tenía ya reunido al grupo de investigación. Nyberg había anunciado que no podría acudir y, según Ann-Brítt, su ausencia se debía a que había sufrido un mareo, lo que dio pie a que comenzasen la reunión con un debate sobre quién sería el primero en sucumbir al infarto de miocardio. Tras el funesto prolegómeno, revisaron de forma exhaustiva las consecuencias que para el curso de la investigación tendría el hecho de que Sonja Hókberg hubiese sido, según parecía, violada por Carl-Einar Lundberg. Viktorsson asistió a aquella puesta en común a instancias del propio Wallander, pero, si bien prestó atención a cuanto allí se dijo, el fiscal se abstuvo de intervenir o de hacer preguntas. Cuando Wallander propuso que Lundberg fuese llamado a interrogatorio tan pronto como fuese posible, Viktorsson se mostró de acuerdo. Asimismo, el inspector exhortó a Ann-Britt a que intensificase el trabajo de investigación sobre la circunstancia de la posible intervención del padre de Lundberg en lo ocurrido.
—¿Cómo? ¿También el padre acosó a la muchacha? —inquirió Hanson lleno de asombro—. ¿Qué clase de familia es ésa?
—No, es sólo que tenemos que averiguar todos los detalles —lo tranquilizó Wallander—. No podemos permitir la menor laguna.
—Una venganza ejemplar —sentenció Martinson—. La verdad, no puedo evitarlo: a mí me cuesta digerir que esa hipótesis sea aceptable.
—Ya, pero aquí no estamos hablando de lo que tú puedes digerir —barbotó Wallander—. Se trata más bien de lo que puede haber ocurrido.
Wallander se dio cuenta enseguida de la aspereza de su tono que, por otra parte, también habían advertido los demás compañeros, de modo que se apresuró a romper el silencio y siguió hablando con Martinson, si bien con un toque más amable.
—¿Qué pasa con los expertos informáticos de la brigada de Estocolmo?
—Pues la idea de tener que enviar a alguien mañana mismo no los llenó de entusiasmo precisamente, pero uno de sus expertos llegará en el avión de las nueve.
—¿Cómo se llama?
—Lo creáis o no se llama Hans Alfredsson
[17]
.
Al oír el nombre, un revuelo de risas ahogadas invadió la sala.
Martinson prometió que iría a recoger a Alfredsson al aeropuerto de Sturup y lo pondría en antecedentes de lo sucedido hasta entonces.
—¿Crees que podrás abrir todos esos ficheros en el ordenador?
—Sí, sin problemas. No dejé de tomar notas mientras Modin trabajaba.
La reunión continuó hasta las seis y, pese a que todo parecía aún poco claro, paradójico y en el aire, Wallander experimentó la sensación de que el grupo mantenía los ánimos. El inspector sabía lo importante que había sido el descubrimiento de aquel suceso que había marcado el pasado de Sonja Hókberg, pues les había proporcionado la vía de avance que tanto necesitaban. Y, en el fondo, todos habían puesto sus esperanzas en que la intervención del experto de Estocolmo produjese el mismo efecto.
Concluyeron la reunión abordando el tema de la muerte de Jonas Landahl. La desagradable misión de comunicar el fallecimiento a los padres del muchacho, que, efectivamente, se encontraban en Córcega, había recaído sobre Hanson. El matrimonio iba ya camino de Suecia Nyberg le había dejado a Ann-Britt una cuartilla en la que, de forma concisa, comunicaba que estaba seguro de que Sonja Hokberg había viajado en el coche de Landahl y que había sido este el vehículo cuyas huellas habían hallado en las inmediaciones de la estación de transformadores. Ademas, habían podido constatar que el joven Landahl jamás había tenido ningún asunto pendiente con la policía. No obstante, tampoco excluían la posibilidad, apuntada y respaldada por Wallander, de que hubiese estado involucrado en los hechos que condujeron a que Falk fuese detenido por dejar escapar los visones de la granja de Solvesborg.
Pese a todo, se sentían como si estuviesen ante una sima cuyo abismo solo pudiese salvarse por un puente ya derribado. En efecto, la distancia entre liberar unos visones de granja y el asesinato, propio o ajeno, era enorme. Wallander insistió varias veces a lo largo de la tarde en su visión de los acontecimientos. Había en todo aquello un sello de control y brutalidad. Tampoco podían, en su opinión, abandonar la idea del sacrificio. Hacia el final de la reunión, Ann-Britt formulo la pregunta de si no deberían pedir ayuda a Estocolmo para obtener información acerca de los diversos grupos ecologistas. Martinson, cuya hija Terese era vegetariana y, ademas, miembro de la asociación ecologista Faltbiologerna, aseguraba que era absurdo sospechar que activistas de aquel tipo de agrupaciones estuviesen detrás de tan despiadados asesinatos. Entonces, y por segunda vez en el transcurso de la tarde, Wallander le respondió en tono agrio aduciendo que no podían excluir ninguna hipótesis; que, mientras no tuviesen bien delimitado el núcleo y el móvil, habían de seguir todas las pistas de forma simultánea, sin desdeñar ninguna.
Llegados a aquel punto, los ánimos se apagaron. Wallander dio una sonora palmada sobre la mesa, claro indicio de que daba por finalizada la reunión, no sin antes advertirles que volverían a verse el sábado. El inspector tenia prisa por marcharse, pues quería limpiar el apartamento antes de que llegase Elvira Lindfeldt. Sin embargo, se detuvo un momento en su despacho para llamar a casa de Nyberg. El técnico tardo tanto en contestar, que Wallander había empezado ya a preocuparse. Pero, por fin, el iracundo compañero tomó el auricular, gruñón como de costumbre, y Wallander se tranquilizo. Nyberg le aseguro que se encontraba mejor, que los mareos habían desaparecido y que volvería al trabajo al día siguiente…, en posesión de todas sus coléricas facultades.
Justo cuando había terminado de adecentar tanto su apartamento como su persona, sonó el teléfono, que le trajo la voz de Elvira Lindfeldt. La mujer le anunció que iba en el coche camino de Ystad y que acababa de dejar atrás la salida de Sturup. Wallander había reservado una mesa en uno de los restaurantes de la ciudad situado en la plaza de Stora Torget, adonde le explicó cómo llegar. Colgó el auricular con tal torpeza y nerviosismo que el aparato se estrelló contra el suelo antes de, entre maldiciones, volver a colocarlo en su lugar. Recordó entonces que Linda y él habían acordado que ella lo llamaría a lo largo de la tarde. Después de mucho dudar, grabó en el contestador un mensaje en el que dejaba el número del restaurante. Existía el riesgo de que lo llamase algún periodista, pero, en aquellos momentos, se le antojaba bastante improbable, ya que la prensa vespertina parecía haber perdido interés en la historia de la bofetada.
Salió del apartamento y, puesto que había dejado de llover y el viento había amainado, decidió que dejaría el coche. Se encaminó así al centro invadido, eso sí, de una vaga decepción. En efecto, el hecho de que ella hubiese optado por hacer el viaje en coche apuntaba a que la mujer estaba decidida a regresar a Malmo después de la cena. Él no albergaba la menor duda acerca de las esperanzas que, en el fondo, había abrigado en relación con aquel encuentro. No obstante, se trataba de una decepción de orden menor pues, después de todo y para variar, se disponía a compartir una cena con una mujer.
Se detuvo ante la librería con la intención de esperarla cuando, transcurridos cinco minutos, la vio aparecer a pie desde la calle de Hamngatan. Sintió al punto la misma turbación del día anterior, el mismo desamparo ante la actitud directa y abierta de ella. Mientras subían la calle de Norregatan en dirección al restaurante y de forma totalmente inesperada, ella le pasó el brazo bajo el suyo. Justo a la altura del edificio en el que vivía Svedberg. Wallander se detuvo un momento y le refirió lo ocurrido, en tanto que ella lo escuchaba atenta.
—¿Qué piensas ahora, cuando lo recuerdas? —inquirió ella cuando él hubo terminado su relato.
—No sé, es como un sueño, como algo de cuya realidad no puedo estar seguro.
Era un restaurante pequeño que no llevaba abierto más de un año. Era la primera vez que Wallander acudía allí, pero Linda se lo había recomendado en alguna ocasión. Entraron en el reducido local y, para sorpresa de Wallander, que lo esperaba más concurrido, no eran muchos los comensales que se agrupaban en torno a alguna que otra mesa.
—Ystad no es la típica ciudad en la que la gente sale por las noches —explicó a modo de excusa—. Pero este restaurante tiene buena fama.
Una camarera a la que Wallander reconoció del Hotel Continental los acompañó hasta la mesa.
—Has venido en coche, ¿no es así? —preguntó Wallander con la carta de vinos en la mano.
—Así es. Vine en coche y me marcharé esta misma noche.
—Bien, en ese caso, esta vez me toca a mí beber vino —comentó Wallander.
—¿Qué dice la policía sobre los límites de alcoholemia?
—Pues que lo mejor es no beber nada en absoluto cuando uno tiene que conducir, pero que por una copa no pasa nada. Siempre que sea con la comida, claro. Pero, si quieres, podemos ir a la comisaría y soplas el globito.
La cena fue exquisita. Wallander tomó vino fingiendo que le parecía demasiado cada vez que pedía otra copa. La conversación versó principalmente sobre su trabajo y, por una vez en la vida, disfrutó haciéndolo. Así, le contó el modo en que comenzó, como simple policía, a patrullar las calles de Malmö; cómo casi lo matan a puñaladas en una ocasión y cómo aquello se había convertido en una especie dé sortilegio siempre presente en su vida. Ella le preguntó sobre el caso que tenía entre manos en aquel momento, lo que terminó de convencerlo de que la mujer no había visto la lamentable fotografía en los periódicos. Él le habló acerca de la extraña muerte que tuvo lugar en la estación de transformadores, del hombre que apareció cadáver junto a un cajero automático y del joven fallecido bajo los ejes de la hélice de uno de los transbordadores de Polonia.
Acababan de pedir el café cuando se abrió la puerta del restaurante y Robert Modin entró en el local.
Wallander lo reconoció enseguida. El joven miró a su alrededor y, al ver que Wallander no estaba solo, se mostró vacilante. Sin embargo, el inspector le hizo un gesto para que se acercase y le presentó a Elvira. A Wallander no le pasó inadvertido el nerviosismo de Modin y se preguntaba qué habría sucedido.
—Creo que he encontrado algo —anunció el joven.
—Si queréis hablar a solas, puedo sentarme en otro sitio —se ofreció Elvira.
—No, no es necesario.
—Le pedí a mi padre que me trajese de Loderup —explicó Modin—. Escuché el mensaje del contestador y comprobé que el número correspondía a este restaurante.
—Ya, bueno, ¿no decías que habías descubierto algo?
—Verás, resulta difícil de explicar sin el ordenador, pero creo que ya sé cómo evitar los códigos que aún no hemos podido descifrar.
Era evidente que el joven estaba convencido de lo que decía.
—Bien, llama a Martinson mañana —le recomendó—. Yo también hablaré con él.
—Estoy seguro de que tengo razón.
—Bien, pero no tenías por qué haber venido hasta aquí. Podrías haberme dejado un mensaje en el contestador.
—Sí, quizá, pero es que me puse muy nervioso. Me ocurre a veces.
Modin se despidió de Elvira con gesto inseguro mientras Wallander pensaba que, en realidad, debería hablar con él un poco más. Pero sabía que no podrían hacer nada hasta el día siguiente. Además, en aquel preciso momento quería que lo dejaran en paz. Robert Modin se hizo cargo y desapareció por la puerta del local. La conversación no se había prolongado más de dos minutos.